Cómo predijo Rousseau a Trump
El ataque del filósofo de la Ilustración a las élites cosmopolitas parece hoy profético
«Amo a los que han recibido una mala educación«, dijo Donald Trump durante un discurso de victoria en febrero, y ha atacado repetidamente a las élites de Estados Unidos y su «falso tema del globalismo». Los votantes de Gran Bretaña, haciendo caso a los llamamientos de los activistas del Brexit para «recuperar el control» de un país ostensiblemente amenazado por la inmigración incontrolada, las «élites no elegidas» y los «expertos«, han dado marcha atrás luego de cincuenta años de integración europea. Otros países de Europa Occidental, al igual que Israel, Rusia, Polonia y Hungría, bullen con afirmaciones demagógicas de identidad étnica, religiosa y nacional. En la India, los supremacistas hindúes han adoptado el epíteto conservador «libtard» para canalizar la justa furia contra las élites liberales y seculares. La gran aventura del siglo XVIII de una civilización universal armonizada por el interés propio racional, el comercio, el lujo, las artes y la ciencia -la Ilustración forjada por Voltaire, Montesquieu, Adam Smith y otros- parece haber alcanzado un turbulento anticlímax en una revuelta mundial contra la modernidad cosmopolita.
Ningún pensador de la Ilustración que observara nuestra situación actual desde el más allá podría decir «Os lo dije» con tanta seguridad como Jean-Jacques Rousseau, un autodidacta ginebrino torpe y quisquilloso, que fue descrito de forma memorable por Isaiah Berlin como el «mayor militante de baja estofa de la historia». En sus principales escritos, que comenzaron en la década de los cincuenta, Rousseau floreció gracias a su aversión a la vanidad metropolitana, su desconfianza hacia los tecnócratas y el comercio internacional, y su defensa de las costumbres tradicionales.
Voltaire, con quien Rousseau compartió una larga y violenta animosidad, lo caricaturizó como un «vagabundo que querría ver a los ricos robados por los pobres, para establecer mejor la unidad fraternal del hombre». Durante la Guerra Fría, críticos como Berlin y Jacob Talmon presentaron a Rousseau como un profeta del totalitarismo. Ahora, mientras las grandes clases medias de Occidente se estancan y miles de millones de personas salen de la pobreza mientras albergan sueños irrealizables de prosperidad, la obsesión de Rousseau por las consecuencias psíquicas de la desigualdad parece aún más profética e inquietante.
Rousseau describió la experiencia interior por excelencia de la modernidad: ser un intruso. Cuando llegó a París, en los años setenta del siglo 18, a la edad de treinta años, era un espectador irracional, que luchaba con complejos sentimientos de envidia, fascinación, repulsión y rechazo provocados por una élite ensimismada. Objeto de burla por sus colegas en Francia, encontró lectores entusiastas en toda Europa. Los jóvenes provincianos alemanes, como los filósofos Johann Gottlieb Fichte y Johann Gottfried von Herder -los padres, respectivamente, del nacionalismo económico y cultural-, sentían resentimiento hacia los universalistas cosmopolitas. Muchos revolucionarios provincianos, empezando por Robespierre, se inspiraron en la esperanza de Rousseau -esbozada en su libro «El contrato social» (1762)- de que una nueva estructura política podría curar los males de una sociedad desigual y comercial.
En la última década, varios libros han afirmado la centralidad y singularidad de Rousseau. La biografía de Leo Damrosch, «Genio inquieto» (2005), identificó a Rousseau como «el genio más original de su época, tan original que la mayoría de la gente de entonces no podía empezar a apreciar lo poderoso que era su pensamiento». El año pasado, István Hont, en «La política en la sociedad comercial», un estudio comparativo de Rousseau y Adam Smith, sostuvo que no hemos avanzado mucho más allá de los temores y preocupaciones de Rousseau: que una sociedad construida en torno a individuos con intereses propios carecerá necesariamente de una moral común. Heinrich Meier, en su nuevo libro, «Sobre la felicidad de la vida filosófica» (Chicago), ofrece una visión general del pensamiento de Rousseau a través de la lectura de su último e inacabado libro, «Ensueños de un caminante solitario», que comenzó en 1776, dos años antes de su muerte. En «Ensueños», Rousseau se aleja de las prescripciones políticas y cultiva su creencia de que «la libertad no es inherente a ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre».
Si Rousseau parece el protagonista central de la revuelta antielitista que actualmente reconfigura nuestra política, es porque estuvo presente durante la creación del sistema de valores -la creencia de la Ilustración en lo que él llamaba «las ciencias, las artes, el lujo, el comercio, las leyes», que cambió el carácter de la cultura occidental y, finalmente, el del mundo en general. La nueva disposición benefició en general a los hombres de letras. Sin embargo, Rousseau se convirtió en uno de sus raros críticos, al menos en parte porque los salones de París, puntos centrales de la Ilustración francesa, eran lugares en el que él no tenía cabida real.
