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¿Cómo hemos llegado a esto?

U N O  /  T R E S

 

Seguramente usted no sea el único o la única que haya sentido una combinación de terror e indignación ante las manifestaciones contra el pase sanitario, en las que se exhibieron estrellas amarillas por parte de personas que se atreven a comparar la situación actual con la discriminación antisemita que llevó a la Shoah. Por otra parte, se han difundido imágenes de Emmanuel Macron vestido de Hitler, que incluso han aparecido en paneles publicitarios en Tolón. ¿Cómo hemos llegado a esto? El primer error sería creer que se trata de una excepción francesa. Como suele ocurrir, las señales débiles a escala europea nos permiten identificar tendencias subyacentes que no siempre son captadas por la cobertura informativa nacional. En la primavera de 2020, por ejemplo, los « anticonformistas » alemanes (« Querdenker ») llevaron estrellas amarillas para protestar contra el uso de las mascarillas y las restricciones sanitarias durante una manifestación en Stuttgart. El pasado fin de semana, manifestantes polacos antivacunas se manifestaron y gritaron que « los judíos estaban detrás de la pandemia », convirtiendo el argumento en una acusación abiertamente antisemita.

Si bien algunas de las acusaciones se basan claramente en el antisemitismo tradicional y de larga data, el gesto de colocarse una estrella amarilla como signo de opresión frente a las medidas sanitarias es más complejo y debe ser cuestionado. El argumento de la falta de educación, invocado por algunos, no puede aceptarse, porque es a la vez estrechamente elitista y fracasa frente a las posiciones adoptadas por un intelectual tan eminente como Giorgio Agamben, que fue capaz de escribir, el pasado 16 de julio, que « el pase sanitario convierte a los que no lo tienen en portadores de una estrella amarilla virtual ». O mejor dicho: hay un déficit educativo histórico, sin el cual un gesto así sería inimaginable, pero no es un déficit entre los que tienen un menor nivel educativo . Es más bien una revelación general de nuestra relación con la historia y, en particular, con la Shoah como referente dentro de la historia europea. Como lo señalaba Annette Wievorka en una entrevista con Le Grand Continent, después de haber sido un factor de unificación europea, el recuerdo de la Shoah podría convertirse en un factor de división para Europa. En cualquier caso, resulta evidente que la Shoah, evocada por símbolos como la estrella amarilla o el bigote de Hitler, sirve ahora como significante flotante para referirse a un « mal » absoluto de contornos imprecisos. Esto es lo que permite inversiones aberrantes como las que vemos hoy en día, que mancillan la memoria de las víctimas del genocidio al tiempo que subrayan virtualmente su condición de víctimas.

« Existe el riesgo de que en el siglo XXI se produzca una desconexión definitiva entre el hecho judío y el hecho europeo », escriben los autores de la Revue K., cuyo primer número apareció en marzo. La falta de cultura y educación histórica en Europa no radica en la desaparición de la referencia, que permanece y que incluso se adapta de forma desproporcionada (y por tanto deshonrosa) a situaciones que nada tienen que ver, sino en la del contexto, del conocimiento exacto de los hechos. Esta vacilación deja el campo libre a los manipuladores que quieren captar el significado de la « Shoah » para sacarle un provecho que,a su vez, se posiciona en contra de la cohesión europea.

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La pregunta sigue siendo: ¿cómo hemos llegado a esto?

En este fenómeno confluyen dos conjuntos de factores a los que ya hemos dedicado varias publicaciones. Por un lado, está la acelerada difusión de las narrativas contrafactuales y las fantasías complotistas, que en el caso de la pandemia de Covid han podido aprovechar la creciente falta de cultura científica y de historia de la ciencia. Esto es lo que permite que, en el país de Pasteur, una parte tan importante de la población sea antivacunas, por no saber siquiera cómo funciona una vacuna, o que florezca el fenómeno del « populismo médico » del polémico Didier Raoult. El éxito desde 2017 de las fábulas de QAnon, descifradas ampliamente por uno de sus mejores conocedores en Le Grand Continent, da fe de la capacidad de las redes sociales para catalizar las mitologías que pululan en sociedades necesitadas de grandes relatos en el siglo XXI. Como escribe Umberto Eco en un discurso lleno de inteligencia y sutileza analítica ante el fenómeno complotista, los diferentes ejemplos « nos muestra[n] no sólo lo fácil que es crear una leyenda de la nada, sino también cómo logra imponerse incluso cuando los historiadores, los tribunales y otras instituciones han reconocido su naturaleza falsa, lo que puede recordarnos un aforismo atribuido a Chesterton: «Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo». »

