Cinexcusas: De Niro siempre está ahí
Estimado Mr. De Niro:
En días recientes volví a ver, para decirlo de manera resumida, cómo le meten un balazo a quemarropa al conductor televisivo que usted interpreta en Jocker; poco después lo vi como embustero parapsicológico en Red Lights –Poderes ocultos es como la titularon en español–, una película de hace diez años; todavía más recientemente me di el gusto de ver una vez más Angel Heart –traducida lo mismo Corazón de ángel que Corazón satánico–, en la que usted encarna al mismísimo Louis Cypher, y hace menos de una semana repetí el placer de Brazil, esa joya kafkiana-caballeresca de Terry Gilliam en la que usted interpreta al técnico subversivo Harry Tuttle.
Caí entonces en cuenta de dos hechos, que sucedieron sin el concurso de mi voluntad: el primero, que fui retrocediendo cronológicamente en su filmografía, pues los años de producción de esos filmes son 2019, 2012, 1987 y 1985; el segundo, que usted era parte del reparto, con lo cual quiero decir que no decidí ver de nuevo esas películas debido a su participación en ellas, sino por las películas en sí, pero resultó que ahí estaba usted. Esa pudo ser la razón para que el pasado miércoles 17 de agosto, cuando también sin querer me enteré de que ese día se cumplió su aniversario número setenta y nueve, me hiciera consciente de lo inconsciente, si me perdona la aparente redundancia: que usted siempre está ahí, y vuelvo a subrayarlo porque bastó un ejercicio memorístico de verdad breve y somero para recordarlo en otros diez, quince, veinte papeles, para entender que el caso de este acomodacomas debe ser idéntico al de millones de cinéfilos desperdigados alrededor del mundo entero: nuestro imaginario fílmico abunda en personajes a los que usted dio silueta, volumen, carácter y voz.
Pensé, de hecho, que cada quien tiene su propio De Niro, casi como para escoger y, en ese sentido, lo sabe usted y lo sabemos todos: quizás el más recordado sea su extremadamente solitario veterano de guerra Travis Bickle frente al espejo, pronunciando el mítico soliloquio –¿“Me hablas a mí…?”– en Taxi Driver. No es para extrañarse, pues esa segunda colaboración suya con Martin Scorsese –la primera, no menos buena por cierto, fue Mean Streets, tres años antes– es definitivamente un hito histórico cinematográfico.
Digo que no extrañará pero siempre será injusto, lo mismo en el imaginario que en el horizonte de conocimiento, reducir una trayectoria como la de usted, que rebasa las cien películas, a una sola. Para no ir más lejos, bastaría con recordar sólo las que ha hecho al lado de Scorsese, casi casi una filmografía dentro de otra y, por lo demás, envidiable para cualquier colega suyo: a las mencionadas siguieron New York, New York –saxofonista–, Toro salvaje –boxeador–, El rey de la comedia –cómico televisivo–, Goodfellas –mafioso–, Cabo de Miedo –psicópata–, Casino –apostador profesional– y, hace apenas tres años, El irlandés, donde hace de veterano de guerra, asesino a sueldo y, en resumen, un mafioso en toda regla.
Hasta este punto he mencionado sólo trece películas, apenas arriba de la décima parte de las que ha hecho; quedan en el tintero muchas otras, y no me refiero a todas ésas, inocultablemente deplorables, por culpa de las cuales no ha faltado quien ponga en duda su buen olfato actoral o, hágame usted el favor, su profesionalismo. Personalmente, pueden irse al olvido todos los Fockers, los Bullwinkles y los veteranos segundones de acción, pues nada más a un cinéfilo de cortas miras podría parecerle que esas pifias alcanzan a opacar, entre numerosos ejemplos, a su veterano de guerra de El francotirador, a su “Noodles” de Érase una vez en América, a su capitán Rodrigo Mendoza de La misión, a su enfermo de Parkinson de Despertares, así como otros no por menores menos entrañables como su delincuente prófugo de No somos ángeles, por mencionar una y ya.
¿Lo ve, Mr. De Niro? Por eso le digo que usted siempre está ahí.