La vida y obra del escritor ruso Vasili Grossman representan una gran lección sobre los horrores continuos del siglo XX. La traducción al español de esa obra monumental, Vida y destino, merece en los tiempos que corren toda nuestra atención.
Pero yo, en el fondo también yo, aplaco mis dudas.
Pero es diferente, yo soy un revolucionario.
Una interrogante recorre todavía los estudios de la Unión Soviética: ¿cuándo murió la Revolución de Octubre? ¿Dónde perdió sustancia el ideal revolucionario y se convirtió en la justificación de crímenes atroces y violencias cotidianas? En Vida y destino, de Vasili Grossman, no hay una respuesta. La batalla por Stalingrado —un punto coyuntural en la historia del siglo XX— sirve al autor para hacer un magnífico desglose de los bordes y las aristas de la vida soviética. Allí, la revolución se renueva y se condena a diario. Es asfixiada por el totalitarismo y la violencia absurda de la guerra, pero sobrevive en la resistencia antifascista y en la esperanza de que un mundo nuevo es inminente cuando la solidaridad echa raíz entre los escombros.
Vasili Grossman nació en 1905 en Berdichev, al norte de la actual Ucrania, en una familia judía asimilada. Después de abandonar una carrera como ingeniero químico en 1930, Grossman se convirtió en escritor y en corresponsal de guerra para el Ejército Rojo. Durante la Segunda Guerra Mundial cubrió las batallas de Berlín y Stalingrado y fue uno de los primeros periodistas en presenciar la liberación de los campos de exterminio alemanes.1
Entre 1943 y 1949 Grossman trabajó en su primera novela sobre la guerra, Stalingrado, que publicó en la URSS en 1952 bajo el título de Por una causa justa tras las correcciones impuestas por la censura soviética. Vida y destino fue concebida como una secuela a este libro, sin embargo, la experiencia del autor con el antisemitismo estaliniano en la década de los cincuenta cambió el tono de la obra. Grossman escribe su magnum opus desde una posición distinta a la de sus años como corresponsal, con un conocimiento íntimo de la persecución, la propaganda y el terror. En 1960, en contra de las recomendaciones de sus allegados, sometió el manuscrito de Vida y destino a publicación con la esperanza de que la desestalinización de Jrushchov le favoreciera. Pero en febrero de 1961 la KGB allanó su residencia y confiscó el manuscrito, las cintas de la máquina de escribir y todo el material relacionado. Mijaíl Súslov, el ideólogo en jefe del politburó del PCUS2 envió una carta a Grossman donde le informaba que su trabajo no podía ser publicado “hasta dentro de 200 o 300 años”.3 El autor contestó implorando libertad para su obra, pero no obtuvo respuesta. En una profunda depresión y sin saber cuál sería el destino de su libro, Vasili Grossman murió de cáncer de estómago en 1964.
Ilustración: Estelí Meza
Afortunadamente dos manuscritos se salvaron, uno gracias a al poeta Semion Lipkin, y otro bajo custodia de una vieja amiga de Grossman. En 1974, con la ayuda del científico nuclear Andrei Sájarov, la copia de Lipkin fue pasada a microfilm y llevada clandestinamente a Suiza, donde se publicó por primera vez en 1980 en su idioma original. Ocho años más tarde, durante la época del Glásnost, la revista Oktyabr publicó el libro en Moscú. Ahísirvió, quizá, como un recordatorio de los errores y los excesos de la guerra y del experimento soviético, de todo lo que tenía que irse. Sin embargo, a más de treinta años de la caída del muro, hay mucho más que eso en Vida y destino. Hay una mirada profunda a la absoluta locura que fue y que sigue siendo en la memoria, el siglo XX.
El siglo XX: la gente y las cosas
Ante todo, Vida y destino es un despliegue de sensibilidad. Cada historia está imbuida de una transparencia vívida que devela —por medio de los nodos de la familia Sháposhnikov— la tragedia de toda Rusia. Esta humanidad profunda que Grossman imprimió en sus personajes es resultado de su propia vida. Su madre murió a manos de los alemanes, su esposa fue arrestada por la policía secreta y él vivió directamente las consecuencias del antisemitismo soviético.
Víktor Pávlovich Shtrum, quizá el personaje principal, es un físico nuclear de ascendencia judía que es claramente un modelo del mismo Grossman. Shtrum, en la cumbre de su carrera y frente a un descubrimiento de proporciones insospechadas, se siente absolutamente solo. Las adulaciones vacías le repugnan, las microtraiciones lo desgastan, su vida está sitiada por el silencio. Frente a él, el socialismo se fuga lentamente de las cosas cuando las secuelas de la persecución estalinista revelan que los instrumentos, los escritorios, las banderas, no alojaban de verdad la voluntad del pueblo. Hay una lucha constante entre el mundo de los finos vínculos que unen al miedo con la confianza, a la intimidad con la rutina, y el mundo de las cosas.