Rousseau recibió poca educación formal, pero acumuló mucha experiencia durante una infancia y adolescencia en gran medida sin supervisión. Nacido en Ginebra en 1712, hijo de un relojero en apuros y de una madre que murió poco después de dar a luz, sólo tenía diez años cuando su padre lo depositó en casa de unos parientes indiferentes para luego abandonar la ciudad. A los quince años se escapó y encontró el camino a Saboya, donde rápidamente se convirtió en el juguete de una noble suizo-francesa. Ella resultó ser el gran amor de su vida, introduciéndole en los libros y la música. Rousseau, que siempre buscaba sustitutos para su madre, la llamaba «Maman».
Para cuando llegó a París, ya había tenido varios trabajos subordinados por toda Europa: como aprendiz de grabador en Ginebra, lacayo en Turín, tutor en Lyon, secretario en Venecia. Estas experiencias, escribe Damrosch, «le dieron la autoridad para analizar la desigualdad como él lo hizo». Poco después de su traslado a París, se unió a una lavandera casi analfabeta, que le dio cinco hijos, e hizo sus primeras incursiones en la sociedad de salón. Uno de sus primeros conocidos allí fue Denis Diderot, un compatriota que se empeñaba en aprovechar al máximo el clima intelectual relativamente libre de esa década. En 1751, Diderot lanzó su «Encyclopédie», que sintetizaba las ideas clave de la Ilustración francesa, como las de la «Historia Natural» de Buffon (1749) y la enormemente influyente «El espíritu de las leyes» de Montesquieu (1748). La enciclopedia cimentó la principal pretensión del movimiento: que el conocimiento del mundo humano, y la identificación de sus principios fundamentales, allanarían el camino del progreso. Como prolífico colaborador de la «Encyclopédie», publicando cerca de cuatrocientos artículos, muchos de ellos sobre política y música, Rousseau parecía haberse unido a un esfuerzo colectivo para establecer la primacía de la razón y, como escribió Diderot, para «devolver a las artes y a las ciencias la libertad que les es tan preciada».
Pero sus opiniones estaban cambiando. Una tarde de octubre de 1749, Rousseau viajó a una fortaleza en las afueras de París, donde Diderot, que había puesto a prueba los límites de la libertad de expresión con un tratado que cuestionaba la existencia de Dios, estaba cumpliendo unos meses de prisión. Leyendo un periódico en el camino, Rousseau observó un anuncio de un concurso de ensayo. El tema era «¿El progreso de las ciencias y las artes ha hecho más por corromper la moral o por mejorarla?». En sus «Confesiones«, publicadas en 1782, posiblemente la primera autobiografía moderna, Rousseau describió cómo «en el momento en que leí esto, contemplé otro universo y me convertí en otro hombre». Afirma que se sentó al borde del camino y pasó la siguiente hora en trance, empapando su abrigo en lágrimas, superado por la idea de que el progreso, en contra de lo que decían los filósofos de la Ilustración sobre sus efectos civilizadores y liberadores, estaba conduciendo a nuevas formas de esclavitud.
Es poco probable que Rousseau recibiera su epifanía de forma tan histriónica; puede que ya previamente hubiera empezado a formular sus herejías. En cualquier caso, su ensayo ganador del concurso, publicado en 1750 como su primera obra filosófica, «Discurso sobre los efectos morales de las artes y las ciencias», abundaba en afirmaciones dramáticas. Las artes y las ciencias, escribió, eran «guirnaldas de flores sobre las cadenas que pesan [sobre los hombres]«, y «nuestras mentes se han corrompido en proporción» al aumento del conocimiento humano. A mediados del siglo XVIII, los intelectuales de París habían erigido un estándar de civilización para que otros lo siguieran. En opinión de Rousseau, la nueva clase intelectual y tecnocrática emergente no hacía más que dar cobertura literaria y moral a los poderosos e injustos.
Diderot se complació con la polémica de Rousseau, sin darse cuenta inicialmente de que equivalía a una declaración de guerra contra su propio proyecto. La mayoría de sus compañeros consideraban que la ciencia y la cultura liberaban a la humanidad del cristianismo, el judaísmo y otros vestigios de lo que consideraban una superstición bárbara. Elogiaban a la clase burguesa emergente y daban mucha importancia a sus instintos de autoconservación e interés propio, así como a su espíritu científico y meritocrático. Adam Smith preveía un sistema global comercial abierto, impulsado por la envidia y la admiración de los ricos junto con los deseos miméticos de su poder y sus privilegios. Smith sostenía que el instinto humano de emulación de los demás podía convertirse en una fuerza moral y social positiva. Montesquieu pensaba que el comercio, que hace «útiles las cosas superfluas y necesarias las útiles», «curaría los prejuicios destructivos» y promovería «la comunicación entre los pueblos».
El poema de Voltaire «Le Mondain» (Lo mundano) describe a su autor como el propietario de finos tapices y vajilla de plata y de un carruaje adornado, deleitándose en el lujoso presente de Europa y despreciando su pasado religioso. Voltaire era el típico plebeyo interesado que promovía el comercio y la libertad como antídoto contra la autoridad arbitraria y la jerarquía. En la década siguiente a 1720, especuló lucrativamente en Londres y alabó sus inversiones en la bolsa como templo de la modernidad secular, donde «el judío, el mahometano y el cristiano tratan entre sí como si fueran todos de la misma fe, y sólo aplican la palabra infiel a las personas que se arruinan».
