Colombia, la mayoría de edad
Consciente de que su país tiene la ira a flor de piel, Santos tiene que afrontar la solución definitiva a la violencia con la educación
De las guerrillas endémicas al narco-terrorismo, de escritores legendarios a futbolistas quijotescos, Colombia vive el inicio del segundo mandato presidencial de Juan Manuel Santos. Aunque ya nada será igual.
Colombia sólo ha tenido dos presidentes reelegidos para un segundo mandato consecutivo. Álvaro Uribe, hoy adversario, antes jefe y amigo del actual presidente y el propio Santos. Este parece optar por alargar los mandatos presidenciales, más que por una tercera reelección, que ya le fue denegada a su antecesor. Como dijo Francisco I. Madero, mártir mexicano de la democracia: “Sufragio efectivo, no reelección”.
En Colombia, ser candidato o asumir el poder es más que un trámite celestial. La historia muestra la singularidad de un país donde han muerto asesinados más políticos que en el resto de la América hispana. La violencia en Colombia no es explosiva, es premeditada.
En un país donde todo lo que se comienza se termina, la guerra civil perdura desde los tiempos inmemoriales de El coronel no tiene quién le escriba. Hoy, resuenan todavía los ecos del Bogotazo. Como en la Comala de Juan Rulfo, siguen escuchándose los murmullos: “Mataron a Gaitán” y eso que ya han pasado 60 años. Esa muerte sintetiza la apoteosis colombiana, impregnada por el militarismo.
Gaitán fue asesinado porque Colombia no es una nación, sino tres: Bogotá, la Colombia urbana, Antioquía, la rural que remite al cartel de Medellín, y Cali, la de los señores feudales en cuyos territorios hay coca, laboratorios clandestinos, ganado, caballos, un sistema donde la voluntad del feudo es ley. La guerra interminable conviene a todos. A fin de cuentas, crea destrucción y muerte y es un modus vivendi para los ejércitos en conflicto.
Esa Colombia marginal creó a Pablo Escobar porque, como pasa en México, el narco no es una desviación hacia el mal, sino una alternativa en una sociedad con desigualdades profundas.
Y en los conflictos, tal como enseñó Eisenhower en su discurso de despedida en 1961, “no podemos arriesgarnos a improvisaciones de emergencia para la defensa nacional. Hemos sido compelidos a crear una industria de armas permanente de vastas proporciones”.
Santos repite continuamente: “Yo sé hacer la guerra”. Fue ministro de Defensa de Uribe cuando se violaron por sistema los derechos humanos, producto sí, de la barbarie de los otros bandos. Cedió a la tarea de acabar con terroristas y narcotraficantes. Muchos ciudadanos sin deberla ni temerla, también fueron perseguidos.
Santos sabe que las oligarquías han dado lugar a una nueva nobleza, que incluye a Uribe y a él mismo, así como a los hijos millonarios del narco y la narco-guerrilla. La violencia los protege a todos con su cobija ensangrentada.
Consciente de que su país es complejo y tiene la ira a flor de piel, Santos tiene que afrontar la solución definitiva a la violencia a través de la educación, el gran elemento transformador (como hizo India). De exterminador, se ha tornado en un Gandhi que dice: “Llegó el momento de cambiar las balas por los votos, las armas por los argumentos y continuar la lucha pero en democracia”. Incluso, imagina a los representantes de las FARC sentados en el Congreso.
Allí donde antes hubo campos de tiro y, emulando la figura del educador mexicano José Vasconcelos, Santos pretende cambiar las balas, rutas de reparto y entrada de cocaína en Estados Unidos por nuevas licenciaturas que den al país un nuevo lugar en el mundo.
Eso es posible por la crisis de las castas colombianas y por el abandono de América Latina por parte de Washington, lo que brinda nuevas oportunidades para la tierra de Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis.
Antes del Plan Mérida, el Plan Colombia fue la estrategia de intervención más importante de Estados Unidos —como gran consumidor— en la nación andina. Hasta el grado de que en todas las penitenciarias colombianas había una representación de la DEA, con la misión de convertir en testigos protegidos a quienes declaraban contra los suyos.
Santos tiene una gran oportunidad frente a sí mismo. Toca, la palabra mágica para los colombianos, cambiar las estructuras, más allá de la guerra de desgaste de Álvaro Uribe y los suyos en las distintas Cámaras. Es el momento ir hacia delante, cambiando la sociedad desde sus orígenes y eso sólo se hará si la primera enseñanza es la paz y la segunda, que la inversión no sea el ejército, sino la educación.
El mandatario colombiano, amante del inglés impecable, el póquer, el café y las biografías de Churchill, Roosevelt y Lincoln, también sabe que lo tiene muy difícil y que el toca se lo puede llevar todo por delante. Pero hay que reconocer algo. Colombia se enfrenta a la mayoría de edad por primera vez y sin intervenciones externas significativas, y lo hace con el programa de un presidente que comienza por lo obvio: instalar el orden y reorganizar las castas que gobernaron durante los últimos 125 años.