Esta lucha se presenta, a lo largo del libro, como un diálogo. ¿Qué dice de la humanidad un millón de metros de concreto vaciados en el piso, trazados con cuidado, con el único objetivo de asfixiar a un pueblo entero? ¿Es solamente un error que la genialidad humana se haya enfocado toda, por un momento, en producir la muerte? Para Grossman estas preguntas son insuficientes, no interesa resolverlas sino explorarlas: un físico nuclear no puede albergar en su corazón nada más que sentimientos cuánticos. Un viejo bolchevique no encuentra el mayor reto a su ideología en el nacionalismo ruso ni en los amargos recuerdos de 1937 sino en las paredes del campo de concentración, en la rotación rítmica de un cigarrillo en los dedos de un oficial de la SS. El bosque ucraniano y el tránsito estepario, la ciudad derrumbada. Los escenarios hacen a las personas, moldean sus sentimientos y sus convicciones, y ellas están en cierta medida conscientes de esto.
En algún momento las hijas, los pilotos, los prisioneros, encuentran en las raíces de su tragedia y en las imágenes de su porvenir las grandes fuerzas de la Historia. Las cosas, los entornos, suelen invitar a los personajes de Grossman a ver más allá de sus propias líneas. La libertad no es entonces la gran pintura en el museo occidental ni un títere retórico de la burguesía, es un vacío cuya gravedad abre silencios entre amigos, sentencia niños de cinco años y entierra cada mañana las promesas de la revolución. La carta pisoteada, el miedo frente al auricular, el contraste entre la fuerza del acero y la fragilidad de la vida. La promesa de la técnica se muestra, ante los horrores de la guerra, como un engaño. De qué sirve el progreso de este siglo si no hay avances en el área del amor, si no hay descubrimientos en la moral.
La vida de Liudmila Nikolayévna Shápshnikova muestra una imagen que la une con el caído anónimo, con el guardia del gulag. Millones de vidas confluyen en un momento minúsculo, pero se mantienen propias. El arrastre de la historia arranca de la tierra las intenciones más sinceras y transforma a una ciudad industrial cualquiera en el centro de la civilización. Sin embargo, siempre hay espacio para decidir, para tomar en las propias manos ocho minutos de paciencia, diez horas de sueño, una taza más de té. Grossman dibuja el desarrollo de mediados del siglo XX con su ubicuidad intimidante y su potencial destructivo, pero el primer plano siempre es la gente. Aún frente a estas fuerzas la agencia es intocable. Este argumento puede no parecer esencialmente novedoso pero es decisivo cuando se toma en cuenta el contexto en el que representa estos intersticios de agencia: la vida bajo el totalitarismo.
Los totalitarismos frente al Volga
Quizá la primera lección que sobresale en Vida y destino es que la humanidad no puede ser interrumpida, que al final todo es un reflejo de lo que somos. Son humanos el terror, la abnegación, el hartazgo y la rebeldía. Poco pueden la responsabilidad, el miedo y la censura borrar la silueta de las historias individuales. Al final, las personas siguen ahí, y sus deseos, las fibras más finas de sus anhelos, se agrandan ante el embate de los bombardeos. No es menos humano entonces el que reniega amargamente del Partido ni el que da todo por él sin cuestionarlo. Hay algo inasible que permanece: “Era como si subrayara que no había fuerza capaz de impedir a los hombres seguir siendo hombres, que el poderoso Estado es incapaz de invadir la esfera de los padres, los hijos, las hermanas” (p. 895).
Grossman ilustra aquí ciertos argumentos de Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. El campo de concentración fue la punta de lanza de un intento por dominarlo todo. En palabras de Arendt:
Los campos no tienen como único objetivo exterminar personas y degradar seres humanos, también sirven como horribles experimentos para eliminar, bajo condiciones científicamente controladas, la espontaneidad misma como expresión del comportamiento humano y de transformar la personalidad humana en una cosa, algo que ni siquiera los animales son.4
Sin embargo, en Vida y destino, este experimento fracasó en la Ucrania ocupada y en la prisión soviética de la Lubianka. Nikolai Grigórevich y sus compañeros de celda encuentran pequeños espacios para regresar a ellos mismos y ni siquiera bajo la más absurda tortura física y psicológica abandonan sus ganas de sobrevivir. Sofia Ósipovna, en su trayecto a la cámara de gas, descubre las cosas más profundas sobre sí misma y en el vestíbulo del exterminio encuentra paz, actúa, se rebela simbólicamente ante un hecho consumado insoportable.
