Gente y SociedadOtros temasViolencia

Colombia, el nuevo narcotráfico

ABC viaja al Bajo Cauca, uno de los rincones más violentos del país, donde grupos armados y narcotraficantes aprovechan el acuerdo de paz con las FARC para ganar territorio

Colombia vive un profundo descontento social. Los manifestantes han vuelto a tomar las calles que abandonaron durante la pandemia tras meses de protestas. El gobierno no aprovechó la tregua para atender la insatisfacción de la gente por la desigualdad, la violencia política y la inseguridad que soporta desde hace años. «En ninguna parte del país se puede vivir. Aquí, si no te persigue el gobierno, te persiguen la guerrilla o las bandas criminales. Hay que salir a las calles con pandemia o sin ella. Aquí no nos podemos quedar toda la vida como desplazados, perseguidos o pobres», relata a ABC Efraín Palencia, un transportista que viajaba a Medellín para sumarse al paro nacional.

Las calles reflejan el agravamiento de la situación. En Bogotá, la capital de Colombia, se ha triplicado el número de personas que sufren pobreza extrema, pero en las zonas rurales, donde vive el 32 por ciento de la población, es todavía peor. El informe sobre Pobreza Monetaria en Colombia del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) señala que la pandemia de Covid-19 ha empujado a otros 3,5 millones de habitantes al abismo de la pobreza.

Los colombianos han tenido que sobrevivir a la guerra civil más larga del continente. Cinco décadas que han dejado un cuarto de millón de muertos, un sinfín de heridos, 70.000 desaparecidos y más de cinco millones de desplazados internos, según datos de Acnur. Hasta ahora, los únicos ganadores han sido los grupos armados y las actividades ilegales, que se han concentrado en las regiones estratégicas y más ricas en recursos, ejecutando secuestros, extorsiones, reclutamiento de menores, homicidios, migración forzada, ajustes de cuentas y confinamiento, y controlando de forma violenta la vida cotidiana de la población. Estos grupos irregulares imponen sus propias reglas, controlan a los civiles, manejan a su antojo los recursos naturales y reinventan el manejo del narcotráfico.

El proceso de paz firmado en 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) prometía la disminución de la violencia, al menos en las zonas más castigadas por el conflicto. Sin embargo, los territorios abandonados por el grupo han sido tomados por células residuales de las FARC, nuevas bandas criminales y viejos rivales, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Todos libran una batalla por el control de comunidades y territorios aislados, y se lucran con las mismas actividades que financiaron a las FARC, como el narcotráfico, la extorsión o la extracción ilegal de oro. Unos mil residuales de las FARC, que rechazan el acuerdo de paz por varios motivos, gobiernan de facto diversos territorios clave para el narcotráfico. Las nuevas fuerzas guerrilleras compiten con las bandas por las lucrativas rutas de la droga.

La segunda mayor fuerza guerrillera de Colombia, el ELN, ha conquistado nuevos espacios, sobre todo a lo largo de la costa del océano Pacífico. Las Autodefensas Gaitanistas, mejor conocidas como Clan del Golfo, son actualmente el mayor grupo paramilitar del país. Creado para combatir a las FARC, hoy tiene unos 2.000 combatientes, según informes de inteligencia militar, y mantiene una batalla campal con el grupo autodenominado los Caparros.

Los cárteles mexicanos, como Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, han financiado disputas territoriales en Colombia y suministrado armas a grupos criminales con el propósito de hacerse con los territorios antes controlados por las FARC y abastecerse de cocaína, según la Fundación Paz y Reconciliación (Pares).

Esta fundación reveló que los grupos de crimen organizado mexicano han fortalecido a grupos armados colombianos como el Clan del Golfo, los Caparrapos, los Pachenca, el Ejército Popular de Liberación-EPL (los Pelusos) o los grupos armados post-FARC, especialmente del suroccidente del país. Colombia tiene una codiciada cifra de 212.000 hectáreas de coca, el origen del interés de los cárteles.

«El Estado colombiano, en la denominada transición (a la paz), no logró hacerse presente en regiones neurálgicas como el Bajo Cauca antioqueño, la zona pacífica del Nariño, la Cauca o el Chocó. Sí lo hizo la ilegalidad, que se ha disputado a sangre y fuego, durante estos años, el control de las rutas del narcotráfico. Allí se han alimentado los cárteles mexicanos», detalla Pares.

