En diciembre, poco antes de terminar el 2019, el régimen anunciaba que la Asamblea Nacional del Poder Popular había elegido a un primer ministro, naturalmente, «por unanimidad». Manuel Marrero Cruz fue designado para dirigir al Gobierno cubano. Miguel Díaz-Canel, en cambio, es y será el representante del Estado.
Marrero es un arquitecto de 56 años con barba florida y sonrisa fácil, excoronel del Ejército, cuyo último destino en la vida civil había sido el de ministro de Turismo, cargo en el que estuvo cuatro décadas hasta que se convirtió en premier. No está claro si todo el poder político basculará hacia sus manos, como en el tipo de relación que existió entre Fidel y Dorticós (Fidel mandaba de manera inequívoca) en el periodo que ambos compartieron la jefatura de la nomenklatura (1959-1976), o si ha sido designado solo para que ponga orden en el manicomio administrativo cubano, comenzando por el caos monetario.
¿Será Marrero el Adolfo Suárez de la Isla? Por su edad, Marrero no participó en la lucha contra Batista, ni en los enfrentamientos contra la rebelión de los campesinos de los primeros años 60, y era muy joven durante las invasiones a Angola o Etiopía en los 80. De manera que no participó en la forja de los mitos sobre los que se asienta el relato fantástico de la revolución, una historia que tiene un fuerte componente testicular junto a otro ideológico.
Adolfo Suárez fue, junto al rey Juan Carlos, quien encabezó la liquidación del régimen franquista. Era un joven que había trepado hasta los puestos principales del régimen mediante los recursos habituales que dejaba la dictadura de Franco: la simulación y la doble moral. Era un reformista total, pero in pectore, que no había participado en la Guerra Civil ni en la construcción del Estado Nacional Católico erigido por el Generalísimo Francisco Franco después del triunfo militar.
Cuba y España, o el castrismo y el franquismo, tienen grandes diferencias, pero se asemejan al menos en un aspecto: ambas sociedades han vivido de manera creciente totalmente de espaldas al discurso oficial. Salvo algunos descerebrados profundos y un puñado de nostálgicos, la inmensa mayoría de los cubanos jóvenes no cree en el comunismo hoy, como en 1970, cuando llegué a estudiar a Madrid, los jóvenes españoles se reían del Movimiento fundado por Franco tras su victoria militar de 1939.
Es lógico que así sea. La pretensión de Franco y de Fidel de que sus regímenes se prolongaran sine die es risible. Los franquistas al menos podían alegar que los españoles habían mejorado sustancialmente sus modos de vida a partir del fin de la Guerra Civil. (El PIB per cápita era el 80% del de la Comunidad Económica Europea cuando Franco muere en noviembre de 1975 y comienza a deshacerse su régimen.)
Los castristas, en cambio, han fracasado absolutamente, y en especial en el terreno material, como denuncian incansablemente los heroicos disidentes. Los salarios y las pensiones son ridículamente bajos (entre diez y 20 dólares mensuales). El 57% de las viviendas son una ruina. Las calles y alcantarillados también. Escasean la electricidad, el agua potable, los alimentos, las medicinas, la ropa, el calzado. Las comunicaciones e internet son una birria. El transporte es un infierno. La salud y la educación, que fueron relativamente buenas, desde hace muchos años son desastrosas.
¿Por qué? Obviamente, porque es un sistema tremendamente improductivo. Pero, sobre todo, porque es imposible mantener a toda una sociedad atada por historias remotas que nada significan a quienes no la vivieron. (Por eso recomiendo que se vea en YouTube el documental de mi hijo Los nietos de la revolución cubana. Como han pasado 61 años y cada generación dura unos 15, algo que precisó acertadamente Ortega y Gasset, se puede, incluso, hacer otro film diferente bajo el título de Los biznietos de la revolución: ya son cuatro las generaciones.)
La gran diferencia entre los dos documentales es que el desprecio por ese proceso se ha acentuado en la medida que transcurre mayor tiempo. En la URSS, país que engendró el monstruo, era tal la distancia emocional entre 1917 y 1991, era tan grande el hiato que separaba el país oficial del país real, que se pudo decretar el fin del Partido Comunista, con sus 20 millones de miembros, sin que nadie tirara una piedra o escribiera un conmovido soneto.
A lo que se agrega el fracaso total del modelo económico elegido por los Castro: el capitalismo militar de Estado, dirigido y planificado por los uniformados que giran en torno a Raúl Castro. Eso no funciona ni funcionará jamás, como saben Marrero, Díaz-Canel, y la infinita mayoría de los cubanos, aunque los dirigentes «históricos» se empeñen en decir lo contrario.
¿Cómo y cuándo se le pondrá fin a esta pesadilla de atropellos, desabastecimiento y desatinos? En 1977 el Times de Londres, dado que pronto se cumpliría una década de la invasión del Pacto de Varsovia liderada por Moscú contra la pequeña Checoslovaquia, le hizo esa misma pregunta con relación a la URSS y sus satélites, a Bernard Levin, su editorialista estrella.
Cuando nadie había oído hablar de Mijail Gorbachov, Levin escribió que un día llegaría al Kremlin un hombre sin vínculos directos con la mitología fundacional del comunismo ni con la Segunda Guerra, y que haría reformas para salvar el sistema, pero no tendría éxito. En ese momento, la sed de justicia de los pueblos sojuzgados por Moscú, y la decencia que anida en los corazones de las personas normales, conseguirían liquidar pacíficamente la opresión comunista sin necesidad de colgar a nadie de los postes. Acertó hasta en el plazo que les dio a estos sucesos: ocurrirían, dijo, en 1989.
¿Serán Marrero y Díaz-Canel los Adolfo Suárez y Juan Carlos de Cuba? Ojalá que sean ellos, pero es difícil creerlo. De lo contrario, tal vez habrá que esperar a quienes los sucedan al frente del Gobierno y del Estado, pero no tengo la menor duda de que ese día llegará. Es así como los regímenes totalitarios cambian de signo. Un día comienzan a morir por la cabeza. Como les ocurre a las culebras.