Exhortando a la búsqueda del lujo junto con la libertad de expresión, Voltaire y los demás habían articulado y encarnado un modo de vida en el que la libertad individual se alcanzaba mediante el aumento de la riqueza y la sofisticación intelectual. Contra esta revolución moral e intelectual, que llegaba tras siglos de sumisión ante el trono y el altar, Rousseau lanzó una contrarrevolución. La palabra «finanzas», dijo, es «una palabra de esclavos», y el funcionamiento secreto de los sistemas financieros es un «medio de hacer ladrones y traidores, y de poner la libertad y el bien público en subasta». Anticipándose a los Brexiters de hoy, afirmó que a pesar del poderío político y económico de Inglaterra, el país sólo ofrecía a sus ciudadanos una falsa libertad: «El pueblo inglés cree que es libre. Se engaña mucho a sí mismo; sólo es libre durante la elección de los miembros del Parlamento. En cuanto son elegidos, el pueblo está esclavizado y no cuenta para nada».
En casi veinte libros, Rousseau amplió sus objeciones a los intelectuales y a sus ricos mecenas, que presumían de decir a los demás cómo debían vivir. Rousseau compartía con sus adversarios un supuesto crucial: que la época de la tiranía clerical y de la monarquía sancionada por Dios estaba siendo sustituida por una era de creciente igualitarismo. Pero advirtió que los valores burgueses de la riqueza, la vanidad y la ostentación impedirían, en lugar de hacer avanzar, el crecimiento de la igualdad, la moralidad, la dignidad, la libertad y la compasión. Creía que una sociedad basada en la envidia y el poder del dinero, aunque prometiera el progreso, impondría en realidad un cambio psicológicamente debilitante a sus ciudadanos.
Rousseau se negaba a creer que la interacción de intereses individuales, destinada a hacer avanzar la nueva civilización, pudiera producir alguna armonía natural. El obstáculo, tal como él lo definió, existía en el alma de los hombres sociables o aspirantes a burgueses: era el ansia insaciable de conseguir el reconocimiento de su persona por parte de los demás, que lleva «a cada individuo a hacer más de sí mismo que de cualquier otro». La «sed» de mejorar «sus respectivas fortunas, no tanto por la necesidad real como por el deseo de superar a los demás», llevaría a la gente a intentar subordinar a los demás. Incluso los pocos afortunados en la cima de la nueva jerarquía permanecerían inseguros, expuestos a la envidia y la malicia de los de abajo, aunque ocultos tras una muestra de deferencia y civismo. En una sociedad en la que «todo el mundo finge trabajar por el beneficio o la reputación del otro, mientras sólo busca elevar la suya por encima de ellos y a su costa«, la violencia, el engaño y la traición se hacen inevitables. En la sombría visión del mundo de Rousseau, «la amistad sincera, la verdadera estima y la perfecta confianza están desterradas entre los hombres. Los celos, la sospecha, el miedo, la frialdad, la reserva, el odio y el fraude se ocultan constantemente». Esta vida interior patológica era una «contradicción» devastadora en el corazón de la sociedad moderna.
Según Rousseau, la tendencia de la civilización moderna a hacer que la gente busque la aprobación de aquellos a los que odia, deformó algo valioso en el hombre «natural»: la satisfacción sencilla y el amor propio no consciente. La verdadera libertad en estas circunstancias sólo podría alcanzarse superando al burgués hipócrita y dolorosamente dividido que llevamos dentro. Rousseau creía haber hecho este esfuerzo; se separó con meticulosa ostentación del hombre que desea ascender, «el tipo que actúa como librepensador«. En su «Disertación sobre el origen y el fundamento de la desigualdad de la humanidad», escribió: «En medio de tanta filosofía, humanidad y civilización, y de tan sublimes códigos de moralidad, no tenemos nada que mostrar sino una apariencia frívola y engañosa, el honor sin la virtud, la razón sin la sabiduría y el placer sin la felicidad.»
Las denuncias de Rousseau contra los intelectuales pueden haber adquirido una ventaja adicional por el hecho de que Voltaire lo expuso, en un panfleto anónimo, como un defensor hipócrita de los valores familiares: alguien que abandonó a sus cinco hijos en un hospital de niños expósitos. La vida de Rousseau mostró muchas diferencias entre la teoría y la práctica, por decirlo suavemente. Conocedor de los buenos sentimientos, era propenso a esconderse en callejones oscuros y a mostrarse ante las mujeres. Más comúnmente, era dado a la masturbación compulsiva mientras aconsejaba severamente contra ella en sus escritos.
Como muchos de los que moralizan contra los ricos, Rousseau no estaba muy interesado en las condiciones de los pobres. Simplemente suponía que su propia experiencia de desventaja social y pobreza -aunque rara vez era realmente pobre y tenía la habilidad de encontrar mecenas ricos- bastaba para que sus argumentos fueran superiores a los de personas que vivían vidas más privilegiadas. Como muchas víctimas autopercibidas, estaba convencido de que nadie intentaba realmente sentir su dolor. Meier, en su denso pero preciso y apasionante análisis, señala que el epígrafe del último libro de Rousseau es el mismo que el del primero: «Aquí soy el bárbaro, porque nadie me entiende«. En realidad, se trata de la nota menos chocante entre muchas afirmaciones melodramáticas que usó durante una carrera intelectual impulsada por la autocompasión y la recriminación.
