Claudia Sheinbaum, ¿como AMLO pero distinta?
¿Claudia Sheinbaum será una mera continuadora del obradorismo? ¿Qué puede cambiar con la primera mujer en la Presidencia de México?
La presidenta Claudia Sheinbaum toma de las manos del presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, en el día de su toma de posesión en el Congreso de la Ciudad de México, el 1 de octubre de 2024. // Foto: AP | Fernando Llano
Las formidables elecciones mexicanas, tanto por su tamaño demográfico como por su importancia histórica, han venido a confirmar, una vez más, que el mapa electoral de un país nunca es la radiografía exacta de su mapa político. Sobre todo, si se trata de un país tan grande y diverso como México, cada vez más integrado a la región de América del Norte.
Desde el punto de vista estrictamente electoral, los comicios dejaron un saldo que, redondeando números, se resume en casi 60% de votos a favor del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) -con su alianza Sigamos Haciendo Historia- y su candidata Claudia Sheinbaum; 27.45% a favor de la alianza opositora Fuerza y Corazón por México, integrada por el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y encabezada por la senadora Xóchitl Gálvez; y 10.3% para la tercera fuerza política del país, el centrista Movimiento Ciudadano, que postuló al diputado Jorge Álvarez Máynez.
Una traducción política rápida, y muy repetida en esta semana, sería que «la izquierda» ganó más de la mitad de los votos y «la derecha» rondó una tercera parte del sufragio. Las imprecisiones de esa lectura serían muchas: desde aquellas que identifican elementos conservadores en el programa y el electorado del partido oficial hasta las que verifican un voto progresista por la candidatura de Gálvez o la de Movimiento Ciudadano.
El territorio político del México actual parecería dividirse, más bien, en zonas que no corresponden al volumen de esos tres electorados. Sabemos mucho sobre esta contienda, sus incidentes, irregularidades en diversos territorios, y resultados, en términos cuantitativos, pero muy poco o nada sobre las motivaciones de los votantes desde un punto de vista sociológico. A la espera de las investigaciones que vendrán, solo queda especular sobre un tema, de por sí, tan especulativo como las razones del voto.
Habría en el electorado de Sheinbaum un sector leal a Andrés Manuel López Obrador (AMLO), a Morena y a su proyecto de «Cuarta Transformación de la Vida Pública de México» (4T). Ese sector daría forma a un voto ideológico o doctrinario en el que se mezclarían muy diversos resortes: la identificación con el líder, la creencia de que México pasa por una transformación equivalente a las de la Independencia y la Revolución, o la certeza de que el neoliberalismo y la corrupción han llegado a su fin.
Del otro lado, también habría un voto ideológico, cuantitativamente mucho menor, en aquellos que votaron contra Claudia Sheinbaum porque piensan que con ella se consuma una regresión autoritaria o el tránsito a una autocracia y que el suyo será un mandato títere de AMLO. En unos casos, esa motivación se resume en la analogía de la vuelta al régimen de presidencia imperial y partido hegemónico del PRI, o más concretamente, al Maximato marcado por la influencia de Plutarco Elías Calles (1928-1934); en otros, más fantasiosos, se llega a anticipar una deriva de tipo venezolana o cubana.
El peso real de las ideologías o las iconologías de las izquierdas latinoamericanas y caribeñas, en el siglo XXI, no debe ser subestimado, pero tampoco absolutizado. De ahí que no haya que descartar la presencia de un voto popular o clase media más transversal, lo mismo por Morena, la alianza opositora o el Movimiento Ciudadano, que procedió por motivos concretos, en relación con cuán bien o mal les fue durante estos años a sus votantes. Por ejemplo, los beneficiados por los programas sociales y el aumento del salario mínimo, que votaron por Sheinbaum, o los damnificados por la «austeridad republicana», los recortes presupuestales o el pésimo desempeño de las instituciones de salud durante la pandemia, que votaron por candidaturas de oposición.
