CINELANDIAS – ‘Perdición’: alta tensión sexual y almas abrasadas
Billy Wilder conduce con habilidad felina una historia de almas podridas, abrasadas de pecados, que acaban recibiendo su castigo. La película tiene el aliento del cine negro, suspense, grandes actores –Edward G. Robinson está inconmensurable— y un ‘algo’ especial que se llama Barbara Stanwyck.
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Como en tantas otras muestras de cine negro, en Perdición (Double Indemnity, 1944) se nos narra una historia de almas podridas, abrasadas de pecados, que acaban recibiendo su castigo. Como en tantas otras muestras de cine negro, los personajes están atrapados en una telaraña de fatalismo, fingimiento, tensión sexual y muerte. Pero hay algo que distingue Perdición de las demás; y creo que ese ‘algo’ se llama Barbara Stanwyck.
Ciertamente, Billy Wilder (1906-2002) logra conducir la historia con una habilidad felina, apoyado en un guión superlativo; ciertamente, la creación de atmósferas, la dosificación del suspense, la aportación de los otros actores –con un Edward G. Robinson inconmensurable—contribuyen al sortilegio. Pero Barbara Stanwyck es el catalizador de toda esa montaña de talentos convergentes. En cuanto aparece en pantalla, el espectador sabe que arrastrará al abismo al vendedor de seguros interpretado por Fred MacMurray.
Perdición se basa en una novela corta de James M. Cain, que había triunfado en 1934 con El cartero siempre llama dos veces. Joseph Sistrom, un productor de la Paramount, le recomendó su lectura a Billy Wilder, que quedó subyugado por la trama, raro cóctel de amoralidad, pasiones desatadas y desolado pesimismo. Para la escritura del guión, Wilder quiso contar con su habitual Charles Brackett, al que sin embargo la novela se le antojó chabacana y escabrosa; tampoco pudo contratar a Cain, que por entonces trabajaba como guionista para la Fox. Sistrom propuso entonces a Raymond Chandler, que en los últimos años había publicado una serie de novelas –El sueño eterno, Adiós, muñeca o La dama del lago— que estaban llamadas a convertirse en hitos del género.
Los intríngulis que cuenta Garci
A evocar la colaboración entre Wilder y Chandler dedica unas páginas fulgurantes José Luis Garci en su libro Noir (Notorious Ediciones), de obligada lectura para cualquier cinéfilo: al parecer, fueron más bien conflictivas, consecuencia inevitable del choque de dos temperamentos por completo disímiles; pero el dinero limó las asperezas, y el atrabiliario Chandler acató los exasperantes métodos de escritura de Wilder.
El guión resultante es una pieza maestra en su compleja composición de personajes, en su creación de climas infestados de desconfianza y perversidad, en su habilidoso dominio de la intriga, en sus diálogos incisivos, llenos de nervio y sarcasmo, y a la vez perfumados por un desasosegante hálito poético. «El crimen olía a madreselva», dice la voz en off del agente de seguros Walter Neff, interpretado por Fred MacMurray, después de su primer encuentro con Phyllis, la mujer que lo ha trastornado por completo. Y el espectador se siente también embriagado, ofuscado, transportado por el olor de la madreselva, aun sin saber cómo demonios huele la madreselva.
La relación entre Billy Wilder y Raymond Chandler, contratado como guionista, fue conflictiva. Pero el dinero limó las asperezas
Neff, un agente de seguros desenvuelto y cínico, pero a la vez laborioso y extraordinariamente cauto, no tarda ni un minuto en sucumbir a los encantos del personaje interpretado por Barbara Stanwyck, un monstruo de avaricia que le propondrá asesinar a su marido, después de que haya suscrito con la compañía de Neff una póliza de seguros. En los posteriores encuentros entre Neff y Phyllis, siempre clandestinos y siempre empapados de un sofocante deseo, asistimos a la planificación y ejecución del crimen; por supuesto, sabemos que estos dos personajes, después de revolcarse en un lecho de inmundicias morales, acabarán despedazándose el uno al otro.
Con un virtuosismo muy malévolamente electrizante, Wilder logra que compartamos las angustias de los perversos amantes cuando Keyes (Edward G. Robinson), jefe y amigo de Neff, inicie sus pesquisas, para determinar que la muerte del marido de Phyllis fue, en verdad, un accidente. La traición a la amistad de Keyes, que vemos germinar y desplegarse ante nuestros ojos, es otro de los motivos que añaden turbulencia y sordidez moral a Perdición.
Al parecer, Wilder rodó una secuencia final en la que el protagonista era ajusticiado en la cámara de gas, de una dureza extrema que amedrentó a los productores; extirpada de ese desenlace, la película gana en delicadeza e íntimo dolor, subrayados por la presencia de un Edward G. Robinson que aquí alcanza la cúspide de su talento interpretativo.
Concluida Perdición, cerramos los ojos y volvemos a ver a Barbara Stanwyck, como la reminiscencia de un sueño prohibido: vemos las inverosímiles gafas de sol que exhibe en uno de sus encuentros clandestinos con Neff en el supermercado; vemos la tira del sostén que se transparenta bajo su fino jersey de angora, mientras se besa desesperadamente con su amante; vemos la ajorca que abraza su tobillo, mientras desciende las escaleras de su casa de “estilo español”. Hay visiones que, por fugaces que sean, nunca se olvidan.