Coixet: Los días que arden
A veces pienso que el calor tiene memoria. Que recuerda todos los veranos en que era solo una molestia pasajera, cuando bastaba con un ventilador de pie y la promesa de que esto también pasaría. Ahora el calor se queda, se instala como un invitado grosero que nunca se va, que hace que el aire se sienta espeso como miel caliente en los pulmones.
Bezos ha comprado una isla, Zuckerberg construye búnkeres subterráneos… Saben lo que viene. Han hecho los cálculos
Hoy he visto las imágenes de otro incendio. Las llamas lamiendo el cielo como lenguas sedientas, los animales huyendo por carreteras que se derriten bajo sus patas. Y he pensado en esa sensación que todos compartimos pero de la que rara vez hablamos: la de saber que algo terrible está pasando y no poder hacer nada para detenerlo.
Es una impotencia muy particular, muy de este siglo. No es la impotencia ante la muerte o la enfermedad, esas tragedias íntimas que siempre han acompañado a los humanos. Es la impotencia ante algo que tiene nombre y apellido, ante decisiones que otros toman en salas refrigeradas mientras nosotros sudamos en el metro.
Jeff Bezos ha comprado una isla. Mark Zuckerberg construye búnkeres subterráneos con aire acondicionado y sistemas de purificación de agua. No lo hacen en secreto; lo hacen con la naturalidad de quien compra un paraguas cuando ve que se acercan las nubes. Saben lo que viene. Han hecho los cálculos.
Y nosotros, mientras tanto, seguimos llevando nuestras bolsas de tela al supermercado, discutiendo si es mejor ducharse un minuto menos o usar el lavavajillas solo cuando esté lleno. Pequeños gestos que nos tranquilizan, que nos hacen sentir que estamos del lado correcto de la historia. Pero, en el fondo, sabemos que es como intentar vaciar el mar con un dedal.
Lo que más duele no es el calor en sí. Es la certeza de que este calor tiene dueños. Que hay personas que podrían cambiar el rumbo de las cosas, pero que han decidido, con la frialdad de quien hace una inversión inmobiliaria, que es más rentable adaptarse al desastre que evitarlo.
Me pregunto si ellos también sienten el peso del aire espeso cuando salen a la calle. Si sus hijos les preguntan por qué el mundo se está volviendo inhabitable. O si ya viven en una burbuja tan perfectamente climatizada que han olvidado cómo se siente el sudor en la frente.
Hay algo obsceno en todo esto. En saber que, mientras nosotros nos preguntamos si podremos pagar la factura de la luz este mes, ellos invierten millones en crear microclimas privados. En saber que el mismo dinero que gastan en asegurar su comodidad futura podría financiar la transición energética que todos necesitamos.
Pero quizás esto siempre ha sido así. Los poderosos siempre se han salvado primero del barco que se hunde, solo que antes no teníamos la tecnología para verlo en tiempo real, para que nos llegaran las imágenes de sus refugios paradisíacos mientras nosotros intentamos encontrar una sombra donde refugiarnos.
El calor seguirá. Los incendios también. Y ellos seguirán construyendo sus arcas privadas mientras nosotros aprendemos a vivir en un mundo que arde lentamente, con la elegancia terrible de quien sabe que no tiene a dónde huir.