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Coixet: Kebabs, ‘panini’, tacos, ‘sushi’

Francia, un país en el que la gastronomía posee una importancia capital, tiene un pequeño –o grande, según el mundo macronista/lepenista– problema: a los jóvenes les importan poco los clásicos de la cocina francesa y se vuelcan en cualquier clase de comida callejera que no sea la suya propia. Hoy, en cualquier ciudad de Francia de talla media, hay colas en lugares donde despachan kebabs, focaccias, tacos, arancini y, por encima de todo, cualquier simulacro de comida japonesa, sea ramen, sushi, takoyaki u onigiri.

La palma se la llevan los locales que fusionan todo y que igual te sirven un kebab de pollo al curry con patatas con allioli que un taco con queso y salmón, acompañado de patatas con salsa japonesa, que no es más que allioli al que le han añadido un poco de salsa de soja. Y algo que podría ser sésamo: preguntado, el empleado del populoso local que servía tamaños despropósitos en el centro de la ciudad de Toulouse, no supo darme razón. El french-japo taco poseía la consistencia de una caja de cartón de embalar y el sabor y el olor del agua de limpiar el pescado. Eso sí, por 6 euros te dan un taco digno de aparecer en el Guinness por su espectacular tamaño. 

 

Hay quienes al visitar Japón se quejan de que todo tiene un sabor diferente y prefieren el ‘sushi’ o el ‘ramen’ de sus países de origen

 

Confieso que una vuelta por el centro de la ciudad de Toulouse en pleno fin de semana me ha dejado perpleja: había colas en varios locales de street food japonesa con gente vestida de otaku o de princesita Mononoke, spritzerías, foccacerías, hasta lugares donde servían exclusivamente ñoquis para llevar con las más variopintas salsas (la española: tomate con pasta de anchoa y aceitunas negras), puestos de nems, crêpes japoneses y, por supuesto, los ubicuos bubble tea, seguramente la bebida más insípida que ha creado la humanidad. Un público mayoritariamente joven llenaba entusiasmado todos estos locales y parecía ser indiferente a las horas de cola. Diría que no ocurre lo mismo en los centros históricos de las ciudades españolas, donde todavía las rutas de tapas autóctonas (con más o menos creatividad) hacen furor entre gente de todas las edades y los lugares de comida callejera de otros países tienen una importancia residual. 

Entiendo bien la japonofilia: soy una víctima de ella y sólo el respeto a mis contemporáneos me impide vestirme de otaku, pero amar Japón no es sólo ponerse ciego de sushi en un buffet libre, beber bubble tea de matcha o pasarse la vida leyendo manga. Igual que amar Italia no es desayunar con tiramisú regado de spritz. 

Reducir el amor a estos países a un vago simulacro de su comida es hacerse un flaco favor: hay personas que al llegar a Japón se quejan de que todo tiene un sabor y un olor diferentes y prefieren el sushi o el ramen de sus países de origen. A todos ellos yo les diría que más vale una buena croqueta casera que todas las piezas de sushi que languidecen durante horas en los buffets libres japoneses –regidos por coreanos o chinos donde trabajan cocineros pakistaníes que jamás han estado en Japón– que invaden nuestras ciudades y que tienen de orientales lo que yo de sueca.

 

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