Sin embargo, como Rousseau derivó sus ideas de experiencias íntimas de miedo, confusión, soledad y pérdida, conectó fácilmente con personas que se sentían excluidas. Los excesivamente adornados hombres de los salones de París, lamentó una vez Tocqueville, estaban «casi totalmente alejados de la vida práctica» y trabajaban «sólo a la luz de la razón». Rousseau, en cambio, encontró un eco receptivo entre la gente que hacía la traumática transición de la sociedad tradicional a la moderna, de la vida rural a la urbana. Sus libros, especialmente la novela romántica «Julie», superaron ampliamente las ventas de sus compañeros. La historia de la hija de un noble que se enamora de un joven tutor sin recursos, «Julie» fue la novela más vendida del siglo XVIII. Como señala Damrosch, trataba de personajes cuya «oscuridad rural les daba una mayor integridad que la de los seres sofisticados de la ciudad». La sabiduría ganada a pulso por los personajes, un tema presente en todas las novelas y otras obras de Rousseau, los hizo tan populares para Kant, en Königsberg, como para los provincianos silenciosamente desesperados de toda Europa.
Rousseau podría haber seguido la trayectoria profesional de tantos filósofos que, como ha escrito Robert Darnton, fueron «pensionados, consentidos y completamente integrados en la alta sociedad». Pero rechazó las oportunidades de aumentar su riqueza, rechazando el mecenazgo real. A medida que envejecía y se hacía más famoso, también se volvía más paranoico. Se peleó con la mayoría de sus amigos y simpatizantes, entre ellos Hume y Diderot, y mucha gente se burló de él como un loco. Sus desavenencias más amargas fueron con Voltaire. Sin embargo, durante la Revolución Francesa, los dos hombres, que murieron en 1778, fueron desenterrados de sus tumbas y alojados uno frente al otro en el Panteón. Su proximidad póstuma, que los incorporó conjuntamente a la mitología patriótica de la Revolución, les habría horrorizado.
A Rousseau le enfurecía la insensibilidad de los ricos de la sociedad, como Voltaire. Los ricos, escribió, tienen el deber de «no hacer nunca consciente a la gente de las desigualdades de riqueza». Mientras que el mayor enemigo de Voltaire era la Iglesia católica, y la fe religiosa en general, Rousseau, aunque crítico con la autoridad clerical, consideraba que la religión salvaguardaba la moral cotidiana y hacía tolerable la vida de los pobres. Afirmaba que los intelectuales laicos eran «dogmáticos muy despóticos«, que despreciaban los sentimientos sencillos de la gente corriente y que eran tan «crueles» en su «intolerancia» como los sacerdotes católicos.
Y, a diferencia de Voltaire, un modernizador verticalista que veía a los monarcas despóticos como probables aliados de los ilustrados, Rousseau esperaba un mundo sin ellos. La sociedad ideal de Rousseau era Esparta. Pequeña, austera, autosuficiente, ferozmente patriótica y desafiantemente no cosmopolita, era una visión tan idealizada de una comunidad política antigua como el califato del Estado Islámico lo es hoy para los islamistas radicales. Tal y como lo veía Rousseau, el impulso corruptor de promocionarse a uno mismo por encima de los demás se había sublimado en Esparta en orgullo cívico y patriotismo. Evidentemente, en una sociedad así no había lugar para el universalista intelectualoide que ama a los pueblos lejanos «para no tener que amar a sus vecinos».
Las réplicas de Rousseau al mercantilismo cosmopolita han constituido la base de los nacionalistas culturales y económicos de todo el mundo. El partido gobernante en Polonia, Ley y Justicia, que está ocupado en purgar a las «élites liberales» pro-UE de las instituciones nacionales y en integrar la homofobia y el antisemitismo, estaría encantado con las advertencias de Rousseau sobre los «cosmopolitas que van en busca de los deberes que desdeñan cumplir en su propio entorno». Al condenar al ostracismo sin piedad a mexicanos y musulmanes, Donald Trump puede encontrar mucho respaldo filosófico en «Émile; o, Sobre la educación». «Todo patriota es severo con los extraños», escribió Rousseau. «No son nada a sus ojos». Trump, en su disputa con Megyn Kelly, de Fox News, y con la mujer en general, también podría encontrar consuelo en la visión de Rousseau de la «mujer» como «hecha especialmente para complacer al hombre», que «debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo».
Muchas de estas proclamas de dureza variable contribuyeron a crear la percepción común de Rousseau como el padrino espiritual del fascismo. Pero hay muchas más pruebas de que sólo ensalzaba la colectividad en la medida en que era compatible con la libertad interior de sus miembros: la libertad del corazón. Como escribió en «Ensueños», «nunca pensé que la libertad del hombre consistiera en hacer lo que quiere, sino en no hacer lo que no quiere». Esta desconfianza básica hacia las restricciones externas a la autonomía individual se deslizó naturalmente hacia una sospecha de las grandes y opacas fuerzas del comercio internacional, la diferencia crucial, según István Hont, entre Rousseau y Adam Smith.
