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CINELANDIAS: ‘Fort Apache’, la épica del Séptimo de Caballería en la catedral sagrada del ‘western’

La sabiduría de John Ford y unos personajes heroicos completan una de las obras más excelsas del séptimo arte, llena de aliento humano y vibración poética, de humor irresistible y tragedia palpitante. Basta verla para amar el cine.

 

Aun estudioso de su cine le espetó John Ford en cierta ocasión: «Odio que los profesores me hurguéis el culo con un palito. Mis cicatrices son privadas y me las rasco yo solo». De modo que evitaremos escarbar en las cicatrices privadas del maestro para hablar de Fort Apache (1948), quizá nuestro western predilecto, una vindicación del heroísmo que no se muestra sólo en la batalla, sino también –y sobre todo– en la obediencia.

 

 

alternative textEn honor a los héroes. Los soldados, sus mujeres (que no derraman ni una lágrima) y los oficiales demuestran una heroicidad suprema, emocionante y rezumante de humanidad.

Heroicos son esos soldados —muchos de ellos antiguos oficiales sudistas que perdieron los galones tras la Guerra de Secesión— que incursionan en el desierto y parlamentan con los indios. Heroicas son esas mujeres que ven partir a sus maridos hacía una muerte segura y, sin embargo, no derraman una sola lágrima. Heroico hasta el paroxismo es el coronel Owen Thursday (Henry Fonda) que, herido y sin montura, no acepta la ayuda del capitán Kirby York (John Wayne), pero le requisa su sable y su caballo, para reunirse con un puñado de soldados que se disponen a resistir la última carga apache. Heroico es, sobre todo, el capitán Kirby, que negocia una tregua con Cochise y comprueba cómo la infringe su superior. Años después, cuando la leyenda se alce sobre los escombros de la verdad histórica, Kirby preferirá engrandecer esa leyenda, en lugar de alimentar el despecho; y ante un puñado de periodistas que ensalzan al difunto Thursday pero olvidan a los soldados anónimos que lo acompañaron en su gesta o en su delirio, Kirby reivindicará el sentido de la milicia: «No quedarán olvidados, porque no han muerto (…). Cambiarán sus rostros, sus nombres, pero son ellos, son el regimiento, el ejército regular, ahora y dentro de cincuenta años».

Henry Fonda alcanza en Fort Apache la culminación de su arte interpretativo, realizando una composición sobria, llena de aristas dolientes y repliegues tortuosos, del teniente coronel Thursday, trasunto del general Custer, un hombre respetuoso de las ordenanzas hasta la paranoia que arrastra el estigma de una degradación y aspira a alcanzar otra vez la gloria, aunque para ello tenga que sacrificar a sus subalternos. A su lado, enfrentado con él, John Wayne interpreta el héroe de estirpe fordiana, adornado por un sentido natural de la lealtad y la justicia; y, junto a él, una galería de actores secundarios inolvidables, rezumantes de una humanidad neta y emocionante: ese Ward Bond que recibe alborozado a su hijo, recién licenciado en West Point; ese Victor McLaglen, borrachín y noblote, que transforma alquímicamente en oro cada plano al que asoma; ese Hank Worden, desgarbado y enclenque, que asciende merced a sus condiciones de jinete… Hasta Shirley Temple, que interpreta a Philadelphia, la hija de Thursday, resplandece con una luz no usada, hermoseada por un amor sin cursilismo ni blandenguería que no declina ante las imposiciones paternas.

 

 

alternative textLa batalla final. La batalla final, que evoca la derrota del 7º de caballería en Little Big Horn, está montada con enorme sentido épico. Toda la película rebosa amor a la milicia,  una especie de familia unida por vínculos más fuertes que la sangre.

 

 

Rodada en unas circunstancias especialmente complicadas, tras el descalabro comercial de El fugitivo, Ford supo rodearse en Fort Apache de un grupo de fieles que sabían soportar sus cabezonerías y desplantes; y con los cuales, en cuanto la ocasión lo permitía, se cogía unas cogorzas homéricas que duraban hasta el amanecer. El rodaje de Fort Apache duró ocho semanas, dos de las cuales transcurrieron en el sobrecogedor paraje de Monument Valley, en la frontera de Utah con Arizona, famoso por sus promontorios de arenisca, que Ford convertiría en la catedral sagrada del western.

Ford se rodeó de un grupo de fieles que sabían soportar sus cabezonerías y desplantes; y con los cuales se cogía unas cogorzas homéricas que duraban hasta el amanecer

Ford filmó los exteriores con película infrarroja, para que el cielo pareciese más oscuro de lo que en realidad era y las nubes semejasen explosiones en el cielo; así logró una soberbia fotografía que todavía hoy nos deslumbra por sus cualidades pictóricas. Fort Apache, como La Ilíada de Homero, es un canto al heroísmo; y, como La Ilíada, no vacila en exaltar la dignidad del enemigo –en este caso, los indios apaches–, algo absolutamente novedoso en el cine de la época. La batalla final, que evoca la derrota del 7º de caballería en Little Big Horn, está montada con un sentido épico sólo comparable a su audacia técnica. Y toda la película, en fin, rebosa amor a la milicia, que para Ford era la comunidad perfecta, una especie de familia unida por vínculos más fuertes que la sangre. Nos hallamos ante una de las obras más excelsas del séptimo arte, llena de aliento humano y vibración poética, de humor irresistible y tragedia palpitante. Basta verla –volver a verla— para amar el cine, para seguir amándolo más allá de la muerte.

Que nadie ose hurgarle el culo con un palito al maestro.

 

 

 

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