En una notable entrevista concedida el domingo a La Tercera, Isabel Allende, la tercera hija del Presidente Salvador Allende -que alguna vez asomó como posible candidata presidencial del Partido Socialista-, realizó la siguiente afirmación: “Siento que el proyecto de la Unidad Popular era viable”. Más allá de ese sentimiento inevitable -sería inimaginable que la hija de quien presidió ese gobierno tuviera otra opinión-, ¿era de verdad viable el proyecto de la Unidad Popular?
La propia ex senadora agrega antecedentes que más bien conducen a la conclusión contraria. La falta de un acuerdo estratégico entre los partidos de la coalición, que ella menciona, ocupa un lugar central en ese teatro de operaciones de inicios de los setenta, sobre todo en un gobierno que se quiso revolucionario, una revolución “demasiado institucional para los revolucionarios y demasiado revolucionaria para los institucionales” en palabras de Daniel Mansuy (de su reconocido libro “Salvador Allende”).
Esa ambigüedad, que nunca fue resuelta en el corto tiempo que gobernó la Unidad Popular, bastaba para poner a esa administración en un serio problema. Por cierto, semejante carencia pondría en dificultades mayores a cualquier gobierno, pero mucho más a uno que se proponía alcanzar el socialismo desde una posición política indiscutiblemente minoritaria. Isabel Allende lo reafirma en sus propias palabras: “Eso exigía tener mayorías sociales, culturales, políticas, no ahuyentar a sectores que inicialmente parecían mirar el proyecto con interés y cariño, y que después, se fueron asustando”. Las diferencias estratégicas en el seno del gobierno eran profundas y a medida que avanzaba con su programa afloraban cada vez con más fuerza desde el interior de la izquierda gobernante.
Sin ir más lejos, algo semejante ocurre en el actual gobierno -la falta de un acuerdo estratégico-, pero las disyuntivas que ha enfrentado respecto a la superación del neoliberalismo, a la que aspira, son mucho menos dramáticas que las que afrontó Salvador Allende.
En esos años la violencia y el enfrentamiento era una de las alternativas para alcanzar el socialismo y fue abiertamente proclamada por algunos de los líderes de la Unidad Popular. En la actualidad transformaciones de ese tenor, incluso las más amplias que sea dable imaginar, sólo podrían tener lugar por la vía institucional. De hecho, la radical propuesta de la Convención Constitucional, que iba a ser la base para proyectar e impulsar la acción del gobierno de Gabriel Boric, fue elaborada en un proceso impecablemente institucional y su fracaso en las urnas fue también el resultado del imperturbable funcionamiento de las instituciones.
Pero si la falta de un acuerdo estratégico fue un defecto casi insalvable para la continuidad de la Unidad Popular, la desastrosa gestión de la economía fue a todas luces el factor decisivo. La hiperinflación descontrolada, el desabastecimiento y el descalabro de la producción -producto de las requisiciones y tomas de empresas- alcanzó tales niveles que hacia 1973 una solución en el corto plazo o mediano plazo se había tornado políticamente impracticable. El proyecto de la Unidad Popular tenía en su política económica, ahora lo sabemos bien, el germen de la inviabilidad, lo que quedó de manifiesto con inusitada rapidez. Ya en 1972 “la crisis económica había tocado a sectores muy amplios de la población”, según relata Daniel Mansuy en su libro.
La cuestión es si esa inviabilidad -cuando ya para 1973 el proyecto estaba hecho trizas y el país se hacía ingobernable-, pudo tener una salida institucional, a la manera como el sistema político encontró una salida a la crisis del estallido social en la madrugada del 15 de noviembre de 2019. Los esfuerzos en tal sentido, que los hubo hace 50 años, resultaron penosamente fallidos. Si los protagonistas de entonces hubieran intuido siquiera la tragedia que estaba a punto de desencadenarse las conversaciones seguramente habrían tenido otro destino. Pero eso mismo habría requerido de parte de ellos reconocer la inviabilidad del proyecto de la Unidad Popular. En cambio algunos optaron por “avanzar sin transar”.
Y es así, como escribe Mansuy estremecedoramente, “la mañana del 11, Allende se dirige a La Moneda a encontrarse con su destino”. También el país, que no supo salir del feroz atolladero en el que se había metido, para evitar el pavoroso quiebre de nuestra democracia.