Los triunfos del imperialismo capitalista en el siglo XIX, y de la globalización económica después de la Guerra Fría, cumplieron a gran escala el sueño de la Ilustración de una civilización materialista mundial unida por el interés racional. Voltaire demostró ser, como escribió prescientemente Nietzsche, el «representante de las clases dominantes victoriosas y de sus valoraciones«, mientras que Rousseau parecía un mal perdedor. Sin embargo, en el contexto actual de rabia política, Rousseau parece haber captado, y encarnado, mejor que nadie el incendiario atractivo del victimismo en las sociedades construidas en torno a la búsqueda de la riqueza y el poder.
Rousseau fue el primero en hacer de la política algo intensamente personal. Nunca pudo sentirse seguro, a pesar de su gran éxito, en la pirámide social existente, y su sensibilidad desgastada registró con agudeza el atractivo de un ideal político de ciudadanos igualmente empoderados y virtuosos. Tocqueville señaló que la pasión por la igualdad puede hincharse hasta «el colmo de la furia» y ayudar a impulsar figuras y movimientos autoritarios al poder. Pero fue el ginebrino inadaptado a la sociedad, cuyos escritos Tocqueville decía leer a diario, el primero en atacar la modernidad por la forma injusta en que el poder llega a una élite en red.
Las recientes explosiones de resentimiento contra escritores y periodistas, así como contra políticos, tecnócratas, empresarios y banqueros, revelan cómo la historia de Rousseau sobre el corazón humano sigue representándose entre los desafectos. Puede que los jacobinos y los románticos alemanes hayan sido los discípulos más famosos e influyentes de Rousseau, pero la afirmación de Rousseau de que la metrópoli era una guarida de vicios y que la virtud residía en la gente corriente constituye un desafío perpetuamente renovable -de derecha e izquierda- a nuestros imperfectos acuerdos políticos y económicos. Son las personas desarraigadas con las complejas heridas de Rousseau las que han hecho y deshecho periódicamente el mundo moderno con sus demandas de igualdad radical y sus ansias de estabilidad. Es seguro que habrá muchos más de ellos, ya que miles de millones de jóvenes de Asia y África negocian la vorágine del progreso.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker
How Rousseau Predicted Trump
The Enlightenment philosopher’s attack on cosmopolitan élites now seems prophetic.
“I love the poorly educated,” Donald Trump said during a victory speech in February, and he has repeatedly taken aim at America’s élites and their “false song of globalism.” Voters in Britain, heeding Brexit campaigners’ calls to “take back control” of a country ostensibly threatened by uncontrolled immigration, “unelected élites,” and “experts,” have reversed fifty years of European integration. Other countries across Western Europe, as well as Israel, Russia, Poland, and Hungary, seethe with demagogic assertions of ethnic, religious, and national identity. In India, Hindu supremacists have adopted the conservative epithet “libtard” to channel righteous fury against liberal and secular élites. The great eighteenth-century venture of a universal civilization harmonized by rational self-interest, commerce, luxury, arts, and science—the Enlightenment forged by Voltaire, Montesquieu, Adam Smith, and others—seems to have reached a turbulent anticlimax in a worldwide revolt against cosmopolitan modernity.
No Enlightenment thinker observing our current predicament from the afterlife would be able to say “I told you so” as confidently as Jean-Jacques Rousseau, an awkward and prickly autodidact from Geneva, who was memorably described by Isaiah Berlin as the “greatest militant lowbrow in history.” In his major writings, beginning in the seventeen-fifties, Rousseau thrived on his loathing of metropolitan vanity, his distrust of technocrats and of international trade, and his advocacy of traditional mores.
Voltaire, with whom Rousseau shared a long and violent animosity, caricatured him as a “tramp who would like to see the rich robbed by the poor, the better to establish the fraternal unity of man.” During the Cold War, critics such as Berlin and Jacob Talmon presented Rousseau as a prophet of totalitarianism. Now, as large middle classes in the West stagnate and billions elsewhere move out of poverty while harboring unrealizable dreams of prosperity, Rousseau’s obsession with the psychic consequences of inequality seems even more prophetic and disturbing.
Rousseau described the quintessential inner experience of modernity: being an outsider. When he arrived in Paris, in the seventeen-forties, at the age of thirty, he was a deracinated looker-on, struggling with complex feelings of envy, fascination, revulsion, and rejection provoked by a self-absorbed élite. Mocked by his peers in France, he found keen readers across Europe. Young German provincials such as the philosophers Johann Gottlieb Fichte and Johann Gottfried von Herder—the fathers, respectively, of economic and cultural nationalism—simmered with resentment toward cosmopolitan universalists. Many small-town revolutionaries, beginning with Robespierre, have been inspired by Rousseau’s hope—outlined in his book “The Social Contract” (1762)—that a new political structure could cure the ills of an unequal and commercial society.