A esos tres tipos de votos podría agregarse un cuarto, también transversal, ideológicamente más localizado en el umbral intermedio que va de la centroaizquierda a la centroderecha, en todos los niveles de ingreso del país. Ese cuarto votante sería aquel que marcó la opción de Sheinbaum no por ninguna de las razones apuntadas más arriba, sino porque piensa que la nueva presidenta puede continuar lo positivo del gobierno de López Obrador y, a la vez, distanciarse de lo negativo y abrirse a agendas postergadas en este sexenio.
En ese lugar estarían quienes se han hecho expectativas con el liderazgo de Sheinbaum, hayan votado o no por ella. Por un lado, estaría el voto de las mujeres que consideran que el gobierno de López Obrador dio la espalda o descuidó al movimiento feminista, al que descalificó junto a los ambientalistas y los defensores de los derechos de los pueblos originarios, como miembros de una sociedad civil desestabilizadora y entreguista. También ahí se inscribiría el voto femenino que, en su cuestionamiento de la militarización y las políticas de seguridad, señala el maltrato a las «madres buscadoras de desaparecidos» y el desinterés por las mujeres víctimas de la escalada de violencia.
También podría localizarse ahí el voto ecologista o ambientalista, sobre todo, entre los jóvenes. Es evidente que la trayectoria académica de Sheinbaum, científica especializada en políticas de contención del cambio climático y el calentamiento global, genera esperanzas en la ciudadanía más politizada en términos ecológicos. Ni el feminismo ni el ambientalismo tuvieron un relieve importante en el programa y la campaña de Sheinbaum, más enfocada en transmitir continuidad, pero de ella se esperan mayores avances en ambas temáticas.
Otro segmento a inscribir en el repertorio de motivaciones de un votante de Sheinbaum no fascinado con la figura de AMLO o leal a la 4T sería el de la política hacia las ciencias y las humanidades. Este ha sido un sexenio brutal para la comunidad académica e intelectual de México por los recortes, las nuevas regulaciones no debidamente consensuadas y las medidas concretas de hostigamiento del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología (Conahcyt) contra el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav) y otros centros de investigación de excelencia del país.
A esa hostilidad perfectamente documentable habría que agregar el pleito personal del presidente López Obrador con intelectuales, académicos, periodistas y activistas que cuestionan su gobierno. Ese pleito, diariamente renovado en las conferencias mañaneras y amplificado por el creciente círculo mediático del gobierno, ha dotado a este gobierno de un perfil antiintelectual, que muchos ven en las antípodas de la formación y el talante de la nueva presidenta.
Por último habría que incluir dentro de ese horizonte de expectativas la política exterior y la gestión diplomática. Otra área donde el obradorismo deja un saldo negativo es la de las relaciones internacionales, en las que México ostenta una brillante tradición tanto en el diseño como en la ejecución. La extraña política exterior de este gobierno de izquierda ha sido acríticamente dependiente del vínculo con Estados Unidos, casuística o paternalista con América Latina y el Caribe, y desentendida o marginal con Asia, África y Europa.
Tampoco hubo muchos indicios de corrección de ese rumbo en el programa y la campaña de Sheinbaum, pero la forma en que la mandataria electa ha conducido sus comunicaciones con líderes del mundo en estos días podría augurar un cambio. La presidenta ha conversado con representantes de organismos internacionales y ha agradecido puntualmente felicitaciones de Joe Biden y Emmanuel Macron, de Luiz Inácio Lula da Silva y Volodímir Zelenski, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA), de Evo Morales y Luis Lacalle Pou. Su tono cordial y sereno produce un claro efecto de contraste con su antecesor y apunta a una interlocución más plural o menos ideológica con todos los gobiernos de la región.
No habría que esperar, con Sheinbaum, un giro en la política exterior mexicana que lleve al cuestionamiento público de la violación de derechos humanos en Cuba, Venezuela o Nicaragua, pero sí, tal vez, menos intimidad con el Grupo de Puebla, que por momentos ha parecido dictar la estrategia del actual gobierno hacia América Latina y el Caribe. También sería razonable esperar una elusión de querellas personales como las de López Obrador con varios mandatarios de Suramérica y una recuperación de los altos niveles de diálogo diplomático de México con regiones estratégicas como Asia-Pacífico y Europa.
*Este artículo se publicó originalmente en La Razón, de México.