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Con dengue y, además, apaleados

En lugar de asumir su responsabilidad en los problemas de salubridad, el Gobierno decide castigar a la población en riesgo

El dengue es uno de los muchos azotes que han llegado a Cuba para quedarse.

Aunque las autoridades sanitarias no han declarado nunca una epidemia nacional, para casi nadie es un secreto que el dengue no solo se ha tornado endémico en toda la Isla -con brotes recurrentes que suelen agudizarse cada verano- sino que los datos estadísticos sobre los contagiados y víctimas mortales que se ha cobrado la infección a lo largo de los años constituyen hasta hoy uno de los secretos mejor guardados del Gobierno.

Como suele suceder en un país donde la información es feudo del poder político, el estado del panorama sanitario nacional no es del dominio público y la población solo dispone de su percepción para estimar la gravedad de la infestación.

El estado del panorama sanitario nacional no es del dominio público y la población solo dispone de su percepción para estimar la gravedad de la infestación

Pocos meses atrás, las frecuentes fumigaciones en domicilios y centros de trabajo sumadas a las pesquisas médicas realizadas casa por casa en cada área de salud eran indicadores de una mayor o menor expansión del brote epidémico. Al menos en La Habana, donde se acumulan los mayores índices de infestación debido a la concentración de población y a las deficientes condiciones higiénico sanitarias, en especial en los barrios más humildes y densamente poblados.

Sin embargo, en las últimas semanas la escasez de combustible ha afectado los ciclos de fumigación, distorsionando la percepción de la ciudadanía acerca de la extensión real de la epidemia y, a la vez, dejando una brecha expedita para la proliferación del agente transmisor del virus, el mosquito Aedes aegypti.

Pero no por remisas a reconocer oficialmente la existencia de la epidemia las autoridades han renunciado a su habitual práctica de aplicar acciones punitivas sobre la población, haciéndola responsable directa de la propagación de la enfermedad. El pasado miércoles se hicieron públicas varias medidas destinadas a sancionar con penas que van desde multas a cárcel para aquellos que «contribuyan con sus acciones y negligencia a la propagación de enfermedades».

La lista de transgresores potenciales es extensa. Abarca tanto a quienes se niegan a permitir la inspección y fumigación de sus casas por parte de los agentes de la «campaña antivectorial» como a los médicos de familia que no realizan el control de salud sobre los viajeros residentes en Cuba que regresan al país, los funcionarios que se lucren con los recursos destinados a la erradicación del vector, y un largo etcétera que incluye a los enfermos que se nieguen a ser hospitalizados para recibir atención médica.

A primera vista, las nuevas medidas parecen responder a una preocupación del Gobierno por la salud pública en consonancia con la gravedad de la situación sanitaria que atraviesa la capital, pero tal percepción es engañosa. En realidad solo sirve para enmascarar, por omisión,la responsabilidad del Estado en la proliferación de vectores que afectan gravemente la salubridad, confundiendo a la opinión pública. Otra más entre las mil caras ocultas de una epidemia silenciada.

Así, siguiendo la práctica acuñada a lo largo de seis décadas, el Gobierno vuelve a atacar los efectos y no sus causas. Las autoridades podrían asumir las responsabilidades que les corresponden y proporcionar la apropiada recogida de los desechos sólidos que se acumulan en toda la capital, la limpieza y mantenimiento del sistema de alcantarillado, la reparación de salideros de las redes hidráulicas y de albañales que proliferan por doquier, la sistematización de la poda de las áreas verdes, la creación de condiciones hospitalarias adecuadas y suficientes y un parque de ambulancias capaz de satisfacer la demanda para el traslado de los pacientes a los hospitales entre otras previsiones imprescindibles. En lugar de eso, opta por elaborar, a toda prisa, una larga lista de potenciales cabezas de turco que oportunamente expiarán en exclusiva los pecados propios y los del Gobierno.

Mientras las enfermedades, las culpas y los castigos recaen fundamentalmente sobre la población, ésta debe –además– capear el fuerte temporal sin contar siquiera con las condiciones para evitar el contagio

Otro absurdo de larga data establecido por las autoridades es el supuesto control sanitario en los aeropuertos en virtud del cual solo los viajeros residentes en la Isla son obligados a someterse a exámenes de sangre, mientras los visitantes extranjeros, nacionales o no, entran al país sin someterse a control alguno. Paradójicamente, a través de esos mismos aeropuertos también entraron al país enfermedades como el sida, el zika, el chikungunya, la tuberculosis y hasta el caracol gigante africano, que en la actualidad se ha convertido en otra plaga imbatible sin que, hasta el momento, se hayan purgado responsabilidades.

Mientras las enfermedades, las culpas y los castigos recaen fundamentalmente sobre la población, ésta debe –además– capear el fuerte temporal sin contar siquiera con las condiciones mínimas necesarias para intentar mantenerse a salvo del contagio. Si bien es de conocimiento público que resulta casi imposible para una gran parte de los cubanos adquirir un simple mosquitero para cada miembro de la familia, tanto o más difícil resulta crear barreras físicas en las ventanas utilizando mallas que impidan el acceso de los insectos al interior de las habitaciones, o adquirir insecticidas para atomizar los hogares o repelentes para aplicar sobre la piel debido al consabido desabastecimiento de los mercados y a los elevados precios de algunos de esos productos, cuestión que también depende absolutamente del Gobierno, cuando excepcionalmente están disponibles.

Cornudos y apaleados, como siempre sucede, los cubanos ahora contemplan indefensos cómo las máculas del poder son nuevamente barridas bajo la alfombra. Epidemias, carencias, sacrificios, represión y castigos siguen siendo las garantías que ofrece el sistema. Todo igual, pero peor, en este terriblemente largo medioevo cubano.

 

 

 

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