Como la vida misma
Les voy a decir por qué cualquier provocación es buena para hablar del beisbol: porque es como la vida. A veces pienso que es más una fábula, una metáfora encarnada, que un deporte. Más allá de la estética de ambos, el beisbol cumple la misma función que la obra de Shakespeare: nos dota de arquetipos, de paradigmas y coordenadas para orientarnos en el tormentoso mundo de los días y las cosas. Olviden por favor (difícil petición en este país) a los futboles, el americano y el soccer, cuya coreografía puedo atender aunque sea chata, un tanto pitecantrópica. Olviden cualquier deporte grupal competitivo cuya dinámica implique traer y llevar una pelota de lado a lado en un rectángulo. El tenis no es grupal y es bellísimo: un juego de destreza mental y física en el que el contrincante no es el otro jugador sino uno mismo. Un deporte del que el gran David Foster Wallace escribió: “Compites contra tus propios límites para trascender al ser en imaginación y ejecución. Desapareces dentro del juego: rompes límites: trasciendes: mejoras: ganas. Eso hace al tenis una empresa esencialmente trágica”. Pero el tenis, aunque comparte con el beisbol una característica medular de la que hablaré más adelante, y aunque crece “hacia adentro”, está demasiado acotado en sus fronteras y carece de esprit de corps. Y este no es un texto sobre tenis sino una apología del beisbol, que es grupal e individual al mismo tiempo —como la vida—. Dos soledades, dentro del grupo, lo definen: la bucólica soledad del jardinero (inmortalizada por un gran cuadro de Abel Quezada), jugador que hospeda a un filósofo en ciernes, y la soledad del bateador ante los nueve rivales que lo esperan en un campo hostil, y que van a hacer lo que sea para que no progrese. La vida misma.
Uno sale de casa con la intención de volver a ella, por la noche, habiendo superado los obstáculos, contratiempos, dificultades y pruebas que suelen interponerse en el camino. Llegar es volver. Igual el jugador de beisbol (llamémosle pelotero): su objetivo es volver a casa y así anotar, no por nada la base de salida se llama home. La circularidad de este deporte es la circularidad de la vida, incluso en su acepción más épica: en la Odisea, Ulises sólo quiere volver al hogar, y esta empresa nunca está garantizada. En los deportes frontales, los jugadores usan un tiempo muerto para retomar sus posiciones después de haber anotado, mientras que en el beisbol sólo el regreso al lugar de origen, en un tiempo vivo, garantiza la anotación. Todo pelotero, al iniciar su “odisea” en busca de sí mismo y del origen, reencarna a Ulises.
Es por ello que el tiempo no es un factor cerrado en el beisbol: se abre como el día y dura lo que dura (como el tiempo de la fiesta, que acaba cuando se acaba, y, sí, como el tiempo del tenis). No lo ciñe un cronómetro sino una parcelación distinta, autónoma: nueve entradas (¿círculos del infierno?) que se pueden alargar al infinito si el juego está empatado —el juego más largo registrado entre equipos profesionales duró 33 entradas: 11 horas y 25 minutos—. Por supuesto, en este deporte no se concibe el empate: se triunfa o se fracasa, pero esas lecciones se tienen que digerir rápidamente porque al día siguiente habrá otro juego, y luego otro y otro, con muy pocos descansos, durante medio año. No es que, con dicha frecuencia, la victoria y la derrota se relativicen, sino que se asimilan como la arcilla de la vida. Y se pierde mucho, se falla constantemente. Un pelotero que batea tres imparables de cada diez turnos es un gran bateador. Hoy en día, con la preponderancia del poder de los lanzadores, ya casi no existen promedios de .400 entre los bateadores: tres de cada diez es la frecuencia de los grandes. Más que perfección (aunque para los lanzadores haya juegos “perfectos”), lo que se busca es la superación gradual, humanísima, por décimas y centésimas.
Pero volvamos al tiempo: el cliché que más repiten los profanos es que el beisbol, con sus tres horas y pico de duración promedio, es aburrido, que en él “no pasa nada”. Es al revés: todo está sucediendo en ese tiempo fuera del tiempo. Regido por estadísticas infinitas, obsesionado por el registro de cada uno de sus movimientos, casi algebraico en su naturaleza cartesiana, el beisbol ofrece, en cada uno de los segundos de cada uno de los minutos de cada una de los horas en que sucede, una cantidad abrumadora de posibilidades ante lo que vendrá. La paradoja es elegante: cuadriculado hasta el delirio por sus estudiosos y por sus estrategas, pretendidamente reducido a un alud de cifras y variantes, en este deporte siguen imperando el impredecible factor humano y el canto del azar. La manera en que el lanzador sostiene las costuras de la pelota, el intercambio de señales que procuran ser un lenguaje encriptado para el otro equipo, la decisión del lanzamiento que vendrá según la situación del juego y las características del bateador en turno (cuyos números se han estudiado exhaustivamente), el bello jeroglífico que traza el lanzador en su movimiento para soltar la ráfaga, la vista del bateador ante el proyectil de 100 millas por hora, y el contacto… ¿Que no sucede nada? El analfabeta en este lenguaje autosuficiente apenas verá a un señor lanzando una pedrada, pero quien ha descifrado esa grácil sintaxis no puede sino salivar ante el trillón de factores que se ponen en juego en cada segundo, y cuya resolución se desata con el inigualable sonido de la madera impactando la pelota o con el frustrante (para el bateador) sonido que se produce al abanicar la brisa. Todo tan planeado y todo tan contingente. Aquí entra en juego la teoría del caos y todo lo que puede desatar, si no el aleteo de una mariposa, sí el lanzamiento de un malicioso tirabuzón.
