Como Ubu rey, el genio de Maduro se basa en su absoluta falta de dignidad
Mallarmé decía que toda vida concluye en un libro. Creo que la cosa es al revés: cada libro (y cada guión) concluye en una vida. No podríamos entender los excesos de Stalin o los desvaríos de Putin sin Memorias de una princesa rusa, a Cromwell sin Ricardo Tercero de Shakespeare, a la operática visión de Benito Mussolini sin la música de Giussepe Verdi, a Hitler sin las novelas de aventuras de Karl May. Y es imposible detectar el genio político del presidente de Venezuela Nicolás Maduro, sin su precursor teatral, Ubu rey. En ambos casos, el éxito se basa en la absoluta falta de dignidad.
Ubu rey es una obra de Alfred Jarry estrenada a fines del siglo diecinueve en París. Ubu irrumpe en el escenario gritando «¡MIERDRA!» (sí, con dos erres) y representa, según algunos críticos, «todo lo grotesco e innoble del poder político y del gobierno». Ubu es un capitán del ejército que por instigación de su esposa decide derrocar al rey de Polonia e instalar una feroz dictadura. Para eso sube los impuestos a la estratósfera, saquea las arcas del gobierno, y maneja el poder de la manera más corrupta posible. El usurpador tiene grandes dimensiones físicas, es un perfecto glotón, y en su enorme panza muestra una espiral. Su egocentrismo es tal, que dedica buena parte de sus jornadas a observarse el ombligo.
La agudeza de Jarry consistió en mostrar una nueva clase de tirano. Ubu no le teme al ridículo, desdeña el asco que inspira en sus súbditos. Por eso es invencible.
Quien quiera entender el fenómeno de la perduración del chavismo en el poder, debe prescindir en sus elucubraciones hasta del propio Hugo Chávez, el chabacano fundador del movimiento, o de alguno de sus dirigentes. La chocarrería de Diosdado Cabello, el desabrido, fruncido gesto de Elías Jaua, la resbalosa personalidad de José Vicente Rangel, la amable complacencia de Rafael Ramírez, uno de los hombres más ricos del mundo, o el permanente rictus de estar olfateando algo desagradable exhibido por la fiscal general Luisa Marvelia Ortega Díaz, no pueden compararse con la intrepidez de Maduro.
El presidente de la Asamblea Nacional tiene sus agachadas. Cabello canceló su viaje a la Argentina para defender su prestigio, pues en su visita debería reunirse con el vicepresidente Amado Boudou, quien en vez de portar una cédula de identidad carga con un prontuario. Jaua tiene grandes ínfulas pero anda de capa caída desde que lo llevaron engañado a Brasil haciéndole creer que haría un vuelo interno. Hasta el doctor Rangel necesita a veces emerger de la isla de la fantasía y desempolvar sus credenciales como ex defensor de los derechos humanos. Ramírez hace creer en ocasiones, con gesto adusto, que le interesa el destino de Venezuela. Y la fiscal general de la república en una ocasión quiso mostrar una actitud independiente, tras las violaciones a los derechos humanos durante las protestas de comienzos de este año (después se olvidó de su valiente actitud al verificar que los organismos de las Naciones Unidas tardan años en fundamentar decisiones que siempre son bloqueadas por alguno de sus verdaderos dueños, generalmente Estados Unidos, Rusia o China). Los seres antes mencionados comparten un atributo humano: en ocasiones, aunque sea una o dos veces en la vida, sienten miedo. Pero no Maduro. Su temeridad se basa, curiosamente, en dos rasgos difíciles de combinar en un político: su total obsecuencia, y su genuina falta de dignidad. Si mañana el ave canora que habita el espíritu de Chávez le sopla al oído que debe caminar sobre las aguas, Maduro caminará sobre las aguas. Si Fidel Castro le ruega que se lance de un avión desde diez mil metros de altura, sin paracaídas, Maduro no dudará un momento.
CÓMO MANTENERSE EN EL PODER
Muchos antichavistas son incapaces de entender cómo Maduro es presidente de Venezuela. Pero la explicación es lógica.
Maduro no necesita gobernar. En realidad, nadie gobierna en Venezuela. Dictar leyes a troche y moche no es gobernar. En cambio hundir al país es juego de niños.
Cualquiera puede hacerlo.
Si el lector de Tal Cual revisa los últimos siglos de historia venezolana, verá que sabios conocedores de la especie humana, a partir de Simón Bolívar, perdieron el poder de manera ignominiosa. En cambio Maduro persiste, y se afianza en su cargo. Por lo tanto, es necesario preguntarse: ¿es atinado menospreciarlo? Póngase el lector la mano en el corazón y pregúntese con toda sinceridad: ¿Podría haber enfrentado Hugo Chávez el colapso total de Venezuela con el aplomo exhibido por Maduro? Es impensable. En una situación similar hubiera optado entre dos vías: negociar algún tipo de arreglo con la oposición, a fin de que todos se hundieran en el mismo bote, o convertirse en dictador y echar la culpa a la oposición del hundimiento del bote.
Chávez tenía una sola virtud que era su peor defecto: creía en su grandeza personal, una cualidad que conduce a morir lejos de la tierra prometida. Maduro es más humilde: le importa un bledo su papel en la historia. Para él, la grandeza personal consiste en ser más alto que Diosdado Cabello. Y no lo digo como una ironía.
Desde el más simple de los médicos alienistas hasta el más sofisticado discípulo de Sigmund Freud, saben que Maduro es incapaz de simbolizar. Alguien que no simboliza tiene una sola opción: alucinar.
Las palabras son representaciones mentales. No para Maduro, quien las supone objetos concretos, con dos sexos. No olvidemos que además de los maridos existen las maridas. Está persuadido que cada palabra viene provista de su aparato genital correspondiente.
Maduro es el genio político del populismo latinoamericano porque todo le resbala. Inclusive le cuesta ofenderse. Solo se ofende si alguien se lo ordena.
Los críticos aluden a esas coquetas ojeras que ya le están llegando al pecho. Pero ¿son acaso producto de su preocupación o del maquillaje? Maduro vive en su propia realidad y está blindado contra el mundo exterior. Seguro que esas ojeras están pintadas.
Hugo Chávez era mucho más avezado que Maduro, y ni una sola de sus medidas económicas le sirvió para algo. Tuvo un tesoro a su disposición, y lo dilapidó a la buena de Dios. Necesitaba hacer regalos a todo el mundo para ser amado.
No se requiere ser un genio para destruir un país, pero sí para mantenerse en el poder tras haberlo destruido. Chávez no hubiera durado mucho en las actuales condiciones de Venezuela. En cambio Maduro sigue adelante. No es aventurado suponer que su mandato podría prolongarse per secula seculorum.