Este primer factor se cruza con un segundo: el resurgimiento ocasional en muchas sociedades occidentales de un discurso antisemita, o de una retórica en la que detectamos indicios de antisemitismo. La reutilización del pensamiento complotista al servicio del antisemitismo no es nueva. Como ha demostrado Antonio Mosca en su estudio sobre el espíritu del negacionismo publicado en Le Grand Continent, « detrás de la negación (implícita) se encuentra la afirmación (también implícita) de la madre de todas las teorías conspirativas: la conspiración judía. » Si el encuentro de estas dos retóricas no es nuevo, hay que señalar que esta vez se produce en sentido contrario. Ya no es la teoría conspirativa la que se pone al servicio de un discurso antijudío, sino la reserva de referencias a la Shoah arrancadas de su contexto y vaciadas de su significado preciso –un gesto que contiene en sí mismo una violencia que puede calificarse de antisemita– la que se pone al servicio de una tesis conspirativa. En otras palabras, aquí ya no se recurre a una fantasía complotista para denigrar a los judíos, sino que se recurre a una imagen asociada a los judíos para denunciar una fantasía complotista.

La circulación venenosa del discurso entre estos dos polos transforma finalmente el estatus de esta referencia sesgada a la Shoah: como decíamos al principio de esta epístola, la estrella amarilla se convierte en un significante puro, una referencia vacía, una obviedad que no necesita ser demostrada, sino que puede ser utilizada al servicio de otra demostración. Se convierte en una herramienta lógica, el análogo contemporáneo de lo que los griegos, desde Aristóteles, denominan paradigma. Irónicamente, de todos los filósofos contemporáneos, el que más se ha interesado por esta noción de « paradigma », entendido como un objeto capaz de trascender la restringida contextualidad histórica y nombrar toda una época, no es otro que Giorgio Agamben.

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Por ello, no es casualidad que fuera también Giorgio Agamben quien, hace una semana, se atreviera a hacer esa analogía invertida entre la estrella amarilla y el pase sanitario. ¿Cómo es posible que a un conocedor tan fino, entre otros, de Walter Benjamin, se le ocurra tal cosa? Probablemente, en parte, porque su relación teórica, cerrada en sí misma y estetizada con la teoría del poder y la realidad social le hizo olvidar otro concepto filosófico fundamental: la phronesis, es decir, la virtud que otorga al filósofo un discernimiento práctico y ético –y no teórico– entre lo bueno y lo malo. Para decirlo de manera más sencilla, Agamben no ha sabido discernir. Pero este error (o errancia) está cargado de significado: traza un divorcio entre el conocimiento y el sentido común, provocando lo que tenemos derecho a denominar una nueva traición de los clérigos, utilizando el título del libro publicado por Julien Benda en 1927 para criticar los giros ideológicos de una parte de los intelectuales de su tiempo.

Pero sería demasiado fácil limitarse a la figura de Giorgio Agamben o, a través de la misma,  a otros pensadores a los que se acusa de haberse revolcado en la especulación filosófica, a tal punto de no poder discernir con sentido común. También está surgiendo otra traición más masiva de los clérigos: la de los expertos en la manipulación del conocimiento, que gozan de un aura pseudoacadémica para establecer una retórica mendaz en los platós de televisión. Es el caso de Éric Zemmour, que nunca deja de lado su falso sombrero de « historiador » para someter la actualidad a su punto de vista nacionalista, o de Michel Onfray, que insiste en seguir siendo un « filósofo de izquierdas » cuando cuestiona el conocimiento académico y la pluralidad de opiniones. Ambos aprovechan su posición de « intelectuales » para dirigirse a una parte de la población que rechaza el intelectualismo. En un artículo publicado con motivo del lanzamiento del primer número de la revista de Onfray, Front populaire, hace un año, intentamos analizar las similitudes retóricas entre los discursos de estos dos hombres, incluso antes del acercamiento ideológico que se está produciendo ahora entre ellos.

Volver a poner el conocimiento en la dirección correcta es, por tanto, una doble tarea: por un lado, reintroducir la phronesis en el trabajo intelectual elitista para no llegar a negar toda forma de sentido común en nombre de posiciones archi-teóricas; por otro lado, implica una oposición a la malversación del conocimiento, devolviéndolo a la dirección correcta, con una preocupación permanente por el régimen de la prueba y la confrontación con los hechos

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