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CINELANDIAS: ‘Chantaje en Broadway’, venenosa como una galleta mojada en cianuro

Película irrepetible, muestra el corazón podrido de Nueva York en una atmósfera “noir”. Y Burt Lancaster se sale del mapa.

 

Resulta irónico que esta gran película de atmósfera noir (más que película noir propiamente dicha), ambientada además en el corazón podrido de Nueva York, iluminada por el zumbido de los neones de Times Square, fuera realizada por un escocés al que nacieron en Boston, Alexander Mackendrick (1912-1993), que acababa de completar algunas de las más memorables comedias de la productora británica Ealing, desde El hombre vestido de blanco El quinteto de la muerte. Fue, precisamente, el hundimiento de la Ealing lo que llevó a Mackendrick a merodear Hollywood, donde siempre se sintió extranjero; y fue así como llegó a realizar Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, 1957).

 

 

alternative textTony Curtis en las alcantarillas. Tony Curtis (en la foto con Susan Harrison) aceptó el papel de Falco, un tipo que parece salido de las alcantarillas, para desmarcarse del estereotipo de galán.

 

 

Mackendrick había sido contratado por la compañía independiente que regentaban Harold Hecht, James Hill y Burt Lancaster. En contra de su voluntad, le asignaron la dirección de una película basada en un relato de inspiración autobiográfica de Ernest Lehman. El guión que había escrito el propio Lehman se le antojó a Mackendrick demasiado prolijo, por lo que contrató a Clifford Odets para despiojarlo de farfolla; Odets se tiró cuatro meses puliendo aquel diamante en bruto, y cuando comenzó el rodaje aún andaba inmerso en las correcciones, del tal modo que algunas secuencias se rodaron con los diálogos todavía entintados.

 

El guión es casi perfecto, erizado de malignidad, mordaz y abismático, lleno de ponzoña en cada diálogo

 

El guión de Chantaje en Broadway es casi perfecto, erizado de malignidad, restallante de frases como latigazos, mordaz y abismático, lleno de ponzoña en cada diálogo (y también en sus elipsis) y de un ingenio muy retorcidamente cáustico e impío. Nos narra la peripecia de Sidney Falco, un agente de prensa de medio pelo, perillán de los peores instintos, capaz de cualquier bajeza con tal de medrar, a quien el todopoderoso columnista J.J. Hunsecker encomienda desprestigiar a Steve Dallas, un músico de jazz que ha enamorado a su hermana Susan; enseguida descubriremos que Hunsecker ama de un modo retorcido a Susan, que es el tendón de Aquiles de su engreída y en apariencia invulnerable soberbia.

 

 

alternative textPeriodista víbora. Burt Lancaster borda el papel de J. J. Hunsecker un prestigioso columnista que al parecer es un trasunto del bilioso Walter Winchell, el articulista más influyente de la época.

 

 

A Falco lo interpreta magníficamente Tony Curtis, que eligió el papel para desmarcarse del estereotipo de galán que encandilaba a las adolescentes de la época; a Hunsecker, un Burt Lancaster que se sale del mapa en su composición de un monstruo de hinchado orgullo, monarca absoluto del malrrollismo, lengua viperina que dispara epigramas ponzoñosos y parafrasea sarcásticamente el Evangelio. Según se cuenta, Lancaster convirtió el rodaje en un calvario, poseído por el espíritu de su personaje; y Mackendrick confiesa que le untó las lentes de las gafas (que eran las que Lancaster usaba a diario) con vaselina, para que viese borroso, de tal modo que a la acritud de su carácter y a la fuerza corrosiva de sus réplicas se sumase una mirada desorientada, lo que le añadía –¡todavía más!— ribetes abominables.

 

El director Mackendrick untó las lentes de las gafas de Burt Lancaster con vaselina para que viese borroso, y sumar a la acritud de su carácter una mirada desorientada

 

El agente de prensa Falco parece salido de las alcantarillas; Hunsecker directamente del infierno. Falco es escurridizo y viscosín como una anguila; Hunsecker voraz y majestuoso como un lucio. Falco es sórdido como una rata de alcantarilla; Hunsecker tóxico como un áspid. Falco es un truhán un tanto zascandil, capaz sin embargo de las felonías más aborrecibles –pongamos por caso el chantaje o la alcahuetería– con tal de medrar; Hunsecker un villano capaz de cualquier crimen o aberración –pongamos por caso arruinar la vida de un hombre probo o amar incestuosamente a una hermana—con tal de seguir gobernando las almas de los hombres. Tony Curtis está soberbio en su composición de Falco; Lancaster directamente extraterrestre en su composición de Hunsecker, al parecer un trasunto del bilioso Walter Winchell, el columnista más influyente de la época.

Juntos componen un dúo altamente infectante y radiactivo que abrasa en su derredor cualquier destello de frágil humanidad. La portentosa fotografía de James Wong Howe recrea el glamour sucio de la noche neoyorquina, su belleza palpitante de pecados clandestinos, sus locales coruscantes de starlettes y anubarrados por el humo de los cigarrillos, como ese Club 21, varadero de las maquinaciones protervas de Hunsecker, donde transcurren algunas de las secuencias más electrizantes y ensañadas de la película, como aquélla en la que Hunsecker despide con una frase evangélica («vete y no peques más») al senador que ha intentado engatusarlo para que alabe en su columna las dotes canoras de una petarda con la que pone los cuernos a su mujer. Elmer Bernstein, en fin, borda la banda sonora de esta película irrepetible, venenosa como una galleta mojada en cianuro, cálida y aterciopelada como la voz que nos desliza una insidia en el oído, agusanada y carnívora como la mismísima muerte.

 

 

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