In the past decade, a number of books have asserted Rousseau’s centrality and uniqueness. Leo Damrosch’s biography, “Restless Genius” (2005), identified Rousseau as “the most original genius of his age—so original that most people at the time could not begin to appreciate how powerful his thinking was.” Last year, István Hont, in “Politics in Commercial Society,” a comparative study of Rousseau and Adam Smith, argued that we have not moved much beyond Rousseau’s fears and concerns: that a society built around self-interested individuals will necessarily lack a common morality. Heinrich Meier, in his new book, “On the Happiness of the Philosophic Life” (Chicago), offers an overview of Rousseau’s thought through a reading of his last, unfinished book, “Reveries of a Solitary Walker,” which he began in 1776, two years before his death. In “Reveries,” Rousseau moved away from political prescriptions and cultivated his belief that “liberty is not inherent in any form of government, it is in the heart of the free man.”
If Rousseau seems like the central protagonist in the anti-élitist revolt currently reconfiguring our politics, it is because he was present during the creation of the value system—the Enlightenment belief in what he called “the sciences, the arts, luxury, commerce, laws,” which changed the character of Western culture and eventually that of the world at large. The new dispensation generally benefitted men of letters. Rousseau, however, became one of its rare critics, at least partly because the Paris salon, the focal point of the French Enlightenment, was a milieu in which he had no real place.
Rousseau had little formal education, but he accumulated plenty of experience during a largely unsupervised childhood and adolescence. Born in Geneva in 1712, to a struggling watchmaker and a mother who died shortly after giving birth, he was only ten years old when his father deposited him with indifferent relatives and left town. At the age of fifteen, he ran away and found his way to Savoy, where he quickly became the boy toy of a Swiss-French noblewoman. She turned out to be the great love of his life, introducing him to books and music. Rousseau, always seeking substitutes for his mother, called her Maman.
By the time he arrived in Paris, he had already worked in various subordinate capacities throughout Europe: as an apprentice engraver in Geneva, a footman in Turin, a tutor in Lyons, a secretary in Venice. These experiences, Damrosch writes, “gave him the authority to analyze inequality as he did.” Soon after his move to Paris, he took up with a near-illiterate laundress, who bore him five children, and made his first tentative forays into salon society. One of his earliest acquaintances there was Denis Diderot, a fellow-provincial who was committed to making the most of that decade’s relatively free intellectual climate. In 1751, Diderot launched his “Encyclopédie,” which synthesized key insights of the French Enlightenment, such as those of Buffon’s “Natural History” (1749) and Montesquieu’s hugely influential “The Spirit of the Laws” (1748). The encyclopedia cemented the movement’s main claim: that knowledge of the human world, and the identification of its fundamental principles, would pave the path of progress. As a prolific contributor to the “Encyclopédie,” publishing nearly four hundred articles, many of them on politics and music, Rousseau appeared to have joined in a collective endeavor to establish the primacy of reason and, as Diderot wrote, to “give back to the arts and the sciences the liberty that is so precious to them.”
But his views were changing. One afternoon in October, 1749, Rousseau travelled to a fortress outside Paris, where Diderot, who had tested the limits of free expression with a tract that challenged the existence of God, was serving a few months in prison. Reading a newspaper on the way, Rousseau noticed an advertisement for an essay competition. The topic was “Has the progress of the sciences and arts done more to corrupt morals or improve them?” In his “Confessions,” published in 1782, and arguably the first modern autobiography, Rousseau described how “the moment I read this I beheld another universe and became another man.” He claims that he sat down by the roadside and spent the next hour in a trance, drenching his coat in tears, overcome by the insight that progress, contrary to what Enlightenment philosophes said about its civilizing and liberating effects, was leading to new forms of enslavement.
Rousseau is unlikely to have received his epiphany so histrionically; he may have already started formulating his heresies. In any case, his prize-winning entry in the contest, published in 1750 as his first philosophical work, “A Discourse on the Moral Effects of the Arts and Sciences,” abounded in dramatic claims. The arts and sciences, he wrote, were “garlands of flowers over the chains which weigh [men] down,” and “our minds have been corrupted in proportion” as human knowledge has increased. By the mid-eighteenth century, Paris’s intellectuals had erected a standard of civilization for others to follow. In Rousseau’s view, the newly emergent intellectual and technocratic class did little more than provide literary and moral cover for the powerful and the unjust.
Diderot was happy to indulge Rousseau’s polemic, and did not initially realize that it amounted to a declaration of war on his own project. Most of his peers saw science and culture as liberating humankind from Christianity, Judaism, and other vestiges of what they saw as barbarous superstition. They commended the emerging bourgeois class, and placed much stock in its instincts for self-preservation and self-interest, and in its scientific, meritocratic spirit. Adam Smith envisaged an open global system of trade powered by envy and admiration of the rich along with mimetic desires for their power and privileges. Smith argued that the human instinct for emulation of others could be turned into a positive moral and social force. Montesquieu thought that commerce, which renders “superfluous things useful and useful ones necessary,” would “cure destructive prejudices” and promote “communication among peoples.”
