CINELANDIAS: ‘La noche del cazador’, truculencias que arañan el alma
Es una mezcla de parábola bíblica y narración truculenta salpimentada de imágenes perturbadoras y sublimes. Se respira un encanto aterrador. La atmósfera es irrepetible, ponzoñosa de sexualidad enferma, malignidad pululante y fanatismo religioso, pero también perfumada de inocencia, en un cóctel lleno de ternura y misterio, morbosidad y nobleza.
Muy raramente hallamos, detrás de una película magistral, una obra literaria sobresaliente. Así ocurre con La noche del cazador (1955), única incursión del craso y prolífico actor Charles Laughton (1899-1962) en la dirección cinematográfica, basada en la opera prima homónima de Davis Grubb. Publicada en 1953, The Night of the Hunter es una de las novelas más hermosas de ese género típicamente americano que se ha dado en denominar “gótico sureño”, cultivado por autores tan ilustres como Harper Lee, Truman Capote, Flannery O’Connor, William Faulkner, Carson McCullers, Tennessee Williams o Eudora Welty. La novela de Grubb nada tiene que envidiar a las creaciones de los autores citados; incluso nos atreveríamos a afirmar que en muchos aspectos las supera.
Ambientada en los duros años de la Depresión, The Night of the Hunter es una puesta al día de los cuentos de hadas, envuelta en una aureola poética inimitable y llena de un encanto aterrador, tanto en la creación de atmósferas oníricas como en su perverso suspense, en la que destaca sobre todo la composición del personaje del pérfido predicador Harry Powell, un peligroso ogro o psicópata que emplea la religión como máscara de sus crímenes.
En la mayoría de las adaptaciones cinematográficas de obras literarias suele ocurrir que lo más esencial (que nunca es su trama, si la obra es verdaderamente grande) se desvanece, como si se hubiese evaporado en el trasiego. Charles Laughton consigue, misteriosamente, preservar y hasta intensificar los climas de la novela de Grubb, a veces pesadillescos, a veces elegíacos, con su mezcla de parábola bíblica y narración truculenta narrada al amor de la lumbre.
¿Cómo se logra este raro milagro? Habría que empezar subrayando que la novela de Grubb es extraordinariamente evocativa, salpimentada de imágenes perturbadoras y sublimes que arañan el alma y la conmueven de belleza; Charles Laughton entendió a la perfección la plasticidad de la escritura de Grubb, y la supo replicar en un guión que empezó siendo casi –en palabras de Elsa Lanchester, la esposa de Laughton– una «guía de teléfonos».
Se han comparado los aciertos técnicos que Laughton consigue en su película con los alardes de Ciudadano Kane; pero Laughton, a diferencia de Welles, no aspira a ser “genial”
Para escribir este guión, Laughton fichó a James Agee, ganador del premio Pullitzer y del Óscar por su guión de La reina de África, para entonces un dipsómano que apenas acertaba a teclear la máquina de escribir. Según todos los indicios, aunque Agee firma en solitario el guión, su autoría se debe sobre todo a Grubb y Laughton, que mantuvieron durante toda la producción una fructuosa colaboración, mientras Agee chapoteaba en la piscina fangosa del delirium tremens.
Charles Laughton, que como actor dio vida a personajes sibilinos, cínicos o refinadamente sádicos, logra en La noche del cazador una atmósfera irrepetible, ponzoñosa de sexualidad enferma, malignidad pululante y fanatismo religioso, pero también perfumada de inocencia, en un cóctel lleno de ternura y misterio, morbosidad y nobleza. A la creación de esta atmósfera única, nunca antes (ni después) cuajada en película alguna, contribuye el empleo de recursos formales propios del expresionismo, que alcanza cúspides de expresividad difícilmente igualables: el empleo de la profundidad de campo en las secuencias en las que los niños –acechados por una naturaleza ominosa– huyen en barca por el río, los contraluces sobre los que se perfila la silueta de su perseguidor o la utilización dramática de canciones religiosas que se repiten, a modo de estribillo, en la voz prodigiosa (casi preternatural) de Robert Mitchum, enmarcan un crescendo narrativo perfecto, en el que traban combate el bien y el mal, el amor y el odio, representados por la religión fanática y corrompida que encarna soberbiamente Mitchum y la religión sincera y luminosa que se personifica en la figura de la samaritana Rachel Cooper (Lillian Gish, la mítica actriz predilecta de Griffith).
En alguna ocasión se han comparado los aciertos técnicos que Laughton –con ayuda de su operador, Stanley Cortez– consigue en su película con los alardes de Ciudadano Kane; pero Laughton, a diferencia de Welles, no aspira a ser “genial” (en el sentido sombrío y megalómano del término) ni a apabullar al espectador con su repertorio de esplendores, sino que más bien trata de conducirlo hasta la intimidad de su arte muy discretamente, para después mostrarle a escondidas las maravillas que esconde.
La noche del cazador es, en efecto, una película discreta, casi tímida, que brilla como una luciérnaga en una noche de verano. De su trama no diremos nada, para no atenuar ni un ápice la magia que su contemplación producirá en los lectores que aún no la hayan visitado. Háganlo, por favor, de noche, estando ya su casa sosegada.