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Coixet: ‘Tóxico’ no es un sinónimo

Antes eran malas personas, cabrones, hijos de su madre, chungos… ahora los llamamos  ‘tóxicos’. Como si intentáramos con un vocablo más o menos neutro amortiguar la violencia de nuestras opiniones. Noto una ola de sanitización de las palabras, un intento de exorcizar la rabia que a menudo sentimos. Lo mismo pasa con otros lugares comunes que, reconozco, me sacan de mis frágiles casillas. «Gestionar las emociones». Arggggg.

Las gestiones son cosas que hacen los gestores: los que te ayudan con la declaración de la renta o te orientan por las procelosas aguas de las administraciones públicas. Las emociones se sienten. Las podemos maquillar, arrinconar, enterrar, hacer como si no están, pero ¿gestionar? De nuevo, una palabra cuya intención es desmontar la fuerza de lo que sentimos. Como si camuflándola pudiéramos permitirnos pasar de puntillas por encima de ella, de la emoción.

Las emociones se sienten. Las podemos maquillar, arrinconar, enterrar, pero ¿gestionar? De nuevo, una palabra que busca desmontar la fuerza de lo que sentimos

El esquelético vocabulario de los manuales de autoayuda escritos por un coach con ayuda de sus colegas, los chatbots, ha invadido todas las esferas del lenguaje. Escuchas o lees entrevistas de famosos cantantes o filósofos de nuevo cuño y sólo afloran ristras de tópicos y lugares comunes: salud mental, superación, proactividad, los peligros de las redes (esas redes que siempre arden, aunque llueva), autocuidado, naturalidad… No quiero aquí alabar el exabrupto, pero reconozco que prefiero los tacos a las palabras vacías que dicen aún menos de lo que enuncian.

El lenguaje político es asombroso en ese sentido: ningún portavoz o representante político escapa a esta catarata de necedad, empezando por las fórmulas que inician los discursos: «los ciudadanos y las ciudadanas», «la situación de bloqueo institucional», «la rica y plural realidad democrática», «el bienestar de todos gracias a las políticas sociales», «España en el punto de mira», «el bien común». Este último concepto me hace siempre saltar de mi asiento: ¿de qué hablamos cuando hablamos de ‘bien común’? ¿Puede existir un bien común cuando las desigualdades sociales son abismales? ¿Hablamos en realidad de un ‘regular común’?, ¿de un ‘ir tirando común’?

Otra cosa que me hace dar vueltas a la cabeza tipo niña de El exorcista es cuando escucho el baile de cifras que utilizan todos y cada uno de ellos. De hacer caso a todas las cifras, viviríamos a la vez en el país más próspero del mundo y en el más miserable, en el lugar donde más igualdad existe y en el que menos. Lo peor es la sensación de que la verdad sobre estas cifras está en otro lado. Igual que ese ‘bien común’, que se escurre cuando queremos acotarlo, como el jabón mojado en la bañera. Y la sensación de que ellos, los que utilizan las cifras en un sentido o en otro, saben perfectamente que esta dialéctica de besugo no convence a nadie. Estamos ante un desfile donde todos, incluido el público, estamos desnudos. Una vez más, es triste acercarse a las urnas con desgana, con desaliento y con pereza, para votar a los que menos urticaria nos provoquen.

 

 

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