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Cinelandias: ‘El hombre y el monstruo’, la herejía reciclada del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Rouben Mamoulian despliega su maestría técnica en esta obra enmarcada por alardes y simbolismos visuales que teje una trama estéticamente irresistible y revela la intrincada psique humana

EStrange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886), Robert Louis Stevenson cuajó una obra de virtudes literarias y compositivas más que evidentes, cuya intriga (sostenida, sobre todo, sobre el perspectivismo) brindaba sustancia literaria a uno de los motivos recurrentes del pensamiento moderno (repescado del maniqueísmo, pues como bien nos advirtiera Chesterton todas las ideas que la modernidad nos presenta como nuevas no son sino viejas herejías recicladas): el dualismo del psiquismo humano, que no es sino el enésimo intento de negar el libre albedrío del hombre, suponiendo que existe un ‘inconsciente’ donde los instintos ingobernables son monarcas absolutos.

 

 

alternative textLa dualidad encarnada. Dr. Jekyll al comienzo de la película y la fascinante secuencia de su primera transformación en Mr. Hyde. Un viaje a través de la oscura metamorfosis que desencadena la esencia del bien y el mal y que recoge la cámara como si fuese el propio ojo del Dr. Jekyll.

 

 

Inevitablemente, el arte cinematográfico —en el que muchos vieron un instrumento privilegiado para ilustrar la presunta existencia de ese ‘inconsciente’ que permanecía oculto o invisible— no tardaría en fijar sus intereses en la adaptación de la novela de Stevenson. Tras varias versiones mudas, un Rouben Mamoulian (1897-1987) en plenitud de facultades se encargará de dirigir El hombre y el monstruo (1931), tras el éxito cosechado por su drama noir Las calles de la ciudad. Sirve como atrio a El hombre y el monstruo un fastuoso plano-secuencia subjetivo, en el que un altanero Jekyll (Fredric March) interrumpe sus devaneos ante el órgano para asistir, por insistencia de su mayordomo Poole (Edgar Norton), a la conferencia que en apenas quince minutos tiene que pronunciar.

 

 

alternative textOscuro dominio. Hyde ejerce su oscuro dominio sobre Ivy Pearson, la cautivadora prostituta interpretada por Miriam Hopkins, mientras la cámara realiza portentosos movimientos que sumergen al espectador en un ambiente delicado pero acechante.

La cámara nos muestra el reflejo de Jekyll ante el espejo, satisfecho de sí mismo, para después seguir su paseo en coche de caballos hasta la sala donde lo aguarda un público expectante que es contemplado por el espectador en un plano general panorámico, subrayando la suficiencia de un hombre en la cima del éxito. No es este largo plano subjetivo el único alarde técnico que Mamoulian prueba en esta obra maestra: a lo largo de su metraje se introducen diversos motivos simbólicos —velas que derraman cera líquida como metáfora del llanto que sacude a la angelical Muriel Carew (Rose Hobart) cuando su relación con Jekyll zozobra; una olla que borbollonea y se derrama al calor del fuego, haciendo saltar su tapa, para simbolizar la metamorfosis de Jekyll en Hyde; una escultura de un ángel protector que acoge entre sus brazos a una doncella desvalida, en contraste con la escena acaso más violenta de la película, en la que Hyde estrangula a Ivy Pearson, la sensual prostituta encarnada por una esplendorosa Miriam Hopkins—, así como portentosos movimientos de cámara que envuelven la película en un clima a la vez delicado y acechante, estéticamente irresistible, que atrapa al espectador de principio a fin.

Como ocurriera en la versión muda dirigida por John S. Robertson, será el padre de su prometida (Halliwell Hobbes) quien empuje a Jekyll al desafuero; pero no lo hará comportándose como un corruptor, sino —por el contrario— como un celoso centinela de la virtud de su hija, provocando así la insatisfacción de Jekyll, que Mamoulian muestra sin rebozo como un hombre apremiado por los instintos sexuales. Será la represión de tales instintos lo que a la postre desencadene la tragedia.

 

 

alternative textSucumbir a la tentación. Hyde no tendrá empacho en aceptar los requerimientos de la provocativa Ivy, después de que ella le haya mostrado sin recato sus piernas desnudas.

En la película de Mamoulian, sin embargo, Hyde no representa la liberación de la sexualidad reprimida de Jekyll (quien, antes de sucumbir a la tentación de ingerir el bebedizo causante de sus males, no tendrá empacho en aceptar los requerimientos de la provocativa Ivy, después de que ella le haya mostrado sin recato sus piernas desnudas), sino el desdoblamiento esquizofrénico de su personalidad: mientras Jekyll se muestra como un hombre razonablemente concupiscente, entorpecido por el puritanismo de su futuro suegro, Hyde aparece como un frío sádico, ebrio de sangre e incapaz de disfrutar de los placeres de la carne.

Si las interpretaciones de March y Hopkins merecen los más encendidos elogios, el trabajo del maquillador Wally Westmore no les anda a la zaga. Su virtuosismo en la confección de la máscara que distorsiona por completo las facciones de March, cada vez que se metamorfosea en Hyde —un Hyde a la vez simiesco y demoníaco, epítome de bestialismo y maldad— es en verdad apabullante. Pero semejantes metamorfosis hubiesen resultado muchos menos impactantes sin el trabajo también portentoso del operador Karl Struss, que las ilumina de modo magistral; como también hace en las secuencias que discurren por las callejuelas sombrías de un Londres victoriano enteramente recreado en estudio, merodeadas por la sombra de Hyde, o en el laboratorio de Jekyll, que tiene algo de pozo donde bullen las pasiones más tortuosas. Una obra maestra, en fin, nunca igualada en posteriores aproximaciones al tema.

 

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