Comienza la temporada de béisbol. ¿Y tú crees que conoces a tus compañeros de equipo?
El articulista, quien jugara en los jardines, en los entrenamientos de primavera del año 1988.
Si alguna vez has sido un jugador de béisbol profesional, sabes que cada año llegas al entrenamiento de primavera con una multitud de compañeros de equipo con los que nunca has jugado antes. Puede ser que los conozcas como oponentes, o tal vez que no sepas absolutamente nada.
En tales situaciones, es fácil asumir la simplicidad y la comodidad de nuestras creencias. Y ser coherente con el marco evaluativo preferido del béisbol, que es juzgar por los números: puedes determinar el grado de disciplina de alguien por su porcentaje de embasarse, por ejemplo, o por la precisión derivada de su promedio de ponches y bases por bolas.
Pero las mediciones no nos dirán qué clase de compañero será.
La nueva temporada está aquí y 30 equipos de las grandes ligas han completado sus plantillas. Cada uno contendrá 25 jugadores con diversidad de orígenes y de trayectorias. En mi primer entrenamiento de primavera con los Cachorros de Chicago, mi casillero en el vestuario del club me ubicó físicamente entre la fuerza silenciosa del futuro miembro del Salón de la Fama Ryne Sandberg, quien aconsejaba a través de sus actos y su habla muy suave, y la intensidad explosiva de Randy Myers, un ávido fan de los artefactos militares (incluido el Hummer que conducía antes de que se convirtiera en un coche «lujoso«), cuyo armario estaba lleno de pistolas paralizantes y equipos de camuflaje. Ambos eran estrellas; tú querías a ambos en tu equipo.
También teníamos al vociferante Shawon Dunston, un afro-americano nativo de Brooklyn que hablaba con claridad y directamente sobre cada tema, y que a menudo llamaba la atención del caucásico del sur de California Mark Grace. Sus debates épicos se llevaban a cabo con un respeto mutuo y una verdadera hermandad, a pesar de que cada uno podía ser visto como el negativo fotográfico del otro. Eran compañeros de equipo que respetaban el juego y se respetaban a sí mismos, y aprendí de ambos. (Shawon me enseñó a esforzarme en cada turno al bate, sin importar cuántos hits ya tenías ese día, y Mark me enseñó a identificar todo tipo de ventajas, incluso usar las sombras en un juego de día para ver dónde se colocaba el receptor, lo que ayudaba a anticipar la ubicación del próximo lanzamiento.)
Fueron años de estar en varios equipos — algunos exitosos, muchos no — que me proporcionaron evidencia empírica sobre cómo eran construidos. Desde entonces, muchos expertos han intentado cuantificar la «química«, o conseguir una fórmula para producir vestuarios ganadores de campeonatos. Sin embargo, ningún algoritmo puede explicar por qué en 2002 muchos de mis compañeros y funcionarios del equipo de Filadelfia hicieron un viaje de dos horas para ofrecer sus respetos en el funeral de mi padre. O por qué Jim Thome — ahora un nuevo miembro del Salón de la Fama — celebró su jonrón número 400 en el año 2004 descorchando champán con todos nosotros, haciéndonos sentir como si todos lo hubiéramos ayudado a alcanzar ese hito.
Así que el jugador de Santo Domingo, República Dominicana, el proveniente de la zona rural de Nebraska y el nativo de Detroit, todos evocan ciertas nociones preconcebidas. Especialmente hoy en día, en gran parte de nuestro discurso estereotipado estadounidense sobre la identidad, esas verdades geográficas y culturales nos pueden impedir ver los frecuentes argumentos opuestos a nuestros prejuicios, aquellos argumentos revelados desde la intimidad real y una proximidad consistente gracias a un objetivo unificado. La discordia del equipo se siembra cuando nos reducen a meros datos vivos de encuestas, atados a un sonido o al color de un estado.
Pero he encontrado que el béisbol en su mejor expresión es mejor que eso.
Sin esta exposición repetida, es difícil para nosotros entender por qué la leyenda dominicana Sammy Sosa escuchaba las canciones de Whitney Houston en el vestuario de los Cachorros, o cómo Bruce Chen (quien, con su herencia china, físicamente encajaba en nuestra concepción de lo «asiático») era realmente de Panamá y, por supuesto, hablaba bien el español.
También aprendemos por qué el mundo se detiene para todos los jugadores cuando perdemos a uno de nuestros hermanos del béisbol — como la falta de aliento que sentí cuando falleció en su habitación de hotel Darryl Kile-. O cómo, a pesar de las complicaciones políticas entre los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos, muchos nos conmovimos cuando nuestro compañero de equipo Eddie Oropesa, que había desertado de Cuba, finalmente llegó a las grandes ligas y se reunió con su familia en el dugout. Ese día, aprendimos sobre lo que significan el riesgo y el sacrificio a través de su trayectoria vital.
En cada equipo, este día inaugural, habrá un novato. Asustado por su futuro, asustado por su familia, pero dispuesto a aprender. Él representa una oportunidad, no sólo su oportunidad profesional, sino también una oportunidad cultural para el resto de nosotros. Las experiencias diarias que tendrá ahora, puestas en terreno común con metas comunes, le revelarán lo que realmente importa en un compañero y en una persona. Es un entorno que le da, gracias a la intimidad, la oportunidad de orientarse acerca de las personas, en lugar de un universo de botones que tocar, de etiquetas y de encasillamientos.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The New York Times
The Baseball Season Begins. So You Think You Know Your Teammates?