 

 

Una unidad de Infantería de la Marina de Colombia realiza un retén para controlar el trafico fluvial de mercancias y personas hacia la región minera del Alto Nechí
UNA UNIDAD DE INFANTERÍA DE LA MARINA DE COLOMBIA REALIZA UN RETÉN PARA CONTROLAR EL TRAFICO FLUVIAL DE MERCANCIAS Y PERSONAS HACIA LA REGIÓN MINERA DEL ALTO NECHÍ. ÁLVARO YBARRA

 

 

El centro de la violencia

ABC viajó al Bajo Cauca antioqueño para entender desde el terreno el avance de los grupos armados que se han aprovechado del acuerdo de paz para ganar territorio. Considerado uno de los rincones más violentos de Colombia, es un amplio territorio al norte del departamento de Antioquía, famoso por ser un bastión de la minería, la ganadería y con un incesante intercambio comercial, con epicentro en el municipio de Caucasia. Su riqueza ha sido un gran atractivo para los empresarios y cazadores de fortuna. De hecho, fue una de las primeras zonas colonizadas por los españoles en el siglo XVI.

La zona del Bajo Cauca es la unión entre la costa del Atlántico y Antioquia, una región donde se puede disfrutar de paisajes verdes, valles infinitos, ríos vistosos y puestas de sol increíbles. Cuesta imaginar que una geografía tan hermosa esconda tantas historias bañadas en sangre y crimen, pues los índices de violencia contra la población están disparados. Un ejemplo es el caso de Luis Octavio Gutiérrez, un hombre que trabajaba como gerente de un hospital en Caucasia y que fue asesinado en abril por denunciar la corrupción de la entidad.

«¡Imagínese! Es una pena que mataran a ese médico, pero aquí los valientes no duran. Si acá nos ven hablando con forasteros, nos ponemos en peligro todos», explica Iván Cajonal, un transeúnte de la avenida principal de Caucasia.

Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), el Bajo Cauca fue en 2020 el lugar con mayor número de muertes violentas. La región alcanzó los 145 homicidios por 100.000 habitantes, por encima de la ciudad mexicana de Tijuana, considerada la más peligrosa del mundo. Además, la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) ha comparado la violencia que sufren los periodistas de la zona con la de reporteros en zonas de guerra como Siria e Irak. Si se investigan temas como la corrupción o el crimen organizado, las pesquisas suponen una actividad de alto riesgo.

A Leiderman Ortiz, un periodista y activista político que en Caucasia escribe y edita noticias en el periódico ‘La Verdad del Pueblo’, las bandas criminales le han intentado asesinar en varias ocasiones. Hoy vive con chaleco antibalas, un coche blindado y acompañado por escoltas que lo siguen día y noche, en una casa oficina donde transcurre la mayor parte de su tiempo. «Mi lucha es denunciar, limpiar el territorio y hacer algún día de este sitio un lugar apacible», explica. «La presencia latente de estructuras narcotraficantes, de microtráfico, minería ilegal y extorsión lo convierten en un lugar donde es muy difícil vivir».

Los desplazamientos constantes, las matanzas, los vehículos incendiados en las carreteras, los problemas provocados por la sustitución de cultivos y la zozobra permanente que padece la población, han hecho que el propio presidente de Colombia, Iván Duque, creara hace año y medio un mando conjunto del Ejército y la Policía, el Aquiles, para acabar con la criminalidad. Lo componen unos 5.000 hombres.

A finales de 2020, Colombia siguió registrando el mayor número de desplazados internos, con cerca de ocho millones, según las estadísticas oficiales. Esa cifra, sin embargo, proviene del total acumulado del Registro de Víctimas, que comenzó en 1985.