Sin embargo, la Alemania Nazi y la Unión Soviética no se encuentran frente a frente sólo en el experimento por la dominación total. En Vida y destino¸ los paralelos entre los dos regímenes son un elemento central. El pueblo soviético, en la pluma de Grossman, se mira reflejado en el agua turbia del Volga y se pregunta: ¿somos enemigos? ¿Somos hermanos? ¿Todo lo que nos separa es este río? La idealización del Estado obrero que lucha a muerte contra el mal absoluto palidece cuando es evidente que no hay gloria en la muerte misma. Que los cadáveres apilados de un lado y del otro murieron por un Estado y sus intereses, no en beneficio de su raza o de su clase. Los miembros de la SS justifican y le rinden culto a la personalidad de Hitler casi de la misma manera en la que los bolcheviques de los años 1940 lo hacen con Stalin. Sus luchas se han alejado de un horizonte ideológico coherente. Mijaíl Sidórovich, un viejo revolucionario, se da cuenta de esto cuando en una entrevista con un oficial alemán se descubre siguiéndolo en sus sesgos y apologías.
En esta comparación, Grossman no sólo denuncia los dos totalitarismos sino los confronta. En Vida y destino hace un esfuerzo por decirlo todo, por representar todas las formas cognoscibles para él del amor, del dolor, de la furia. El argumento más fuerte contra los totalitarismos es entonces la humanidad misma. El mosaico de sensibilidades que extiende en su obraes un revés a aquellos que creyeron que podían hacer caber todo en la materialización específica de una idea. No hay un reclamo en nombre del pluralismo ni un intento por discutir con el estalinismo en sus propios términos, Grossman sólo presenta la evidencia de que las personas están ahí y que la infinita complejidad de sus vidas no puede ser abarcada por la línea del Partido. En esta refutación hay, sin embargo, algo más. En los valores y las formas que celebra, más allá de los horrores que denuncia, se puede entrever una propuesta.
Algo de la promesa utópica del socialismo resucitó en el antifascismo de la Segunda Guerra Mundial. Si el Ejército Rojo no pudo salvar a los rusos de sí mismos por lo menos ofreció liberar al mundo del fascismo, poner un dique al fin, despertar a Europa de su pesadilla. Pero, de nuevo, no hay aquí una lucha de fuerzas mitológicas. Son las pequeñas victorias las que voltean el curso de la guerra. El futuro no renace tras un amanecer ex-machina. Cada soldado, cada enfermera, cada ciudadano soviético jaló con una cuerda el mañana, titánico e imperfecto, al presente. La paciencia, el valor y la solidaridad derrotaron al fascismo en Vida y destino puesto que son las únicas fuerzas unidireccionales, las únicas que horadaron el velo con el que el nazismo cubría a Europa.
El Partido y la movilización estalinista empujaron las piedras e invocaron al trueno, pero fueron también responsables, desde el 37, de privar al ejército de sus hijos más brillantes. Son atribuibles a la maquinaria estatal soviética casi tantos errores como aciertos. Las historias de Grossman muestran que la idea del autoritarismo como único vehículo de la justicia es un engaño. No fue una violencia bruta y ciega la que venció al fascismo y no fue la bandera de la venganza la que ondeó sobre el Reichstag.
La victoria de 1942 no es atribuible entonces a una “Rusia inconquistable”. No fueron la mano dura de Stalin ni las recetas de Lenin las que terminaron por hacer el contrapeso. Fue el fino margen de libertad que sobrevivió a pesar del estalinismo. Fueron las redes de solidaridad, las ganas inexorables de sobrevivir, de estar de nuevo frente a una taza de té, acurrucado en una isba, de retomar un trabajo apasionante o de reencontrarse con la sonrisa anhelada. El totalitarismo aplastó sueños y adormeció sensibilidades, pero el socialismo soviético acertó en promover y alimentar el idealismo, la dedicación, el arrojo. Atinó, sobre todo, en renovar una idea que hoy se antoja invencible: que estamos aquí para caminar juntos a un futuro justo, vivible, feliz. Eso es lo que salvó al mundo del nazismo aquel año en Stalingrado —y quizá lo que pueda salvarnos de nuevo: la firme creencia de que la vida tiene sentido, que la tragedia no es nuestro destino.
• Vasili Grossman, Vida y destino, trad. Marta-Íngrid Rebón Rodríguez, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1.a ed., 2.a reimpr., 2019, 1104 p.
Guillermo Schoning García
Estudiante de la Licenciatura en Relaciones Internacionales en El Colegio de México.
1 Robert Chandler, introd. a Vasili Grossman, Life and Fate, NYRB Classics, Nueva York, trad. Robert Chandler, 2006, p. xiii.
2 Partido Comunista de la Unión Soviética.
3 Ibid., p. xvii.
4 Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism, Nueva York, Meridian Books, 2.a ed., 1958, p. 438. Traducción propia.