Cultura

Cioran, tras un cuarto de siglo

En esa inteligencia del ateo Cioran, uno cree percibir el grave acento de san Pablo: «Muerte, ¿dónde tu victoria?»

Uno no habita un país; uno habita una lengua. Eso dice Cioran. Eso decimos cualesquiera de los que no hayamos sido del todo embrutecidos por un mundo que no habla ya, sólo repite.

Se cumplían, en 2020, veinticinco años de su muerte. Pero, en 2020, nadie andaba para conmemoraciones. Y, sin embargo, yo me pasé parte de aquel confinamiento en la compañía del hombre que a sí mismo se había declarado excedentario entre los hombres, medio siglo antes de su muerte administrativa. Quienes piensan que leer una escritura exquisitamente amarga no consuela es que jamás leyeron lo de verdad valioso: la lucidez del que no habita ya ningún país; del que habita una lengua. Sólo. Y, en ella, todas. El único país de verdad valioso. Y el solo mundo.

En el invierno parisino del 93, la Policía da con un viejo ‘clochard’ tirado en medio de la calle. No sabe qué hace allí. No conoce su nombre. Balbucea, apenas, un amasijo de palabras sin el menor sentido. Es trasladado al hospital geriátrico. Será la última residencia de Emil Cioran. Y puede que su único hogar estable, desde aquella su olvidada infancia rumana. La enfermedad de Alzheimer acompañará ya para siempre al hombre que huyó de toda compañía. Devorando, hasta en su recodo más íntimo, un cerebro mayor del siglo veinte. Morirá en ese mismo hospital dos años más tarde, en junio del 95. Ni siquiera la estoica Simone Boué, que lo acogió bajo su protección durante la mayor parte de su vida, estaba presente esa noche. La soledad y la muerte se cruzaban sobre el hombre más teológicamente inmerso en soledad y muerte que ha conocido el pensar moderno.

Un hombre libre. Sí. Como pocos, tal vez como ninguno. Pero de eso él ya no sabía nada en el hospitalario último lecho. Un hombre libre. Es decir, un hombre que no quiere olvidar sus metamorfosis. Que sabe que, en el curso del tiempo que no vuelve, todo aquello que hacemos se transfigura en una responsabilidad moral que nunca prescribe. Y esa gravedad de lo sido debe traslucirse en todo aquello que un escritor ni siquiera dice, en todo aquello que paga sólo en angustia: en la angustia de haber sido. Y no poder repararlo.

En las tormentas del siglo, el joven Cioran vivió el delirio de la emergencia fascista en Rumanía. Se exilió por eso. Por eso, cambió de lengua y escribió en francés. Pagó su deuda en silencio: porque espíritu y lengua son lo mismo. Y la carga de aquel primer extravío, Emil Cioran la sabía irredimible. Y toda su escritura es el pago del débito de aquel otro, el que ya no hablaba. Ni existía.

La lengua… No en Francia; en la lengua francesa vivió Cioran. Y a esa lengua ofrendó alguna de sus más bellas joyas. A la lengua francesa y a nosotros. O sólo a la inteligencia. En esa inteligencia del ateo Cioran, uno cree percibir el grave acento de san Pablo: «Muerte, ¿dónde tu victoria?».

 

 

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