Voltaire’s poem “Le Mondain” depicts its author as the owner of fine tapestries and silverware and an ornate carriage, revelling in Europe’s luxurious present and scorning its religious past. Voltaire was typical of the self-interested commoner who promoted commerce and liberty as an antidote to arbitrary authority and hierarchy. In the seventeen-twenties, he speculated lucratively in London and hailed its stock exchange as a temple of secular modernity, where “Jew, Mohammedan and Christian deal with each other as though they were all of the same faith, and only apply the word infidel to people who go bankrupt.”
Exhorting the pursuit of luxury together with the freedom of speech, Voltaire and the others had articulated and embodied a mode of life in which individual freedom was achieved through increased wealth and intellectual sophistication. Against this moral and intellectual revolution, which came after centuries of submission before throne and altar, Rousseau launched a counterrevolution. The word “finance,” he said, is “a slave’s word,” and the secret workings of financial systems are a “means of making pilferers and traitors, and of putting freedom and the public good upon the auction block.” Anticipating today’s Brexiters, he claimed that despite England’s political and economic might, the country offered its citizens only a bogus liberty: “The English people thinks it is free. It greatly deceives itself; it is free only during the election of members of Parliament. As soon as they are elected, the people are enslaved and count for nothing.”
In the course of nearly twenty books, Rousseau amplified his objections to intellectuals and their rich patrons, who presumed to tell other people how to live. Rousseau did share a crucial assumption with his adversaries: that the age of clerical tyranny and divinely sanctioned monarchy was being replaced by an era of escalating egalitarianism. But he warned that the bourgeois values of wealth, vanity, and ostentation would impede rather than advance the growth of equality, morality, dignity, freedom, and compassion. He believed that a society based on envy and the power of money, though it might promise progress, would actually impose psychologically debilitating change on its citizens.
Rousseau refused to believe that the interplay of individual interests, meant to advance the new civilization, could produce any natural harmony. The obstacle, as he defined it, existed in the souls of sociable men or wannabe bourgeois: it was the insatiable craving to secure recognition for one’s person from others, which leads “each individual to make more of himself than of any other.” The “thirst” to improve “their respective fortunes, not so much from real want as from the desire to surpass others,” would lead people to try to subordinate others. Even the lucky few at the top of the new hierarchy would remain insecure, exposed to the envy and malice of those below, albeit hidden behind a show of deference and civility. In a society in which “everyone pretends to be working for the other’s profit or reputation, while only seeking to raise his own above them and at their expense,” violence, deceit, and betrayal become inevitable. In Rousseau’s bleak world view, “sincere friendship, real esteem and perfect confidence are banished from among men. Jealousy, suspicion, fear, coldness, reserve, hate, and fraud lie constantly concealed.” This pathological inner life was a devastating “contradiction” at the heart of modern society.
According to Rousseau, modern civilization’s tendency to make people seek the approval of those they hate deformed something valuable in “natural” man: simple contentment and unself-conscious self-love. True freedom in these circumstances could be reached only by overcoming the hypocritical, painfully divided bourgeois within us. Rousseau thought that he had made this effort; he separated himself with a showy fastidiousness from the upwardly mobile man, “the sort who acts the part of the Freethinker.” In his “Dissertation on the Origin and Foundation of the Inequality of Mankind,” he wrote, “In the midst of so much philosophy, humanity, and civilization, and of such sublime codes of morality, we have nothing to show for ourselves but a frivolous and deceitful appearance, honor without virtue, reason without wisdom, and pleasure without happiness.”
Rousseau’s denunciations of intellectuals may have acquired an extra edge from the fact that Voltaire exposed him, in an anonymous pamphlet, as a hypocritical proponent of family values: someone who consigned all five of his children to a foundling hospital. Rousseau’s life manifested many such gaps between theory and practice, to put it mildly. A connoisseur of fine sentiments, he was prone to hide in dark alleyways and expose himself to women. More commonly, he was given to compulsive masturbation while sternly advising against it in his writings.
Like many who moralize against the rich, Rousseau was not much interested in the conditions of the poor. He simply assumed that his own experience of social disadvantage and poverty—though he was rarely truly poor and had a knack for finding wealthy patrons—sufficed to make his arguments superior to those of people who lived more privileged lives. Like many self-perceived victims, he was convinced that no one really tried to feel his pain. Meier, in his dense but precise and enthralling analysis, points out that the epigraph of Rousseau’s last book is the same as that of his first: “Here I am the barbarian, because I am not understood by anyone.” It is actually the least jarring of the many melodramatic notes he struck during an intellectual career driven by self-pity and recrimination.
Yet, because Rousseau derived his ideas from intimate experiences of fear, confusion, loneliness, and loss, he connected easily with people who felt excluded. Periwigged men in Paris salons, Tocqueville once lamented, were “almost totally removed from practical life” and worked “by the light of reason alone.” Rousseau, on the other hand, found a responsive echo among people making the traumatic transition from traditional to modern society—from rural to urban life. His books, especially the romance novel “Julie,” vastly outsold those of his peers. The story of a nobleman’s daughter who falls in love with an impecunious young tutor, “Julie” was the best-selling novel of the eighteenth century. As Damrosch notes, it dealt with characters whose “rural obscurity gave them a greater integrity than city sophisticates had.” The characters’ hard-won wisdom, a theme throughout Rousseau’s novels and other works, made them as popular with Kant, in Königsberg, as with quietly desperate provincials throughout Europe.
