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CINELANDIAS: ‘El resplandor’, desquiciada truculencia infernal

Jack Nicholson parece desquiciado desde el instante mismo de su aparición en esta película sembrada de secuencias inquietantes, con un vertiginoso clima de pesadilla. Se siente el soplo del infierno en el alma.

Tras el fracaso en taquilla de Barry Lindon (1975), que sirvió a los detractores deStanley Kubrickpara despotricar contra su infatuado perfeccionismo, el director quiso que su siguiente película abordase el género terrorífico, el más palomitero y popular, que hasta entonces había desdeñado.

Durante semanas estuvo leyendo novelas deterror (su secretaria asegura que la mayoría no le duraban en las manos ni cinco minutos), hasta dar con El resplandor de Stephen King, que suscitó de inmediato su curiosidad.

Sobre las relaciones de Kubrick y Stephen King se ha escrito hasta el mareo; aunque mantuvieron muchos encuentros y conversaciones, nunca acabaron de tragarse, pues eran personas de temperamentos antípodas.

 

alternative textHistriónico y enloquecido.Stanley Kubrick  quiso a Jack Nicholson en el papel del protagonista Jack Torrance desde el principio. A Stephen King le parecía un error, creía que el histrionismo de Nicholson dificultaría la evolución del personaje.

 

King definió a Kubrick como alguien «que piensa mucho y siente poco», y seguramente tenía razón, pues todo el cine de Kubrick destila cerebralismo y premeditación (a veces hasta la asfixia); pero ese corazón frío de Kubrick es, precisamente, el que logra crear la atmósfera gélida y desolada, de una abstracción pesadillesca, que constituye el principal mérito de la película, tan alejada en letra y espíritu de la novela en la que se inspira, como repetidamente ha denunciado King (y como suele ocurrir con las mejores adaptaciones cinematográficas de obras literarias, convendría añadir).

Fue una de las primeras películas en emplear con sentido dramático el ‘steadicam’

Rodada casi por completo en estudio (donde se reconstruyeron los pasillos, habitaciones, salones y demás dependencias del vasto hotel Overlook) a lo largo de once meses que permitieron a Kubrick dar rienda suelta a su maniática meticulosidad, El resplandor (1980) fue una de las primeras películas en emplear con sentido dramático el steadicam, sobre todo en las inquietantes secuencias que siguen las carreras del cochecito pilotado por el niño Danny a través de los pasillos del hotel.

Kubrick tuvo claro desde el principio que quería a Jack Nicholson en el papel del protagonista Jack Torrance; Stephen King, por el contrario, consideraba que la elección era un craso error, pues el histrionismo de Nicholson dificultaría la evolución del personaje desde la cordura hasta la locura homicida. Y, en efecto, Nicholson parece desquiciado desde el instante mismo de su aparición, propósito que tal vez buscase Kubrick, al que no interesa tanto mostrar cómo los espíritus que pueblan el hotel van instilando el veneno de la locura en Jack Torrance como hacer del hotel mismo el escenario donde se desenvuelve la locura de su protagonista. De este modo, el hotel Overlook (que en la novela de King es, a fin de cuentas, una actualización de los castillos pululantes de fantasmas propios de la novela gótica) se convierte en un lugar metafísico, una dimensión (o una trampa) fuera del espacio y del tiempo que, a la vez que resulta inabarcable, envuelve al espectador con una vertiginosa impresión de horror vacui.

 

alternative textEfectos muy especiales. Los momentos de terror se logran en la película de una manera especial: la claustrofobia se siente en espacios abiertos; el miedo se transmite con una luz casi quirúrgica. Aquí, las inquietantes gemelas.

 

Podría decirse, incluso, que el hotel Overlook es el infierno donde pena eternamente el alma de Torrance; y tal vez así considerado se podrían explicar mejor las fallas e incongruencias argumentales de la película, así como ese enigmático plano final en el que Jack Torrance aparece retratado durante un baile de gala celebrado en el mismo hotel, allá por los años veinte. Preguntado por el significado escondido de este plano postrero, Kubrick respondió un tanto crípticamente que pretendía insinuar que Torrance se había reencarnado; en otra ocasión, sostuvo que se trataba de un guiño al «eterno retorno» de Nietzsche; pero también confesó a algún amigo que mediante ese plano sólo aspiraba a burlarse del espectador, introduciéndole una desazón perturbadora e irresoluble.

Sea como fuere, toda pretensión de explicar “lógicamente” la película resulta estéril, o exige demasiadas concesiones a la inverosimilitud; mucho más interesante resulta contemplarla como una ideación infernal (y, por lo tanto, irracional), recreada con elementos visuales insólitos en la tradición del cine terrorífico: la claustrofobia no se logra rodando en parajes angostos, sino en espacios abiertos y corredores anchurosos; los momentos de terror más álgido no se alcanzan en escenas acechadas por la sombra, sino iluminadas por una luz casi quirúrgica; y los recursos más elementales (el niño Danny hablando con su dedo índice) son empleados sin rebozo para suscitar una inquietud preternatural en el espectador. Cuando en este clima de pesadilla puramente cerebral irrumpe la truculencia (el río de sangre que brota del ascensor, la anciana putrefacta que emerge de la bañera, la persecución final por el jardín laberíntico inundado de niebla), El resplandor adquiere un tono exasperado que nos mete el soplo del infierno en el alma.

Y es un soplo helado, como emergido de un glaciar cósmico donde yacen prisioneros los gritos desgarradores de los réprobos.

 

 

 

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