Coixet: Setecientos millones de parpadeos
Ryuchi Sakamoto
Si mueres antes de cumplir 85 años, habrás llegado a parpadear setecientos millones de veces, excepto si tienes tendencia a parpadear mucho (mi caso), que es posible que esa cifra llegue a los novecientos millones. En la consulta del oculista hay personas que se quitan las gafas para leer, otras se las ponen. Sale gente a la que le acaban de operar de cataratas, otros entran. Muchas personas hablan de sus dolencias con los ojos, otras aprovechan para quejarse del tiempo de espera o se quejan de lo quejicas que son los franceses. Una mujer habla a grito pelado con los auriculares puestos. De su boca salen auténticas perlas: «Yo me cago en el dinero entre comillas» y «qué poca pena me da la pena de él». En otras circunstancias le sugeriría que guardara sus brillantes pensamientos para ella misma o se los enviara a algún autor de letras de reggaetón. En esta sala de espera me limito a colocarme los auriculares para escuchar a Ryuichi Sakamoto, concretamente el tema de la película Babel, que me lleva lejos de la mujer de las perlas y de aquí mientras me hacen efecto las gotas para dilatar la pupila.
No volví a verlo hasta hace cuatro años en Nueva York. Tenía el pelo blanco y mostraba en su cara las huellas de la enfermedad que padecía. No le dije que nos habíamos conocido en otra época, en otra ciudad, en otra vida
Conocí a Sakamoto en la Barcelona del 92, en la Rambla Catalunya, delante del cine Alexandra. Me acuerdo porque yo era una fan de la Yellow Magic Orchestra y de Merry Christmas, Mr. Lawrence, y Ryuichi me parecía el hombre más atractivo y talentoso del planeta. Nos presentó Pepo Sol, que le había traído para que compusiera un tema para las Olimpíadas de Barcelona. Lo vi tres veces más y, entre nuestras respectivas timideces, su escaso inglés y mi escaso en ese momento japonés, sólo alcanzamos a hablar de las bellezas de Tokio y Barcelona y de nuestro amor compartido por Robert Bresson, interrumpiendo largos silencios. Atesoro esos momentos vacíos con cariño. El peso de lo que no dijimos llenaba el tiempo con significados que sólo eran explícitos cuando sonaba ese tema que compuso para Barcelona y que no puedo recordar si se utilizó alguna vez.
Nunca volví a verlo hasta hace cuatro años en un coffee shop en Nueva York. Tenía el pelo blanco y mostraba en su cara las huellas de la enfermedad que padecía en aquel momento. No le dije que nos habíamos conocido en otra época, en otra ciudad, en otra vida. No me atreví a decirle cuán importante su música había sido para mí. No me atreví a recordarle que la última noche que pasó en Barcelona le enseñé que ‘watashi’ en español se dice ‘yo’ y fue la primera vez que lo vi reír y repetir «yo» mientras yo repetía «watashi» y que cuando escucho muchos de sus temas musito «watashi» y entonces me pongo a llorar y pienso en todas las cosas que no he visto porque parpadeo demasiado. Afortunadamente, la gente de la sala de espera atribuye mis lágrimas a las gotas para dilatar la pupila y no me hacen caso.
La mujer del dinero entre comillas sale del despacho de la doctora y ya es mi turno.
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