CINELANDIAS: ‘Espartaco’, la libertad creativa de un nada esclavo Kirk Douglas y la censura a los desnudos
La mejor película de Stanley Kubrick vincula libertad y vida con unas secuencias de una emoción inigualable, con diálogos encendidos, unos protagonistas en estado de gracia, una música enloquecedoramente bella y unos pasajes amorosos inolvidables, varios de ellos en su día censurados. ¡Ay, mi amada Varinia, ni crucificado te dejaría yo marchar!
Cuando supo que William Wyler había decidido finalmente elegir a Charlton Heston como protagonista de Ben-Hur, Kirk Douglas se cogió un descomunal berrinche, que aplacó comprando los derechos de la novela Espartaco, de Howard Fast, y convenciendo personalmente a actores de gran prestigio o popularidad como Laurence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov o Tony Curtis para que se sumasen al proyecto de su adaptación.
Más arriesgado fue su siguiente paso: tras proponer en vano a Fast que escribiese el guión de la película, Douglas se dirigió a Dalton Trumbo, uno de aquellos famosos ‘diez de Hollywood’ que, tras negarse a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, fueron incorporados a una lista negra que impedía su contratación, siquiera con sus verdaderos nombres. En un principio, estaba previsto que el guión se firmara con seudónimo, o que se atribuyera a alguno de los productores de la película (y cuentan que Kubrick quiso apropiarse de su autoría, para poder meter en él sus morcillitas y morcillones); pero Kirk Douglas quedó tan contento con el resultado que, en un gesto de gallardía, exigió que el nombre de Trumbo figurase en los créditos de la película. Los ejecutivos de la Universal acabarían cediendo a la exigencia de Douglas, que iniciaría el fin de la ‘caza de brujas’.
Anthony Mann, despedido
En un principio Anthony Mann fue el director elegido por Douglas, pero a la semana de rodaje (cuando apenas se había filmado la secuencia inicial de la cantera) fue despedido por Douglas, que además del papel protagonista se había reservado el control artístico de la película. Nunca se han sabido a ciencia exacta las razones del despido o marcha de Mann (un realizador tan dotado, por otra parte, para el cine épico, como probaría en La caída del Imperio Romano o El Cid); y resulta, en verdad, paradójico, que Douglas eligiese como sustituto a Stanley Kubrick, máximo exponente de director quisquilloso, tiránico y narcisista.
El guión de Trumbo es político en toda regla. Es una honda reflexión en torno a la libertad humana. Es soberbio
Pero Douglas (que ya había trabajado con él en Senderos de gloria) debía de tenerle cogidas las sobaqueras, porque consiguió que Kubrick se atuviese por completo al guión de Trumbo, impidiendo que sus originalidades y ocurrencias fuesen incorporadas al plan de rodaje. Espartaco (1960) sería, a la postre, la única película de Kubrick sobre la que el egomaníaco director no ejerció un control artístico pleno; también, por cierto, la mejor con diferencia.
El guión de Trumbo es, en verdad, soberbio: un guión político en toda regla, que más allá de lecturas reduccionistas (aplicadas a la situación personal del propio guionista, o a la coyuntura americana, en donde la pugna por los “derechos civiles” de las minorías estaba en constante ebullición) constituye una honda reflexión en torno a la libertad humana.
La habilidad principal de Trumbo consiste en vincular libertad y vida, llenando la película de un orgulloso y briosísimo ímpetu de vivir, que cuenta además con la fogosidad interpretativa de Kirk Douglas y con unas secuencias de una emoción inigualable ante las que sólo un bellaco puede mantenerse impertérrito (como aquella en la que todos los derrotados supervivientes de la batalla contra Marco Licinio Craso se yerguen para proclamar: «Yo soy Espartaco»).
Kirk Douglas consiguió que Kubrick se atuviese al guión de Trumbo, impidiendo que sus originalidades y ocurrencias se incorporaran al plan de rodaje
Muy especial mención merecen los pasajes amorosos de la película, que nos narran el idilio entre Espartaco y la esclava Varinia, a la que interpreta una hermosísima Jean Simmons: los diálogos encendidos de ardorosos piropos, la interpretación retozante de unos protagonistas en estado de gracia y la música enloquecedoramente bella de Alex North logran una alquimia que eleva al espectador al séptimo cielo.
Y, en otro sentido muy diverso, conviene resaltar la muy delicada apología que en la película se hace del político corrupto (un inconmensurable Charles Laughton, que incorpora a un Graco rijoso y hedonista, pero comprensivo con las debilidades humanas) frente al político puritano, que bajo la fachada de irreprochabilidad esconde propósitos tiránicos y vicios nefandos (aquí representado por el reptiliano Craso, comedor indistinto de almejas y caracoles, a quien incorpora Laurence Olivier), incluso frente al político pragmático encarnado aquí por Julio César (John Gavin).
Película de arrebatada belleza formal (Kubrick siempre pretendió usurpar este mérito al operador Russell Metty) y exacta planificación, de narrativa límpida y siempre ascensional, de pasiones desembridadas y emocionante épica, película henchida de tragedia y poesía y con un elenco en estado de gracia, sus más de tres horas se nos pasan en su suspiro y (lo reconoceremos, pues somos sentimentales) en un mar de lágrimas. Y los acordes de Alex North nunca se nos olvidan. ¡Ay, mi amada Varinia, ni crucificado te dejaría yo marchar!