 

 

Un operativo de rutina por uno de los barrios más conflictivos. La ciudad es uno de los puntos más calientes de Colombia. Controlada por el Clan del Golfo, la población sufre extorsiones
UN OPERATIVO DE RUTINA POR UNO DE LOS BARRIOS MÁS CONFLICTIVOS. LA CIUDAD ES UNO DE LOS PUNTOS MÁS CALIENTES DE COLOMBIA. CONTROLADA POR EL CLAN DEL GOLFO, LA POBLACIÓN SUFRE EXTORSIONES. ÁLVARO YBARRA

 

Confluencia criminal

Las autoridades coinciden en que en el Bajo Cauca confluyen diversas actividades ilegales, lo que convierte a la región en una zona importante para los grupos armados ilegales y explica su enfrentamiento por el control del territorio. La batalla para dominar las 20.000 hectáreas de la coca, las narcorrutas y la propiedad de la tierra aparecen en todos los análisis sobre la violencia descarnada de la zona.

El brigadier general de la Séptima División del Ejército, Juvenal Díaz, señala que «por la ubicación del Bajo Cauca, quieren sacar el tema de la droga hacia Venezuela, el mar Caribe, a través de Urabá, o al Pacífico, a través del norte de Chocó». También asegura que, en 2020, se erradicaron 3.106 hectáreas de hoja de coca. Hasta principios de mayo, fueron 646 hectáreas. «El mayor número de las sembradas en Antioquía -añade- se concentra en el Bajo Cauca y varias poblaciones del departamento de Córdoba».

El Ejército mantiene desplegados a más de 1.200 soldados, dedicados exclusivamente a erradicar a mano las matas de coca. A lo largo de este año, se han destruido una docena de laboratorios para el procesamiento de esa sustancia. Sin embargo, pese a las cifras en apariencia exitosas que presentan los militares, la situación no parece mejorar.

En la región, la gente siente que los grupos al margen de la ley consiguieron ganar la batalla al Estado hace años. «Aquí, el desplazamiento se siente con fuerza. Los pueblos están solos». Todos esos barrios a orillas del Cauca están prácticamente desocupados. «Mientras tapan un hueco, se abre otro», cuenta un habitante de Montería, capital del departamento de Córdova, que pidió el anonimato.

 

 

 

Álvaro Ybarra
ÁLVARO YBARRA

 

La fiebre del oro

En los barrios más marginales de Caucasia, grupos de jóvenes desocupados pasan el tiempo en las esquinas de las calles, bebiendo, jugando al dominó y escuchando vallenato. Muchos esperan ser reclutados por las bandas criminales, aunque eso implique jugarse la vida trasladando droga por el río Cauca. Confiesan que hay pocos incentivos por parte del gobierno, pues no ganan lo suficiente y no pueden mantener a sus familias.

Sin importar la edad, hombres y mujeres se introducen en lo más profundo de las montañas y se aventuran a sembrar coca. «Una hectárea de coca puede producir una ganancia de 40 millones de pesos al año, unos 12.500 dólares», explica Carlos, un joven desplazado de 25 años. En Colombia, el salario mínimo es de 250 dólares, pero en las regiones más pobres muchos no ganan esa cantidad.

El Bajo Cauca antioqueño es un reducto minero, lo que ha atraído a empresarios, mineros ilegales y grupos armados. Algunas de las consecuencias ambientales han sido la deforestación sin tregua y devastadora, la contaminación de las aguas y el abandono de las actividades agrícolas. Lo cierto es que Colombia vive una nueva fiebre del oro, en la que mineros tradicionales, multinacionales, guerrilleros, campesinos y narcotraficantes se disputan el valioso mineral.

La tala de bosques y la erosión provocada por las retroexcavadoras y los llamados ‘dragones’ -las grandes máquinas flotantes de minería aluvial que chupan los lechos de los ríos en busca de oro, causando la sedimentación y la desviación de las aguas a la vez que las envenenan con mercurio– son algunos de los problemas más graves a los que se enfrenta el territorio. De hecho, según la ONU, Colombia ya es uno de los mayores contaminadores por mercurio del mundo. Además, algunos estudios han señalado que en municipios del noroeste de Antioquía los niveles de ese metal superan mil veces los máximos recomendados por la Organización Mundial de la Salud.

Rubén Darío Vélez se busca la vida en un charco de agua amarillenta en la vereda Asturias, en el municipio de Cáceres. Comenta que se ha dedicado al ‘baraqueo’, como se conoce en Colombia a esta modalidad de minería artesanal, desde hace casi cuatro décadas. «Aquí, sobrevives sembrando coca o sacando oro», advierte. «Igual, todos te van a perseguir».