Es un deporte, decíamos, circular, con un diseño circular que implica un circunloquio: para volver al punto de partida hay que superar, gradualmente, una serie de pruebas, conquistar unas estaciones. La primera, segunda y tercera base implican un progreso que suele ser tortuoso y que en muchísimas ocasiones se ve truncado. Las bases son como las islas de Ulises, en donde el jugador puede quedarse varado si sus compañeros no lo impulsan. Para ello, como en ningún otro deporte, se pone en juego una alta variedad de artimañas: robos, sacrificios, carreras enloquecidas rumbo a la siguiente isla y, por supuesto, toletazos. El camino de regreso a casa es cosa difícil: los enemigos que lo impedirán son especialistas de su posición y oficio dedicados a hacer hasta lo imposible por impedir el éxito del pelotero pródigo. Son los pastores de una tensión que se acumula, guardianes de un status quo dispuestos a cancelar el progreso de su némesis. Del lado de los atacantes, que pasarán por turnos a enfrentar su destino, se definen también los arquetipos: el veloz, el habilidoso, el poderoso, el productor, el humilde, el que está dispuesto a morir por sus compañeros: toda una gama de perfiles específicos constituye cada cuadrilla. Hay serpentineros cuyo papel, absolutamente central, es hacer sólo dos o tres lanzamientos. Una microsociedad se despliega en el microcosmos del beisbol. Y los peloteros no son, valga apuntarlo de una vez, necesariamente atléticos o musculosos: si dominan su profesión (que no implica jamás correr ridículamente de un lado a otro) pueden cultivar incluso una honorable panza. Tampoco son necesariamente jóvenes: la experiencia y el colmillo también cotizan (el nudillero Phil Niekro lanzó su último juego a los 48 años de edad). En una película, un jugador retirado del circuito de las Ligas Mayores y preparándose para jugar en Japón, al ver cómo entrenaban con denuedo los deportistas nipones, lanzó una frase que me parece luminosa: “¡No somos atletas, somos beisbolistas!”
Es que todo en el beisbol lo convierte en rara avis: juegan en pijama, mascan (o mascaban) tabaco, generan y se roban señales como si se tratara de la Segunda Guerra Mundial, escupen como carretoneros, no dicen estadio sino parque y por supuesto que no dicen partido, sino juego. Su campo de batalla es un diamante rodeado de jardines y, a pesar de la sofisticación tecnológica alcanzada hoy, sus herramientas se reducen a un palo y una piedra. Cada parque, por cierto, obedece a un diseño distinto, y uno de ellos, Wrigley Field, casa de los Cachorros de Chicago, está de pie desde 1914. (El placer que significaba ir al Parque del Seguro, comer tacos de cochinita e intentar anticipar, con los amigos, el desenlace de cada lanzamiento, forma parte ya del territorio de la nostalgia.) Pero me desvío: hablemos de octubre.
Salvo por la irrupción de la temporada del futbol americano, que acapara la atención de televisoras y televidentes, octubre es el mes del gran beisbol. Los equipos que han alcanzado la postemporada después de mil batallas, arrastrando lesiones y cansancio, se preparan para alcanzar la cúspide que es el Clásico de Otoño, con mayúsculas. Todo se va reduciendo a una serie de juegos letales en que de treinta equipos quedarán ocho, luego cuatro y finalmente dos. Habrá una gran decepción si tu escuadra no llega, evidentemente, pero si amas el juego seguirás la épica hasta el final. Acaso ya no nos acompañe Pedro El Mago Septién para hacer la crónica de los encuentros, y ya no lo oigamos decir que el beisbol es “matemática oscura, brillante ballet”, pero el juego sigue ahí, haciendo la crónica de sí mismo una vez más. Ahora que los sorprendentes Reales de Kansas City enfrentan a los experimentados Gigantes de San Francisco, recordamos la fascinación que el rey de los deportes ha ejercido en tantos de nosotros por ser, entre otras muchas cosas, un reflejo de la vida, y lo hacemos en las palabras de uno de sus inmortales, el inefable Yogi Berra: “El amor es lo más importante que hay en el mundo, pero el beisbol también es bastante bueno”.
*Fotografía: El jardinero dominicano Luis Terrero / Archivo EL UNIVERSAL.