Cómo Putin ha unido a Ucrania
«Pretender que Ucrania no existe y que es una provincia rusa, como afirma Putin, es tan absurdo como afirmar que Bélgica, Suiza, Quebec o Senegal deberían volver a Francia porque se habla francés. Del mismo modo, decir que las fronteras de Ucrania deben ser puestas en tela de juicio porque son artificiales es igualmente absurdo»
¿Qué es una nación? A esta compleja pregunta el historiador francés Ernest Renan dio en 1882 una respuesta que desde entonces ha sentado cátedra: «Una nación tiene dos fundamentos, la posesión de un legado de memorias compartidas y el deseo de vivir juntos». Si Putin hubiera leído a Renan, algo improbable, sabría que Ucrania es de hecho una nación, pues las dos bases están presentes y son indiscutibles: una larga historia compartida y la elección de la democracia. Una nación, por lo tanto, no se define por una etnia, un idioma o una religión.
No todos los ucranianos hablan ucraniano; algunos prefieren el ruso, otros el polaco o incluso el yiddish. Pero la diversidad de idiomas es normal en la mayoría de las naciones. Igual que la pluralidad de religiones: el presidente Zelenski es judío; los tártaros de Crimea son musulmanes; en Leópolis, que era polaca, son más bien católicos, y otros ortodoxos, bajo la autoridad del patriarcado de Kiev, distinto del de Moscú.
Pretender que Ucrania no existe y que es una provincia rusa, como afirma Putin, es tan absurdo como afirmar que Bélgica, Suiza, Quebec o Senegal deberían volver a Francia porque se habla francés. Del mismo modo, decir, como hace Putin, que las fronteras de Ucrania deben ser puestas en tela de juicio porque son artificiales es igualmente absurdo; todas las fronteras son artificiales, pues fueron establecidas por conflictos militares y tratados internacionales. La demarcación entre Rusia y Ucrania se trazó en 1917, cuando la URSS se constituyó en una confederación de naciones; cuando la URSS se disolvió en 1991, cada nación constituida se volvió independiente. Y la inviolabilidad de las fronteras internacionales ha sido, desde 1945, la base del orden mundial, consagrada en la Carta de Naciones Unidas.
Cuestionar este principio equivaldría a desencadenar una barbarie generalizada de la que no se libraría ningún continente. Por ejemplo, ¿habría que devolver Leópolis a Polonia, ya que fue polaca entre las dos guerras mundiales? ¿O a Austria, ya que fue austriaca hasta 1919? ¿O a Israel, ya que los judíos eran mayoría (mi familia es de allí)? Llamada sucesivamente Lemberg, Lvov y Lviv, la ciudad ahora es ucraniana ya que, según la acertada definición de Renan, su historia pertenece al legado histórico compartido por los ucranianos.
De la misma manera, las regiones orientales anexionadas por Putin, el Donbass y Lugansk, así como Crimea, son evidentemente ucranianas, a menos que volvamos a una definición paleolítica de la nación; de la definición jurídica de la frontera, retornaríamos a una definición étnica, es decir, mitológica. En esta descabellada hipótesis, Crimea tendría que ser devuelta a los tártaros, la población original que fue expulsada por Stalin, que los sustituyó por soldados rusos.
Pero para comprender mejor hasta qué punto Ucrania se ha convertido en una verdadera nación, indiscutible, debemos apelar al segundo principio de Renan: la voluntad de vivir juntos, algo que no ha dejado de manifestarse, de crecer, desde que se proclamó la independencia en 1991. Como prueba de ello recordaremos las manifestaciones populares en la plaza Maidán de Kiev en 1994; una reivindicación de democracia nacional contra un presidente prorruso y pagado por Rusia.
Desde entonces, la participación en las elecciones ha sido masiva, quizá no del todo honesta, pero siempre con una mayoría a favor de Occidente, de la adhesión a la OTAN y a la Unión Europea. Los ucranianos han elegido su futuro en Europa, lo más lejos posible, no de Rusia como tal, sino del putinismo. Así podemos entender mejor la rabia destructiva de Putin contra Ucrania: estos eslavos, primos de los rusos, culturalmente muy semejantes a los rusos, cuando pueden elegir su destino, miran hacia Occidente y no hacia Moscú.
El peligro para Putin no es una hipotética adhesión de Ucrania a la OTAN o a la Unión Europea, sino la democracia ucraniana. Es la democracia lo que tiene que destruir antes de que, por contagio, llegue a la propia Rusia. Esto es lo que Putin no puede confesarse a sí mismo. Solo le queda calificar a los dirigentes de Kiev de neonazis (curioso ya que el presidente es judío) mientras aplica la misma estrategia de Adolf Hitler: primero mentir, luego invadir.
Abandonar Ucrania a Putin significaría para Occidente renunciar a la universalidad de la democracia y a la inviolabilidad de las fronteras, y fomentar las conquistas étnicas y religiosas (en China, en África y en Oriente Próximo). Por suerte, los ucranianos no se dejarán destruir. Al contrario, Putin ha unificado Ucrania atacándola y dándole un alma. «Una nación es un alma -dice Renan, un principio espiritual». Es en lo que se ha convertido Ucrania.