Rousseau could have followed the professional trajectory of the many philosophes who, as Robert Darnton has written, were “pensioned, petted, and completely integrated in high society.” But he turned down opportunities to enhance his wealth, refusing royal patronage. As he grew older and more famous, he also became more paranoid. He quarrelled with most of his friends and well-wishers, including Hume and Diderot, and many people derided him as a madman. His bitterest disagreements were with Voltaire. Yet, during the French Revolution, the two men, who both died in 1778, were disinterred from country graves and lodged opposite each other in the Panthéon. Their posthumous proximity, which enlisted them jointly into the patriotic mythology of the Revolution, would have horrified them.
Rousseau was infuriated by the callousness of wealthy socialites like Voltaire. The rich, he wrote, have a duty “never to make people conscious of inequalities of wealth.” Whereas Voltaire’s biggest foe was the Catholic Church, and religious faith in general, Rousseau, though critical of clerical authority, saw religion as safeguarding everyday morality and making the life of the poor tolerable. He claimed that secular intellectuals were “very imperious dogmatists,” contemptuous of the simple feelings of ordinary people, and as “cruel” in their “intolerance” as Catholic priests.
And, unlike Voltaire, a top-down modernizer who saw despotic monarchs as likely allies of enlightened people, Rousseau looked forward to a world without them. Rousseau’s ideal society was Sparta. Small, austere, self-sufficient, fiercely patriotic, and defiantly un-cosmopolitan, it was as much an idealized vision of an ancient political community as the Islamic State caliphate is to radical Islamists today. As Rousseau saw it, the corrupting urge to promote oneself over others had been sublimated in Sparta into civic pride and patriotism. There was obviously no place in such a society for the universalist egghead who loves distant peoples “so as to be spared having to love his neighbors.”
Rousseau’s rejoinders to cosmopolitan commercialism have constituted the basic stock-in-trade of cultural and economic nationalists worldwide. Poland’s ruling Law and Justice Party, which is busy purging pro-E.U. “liberal élites” from national institutions and mainstreaming homophobia and anti-Semitism, would be thrilled by Rousseau’s warnings about the “cosmopolitans who go on distant bookish quests for the duties which they disdain to fulfill in their own surroundings.” Pitilessly ostracizing Mexicans and Muslims, Donald Trump may find much philosophical backup in “Émile; or, On Education.” “Every patriot is severe with strangers,” Rousseau wrote. “They are nothing in his eyes.” Trump, in his tussle with Megyn Kelly of Fox News, and with womankind in general, might also draw comfort from Rousseau’s view of “woman” as “specially made to please man,” who “must make herself agreeable to man rather than provoke him.”
Many such proclamations of varying harshness helped to create the commonplace perception of Rousseau as the spiritual godfather of Fascism. But there is much more evidence that he extolled the collective only insofar as it was compatible with the inner freedom of its members—freedom of the heart. As he wrote in “Reveries,” “I had never thought the liberty of man consists in doing what he wishes, but rather in not doing that which he does not wish.” This basic distrust of external constraints on individual autonomy naturally slid into a suspicion of the great and opaque forces of international trade—the crucial difference, according to István Hont, between Rousseau and Adam Smith.
The triumphs of capitalist imperialism in the nineteenth century, and of economic globalization after the Cold War, fulfilled on a grand scale the Enlightenment dream of a worldwide materialist civilization knit together by rational self-interest. Voltaire proved to be, as Nietzsche presciently wrote, the “representative of the victorious, ruling classes and their valuations,” while Rousseau looked like a sore loser. Against today’s backdrop of political rage, however, Rousseau seems to have grasped, and embodied, better than anyone the incendiary appeal of victimhood in societies built around the pursuit of wealth and power.
Rousseau was the first to make politics intensely personal. He could never feel secure, despite his great success, in the existing social pyramid, and his abraded sensibility registered keenly the appeal of a political ideal of equally empowered and virtuous citizens. Tocqueville pointed out that the passion for equality can swell to “the height of fury” and help boost authoritarian figures and movements to power. But it was the socially maladjusted Genevan, whose writings Tocqueville claimed to read every day, who first attacked modernity for the unjust way in which power accrues to a networked élite.
The recent explosions of ressentiment against writers and journalists as well as against politicians, technocrats, businessmen, and bankers reveal how Rousseau’s history of the human heart is still playing itself out among the disaffected. The Jacobins and the German Romantics may have been Rousseau’s most famous and influential disciples, but Rousseau’s claim that the metropolis was a den of vice and that virtue resided in ordinary people makes for a perpetually renewable challenge—from the right and the left—to our imperfect political and economic arrangements. It is uprooted people with Rousseau’s complex wounds who have periodically made and unmade the modern world with their demands for radical equality and cravings for stability. There will be many more of them, it is safe to say, as billions of young people in Asia and Africa negotiate the maelstrom of progress. ♦