Doug Glanville
Credit Jonathan Kirn/Allsport, via Getty Images
If you’ve ever been a professional baseball player, you know that every year for spring training you arrive at camp with a host of teammates you’ve never played with before. You may know them as opponents, or maybe you know nothing at all.
In such situations it’s easy to default to the simplicity and comfort of one’s assumptions. And to be consistent with the preferred evaluative framework of baseball is to judge by the numbers: You can determine someone’s level of discipline by his on-base percentage, say, or his precision by his strikeout-to-walk ratio.
But metrics won’t tell us what kind of teammate he will be.
The new season is here and 30 major league teams have finalized their rosters. Each will contain 25 players from a variety of backgrounds. In my first spring training with the Chicago Cubs, my locker in the clubhouse physically placed me between the quiet strength of the Hall of Famer Ryne Sandberg, who advised through action and a whisper, and the exploding intensity of Randy Myers, an avid fan of military equipment (including the Hummer he drove before it turned “luxury”), whose locker was full of Tasers and camouflage gear. Both were All-Stars; you wanted both on your team.
We also had the vociferous Shawon Dunston, an African-American Brooklyn native who spoke plainly and directly on issues, which often caught the attention of the Caucasian So-Cal dude Mark Grace. Their epic debates were conducted with a mutual respect and genuine brotherhood, even though one could be seen as the photographic negative of the other. They were teammates who respected the game and each other, and I learned from both. (Shawon taught me about hustling on every at-bat, no matter how many hits you got that day, and Mark taught me about finding advantages, right down to using the shadows in a day game to see where the catcher was setting up, which helped anticipate the location of the coming pitch.)
It was years of being on teams — some successful, many not — that gave me empirical evidence about how they were constructed. Many experts have since tried to quantify chemistry, or come up with a formula that makes up championship locker rooms. Yet no algorithm can explain why in 2002 many of my Phillies teammates and team officials made a two-hour trip to pay their respects at my father’s funeral. Or why Jim Thome — now a newly minted Hall of Famer — celebrated his 400th home run in 2004 by popping champagne with all of us Phillies, making us feel like we’d all helped him achieve that milestone.
Assessing a player is complicated, especially without the context that comes with daily engagement, and the assumptions we make are not just statistical but cultural — even when we know, for instance, that being from Mexico is not the same thing as being from Venezuela, no matter who we lump into the category “Latin American.”
So the player from Santo Domingo, in the Dominican Republic, the player from rural Nebraska and the player from Detroit all evoke certain preconceived notions. Today especially, in much of our American stereotypical box-checking discourse on identity, those geographic and cultural truths can prevent us from seeing the frequent counternarratives to our biases, those revealed from real intimacy and consistent proximity through a unified goal. Team discord is sowed when we are reduced to living exit polls, tied to a sound bite or the color of a state.
But I have found that baseball at its best is better than that.
It is tempting in a hyper-responsive and reactionary world to take a data point and extrapolate. Today it’s not enough to have information; we need to assign it meaning in real time. We must name people’s tunes in one note, even when they were about to play you their entire composition anyway. We are effectively giving a pitcher a Cy Young Award after one outing, or handing over the Gold Glove Award after one spectacular catch. And that is only the positive side of such premature judgment.
By the time a season comes to a close, every player will have reached a new set of conclusions about his teammates — for better or worse. We will have found out who we want on the mound for the big game, who outworks everyone else in the weight room, who treats our family like his own even when the camera is not rolling, who would play hurt and run through a wall to make that great catch. There are few places to hide our real selves, and our biases are constantly being challenged, even negated.
So when we focus purely on the game at hand, on the field, give me Curt Schilling (society’s box: white, privileged, alt-right conservative) to pitch Game 7, Kenny Lofton (society’s box: flashy, radical, outspoken black guy) to lead off and Bobby Abreu (society’s box: nonchalant, sports-car-driving Latino) to get on base by bat or by walk.
Being on a team means that information is always coming in under the game’s requirement to be productive every day. Conversely, a season, not just an at-bat, or a half-inning, shows us, unequivocally, that we need the full breadth of time to really learn the mettle of a person.
Without this repeated exposure, it’s hard for us to reconcile why the Dominican legend Sammy Sosa listened to Whitney Houston on loop (music that came after her hit-making years) in the Cubs clubhouse, or how Bruce Chen (who, with his Chinese heritage, physically fits our “Asian” box) could actually be from Panama and, of course, be fluent in Spanish.
We learn, also, why the world stops for all players when we lose one of our baseball brothers — like the breathlessness I felt when Darryl Kile, who I didn’t even know, passed away in his hotel room one season. Or how, despite the complicated politics around Cuba and the United States, it moved many of us to tears when our teammate Eddie Oropesa, who had defected from Cuba, finally made it to the major leagues and reunited with his family in the dugout. That day, we learned about risk and sacrifice through the road he’d traveled.
On every roster this Opening Day, there will be a rookie. Scared about his future, scared about his family, but open to input. He represents opportunity — not only his professional opportunity but also a cultural one for the rest of us. The daily experiences that he will have now, set on common ground with common goals, will reveal to him what really counts in a teammate and a person. It’s an environment that gives intimacy a chance to inform him about people, as opposed to a clickable universe of labels and boxes.
Doug Glanville (@dougglanville), a former professional baseball player, is the author of “The Game From Where I Stand” and a contributing opinion writer.