Subida de precio

A las afueras de Caucasia, se concentra gran parte de la producción aurífera del país. La economía de esta zona es un círculo vicioso. «Cuando atacan la coca, trabajas con oro, y cuando atacan el oro, trabajas con la coca», añade Vélez. El valor del mineral ha aumentado cada año durante los últimos once.

El incremento del valor del oro ha convertido la minería en una opción atractiva para los grupos armados ilegales que controlan o se financian con el narcotráfico, incluyendo a las guerrillas históricas. Las minas, que ya no eran rentables, han vuelto a ponerse en funcionamiento, y las explotaciones mineras se han multiplicado sin ningún tipo de regulación.

La Dirección de Información, Análisis y Reacción Inmediata (Diari), de la Contraloría General de la República, identificó que, para 2019, los departamentos de Antioquia, Cauca y Chocó concentraron, en promedio, el 58 por ciento de la explotación de oro de aluvión ilegal en el país. Para la Contraloría, el Bajo Cauca antioqueño supone la mayor alerta ambiental, al presentar una alta concentración de minería ilegal y cultivos de coca.

Un funcionario de Inteligencia revela a este diario que, en el Bajo Cauca, el oro es la nueva coca, el motor que mueve la economía legal e ilegal de la población. Señala que todos los negocios deben pagar una extorsión. De los más pequeños a los que venden oro, incluso las empresas transnacionales que operan legalmente en la extracción de mineral con grandes maquinarias. Las organizaciones criminales hicieron cuentas y concluyeron que, en tiempos de guerra contra la coca, es mejor dedicarse al oro.

«El cobro de vacunas puede ir desde los 100 dólares hasta los 50.000. Las bandas criminales, como Clan del Golfo y los Caparros, son las que mayor provecho sacan dentro del negocio», señala el funcionario. La minería ilegal es un lucrativo negocio: un gramo de oro cuesta en Colombia entre 40 y 58 dólares, tres veces más que uno de coca. «El oro -añade- es un producto casi perfecto para el lavado de dinero. Es legal, su valor es muy alto en relación con su peso y volumen, es fácilmente fundible, no tiene olor y es difícil rastrearlo».

Lo que sucede en la región refleja lo que ha ocurrido en el resto del país en la última década. Según el funcionario, el dinero que proviene del oro «reemplazó al narcotráfico como el principal método de financiación de los grupos al margen de la ley». El estudio ‘Hacia una minería de oro transparente en Colombia’, presentado por el Global Financial Integrity (GFI), la Alianza por la Minería Responsable (AMR) y el Centro de Estudios del Trabajo (Cedetrabajo), reveló que los flujos financieros ilícitos de esta actividad entre 2010 y 2018 superaron los 5.600 millones de dólares.

Otro dato llamativo es que la minería aurífera ya no es una explotación exclusiva de algunos municipios. De acuerdo con la Asociación Colombiana de Minería, la actividad se lleva a cabo en cerca del 30 por ciento del territorio.

Pueblo hambriento

Durante una operación presenciada por ABC, el Ejército intentó desalojar una mina, confiscar los equipos de los mineros y clausurar el sitio, por provocar daños ambientales y extraer de manera ilícita yacimientos. Era un grupo de unos doce mineros artesanales que utilizaban pequeñas dragas, pero, al cabo de unos minutos, los residentes de la mina salieron armados con palos y piedras en las manos, impidiendo el paso de los camiones militares que trasladaban el material y a los detenidos. «Trabajamos para darle comida a nuestras familias», gritaba una mujer minera, que exigía que bajaran a sus hijas del camión.

El escuadrón del Ejército, pertrechado con fusiles de asalto, paralizó la misión por no tener facultades legales para contener la manifestación. «Entendemos que ellos están trabajando, pero es ilegal. Son víctimas de las bandas criminales que los entrenan para que ataquen en masa a la fuerza pública y se escondan detrás de una falsa protesta social», dijo el teniente coronel del Ejército Carlos Arturo Osorio, comandante de Operaciones Terrestres Batallón 24, quien lideraba la operación.

 

 

 

Botón volver arriba