Confesión y destierro
1. CONFESIÓN
Medianoche en Los Ángeles, California. Un automóvil recorre a gran velocidad las calles vacías y aparca ante un edificio de oficinas. Tras sus andares algo vacilantes, gabardina, sombrero que casi le oculta el rostro, nuestro hombre toma el ascensor, sube hasta la planta duodécima y entra en el lugar de su trabajo: una compañía de seguros, vacía, con tres empleados de limpieza haciendo su trabajo en silencio. Abre la puerta de un despacho, el suyo, enciende la luz, enciende con ciertas dificultades un cigarrillo y pone en marcha una grabadora…
Memorándum de trabajo. De Walter Neff a Barton Keyes, gerente de reclamaciones. Los Ángeles, 16 de julio de 1938. Estimado Keyes, me imagino que dirás que esto es una confesión cuando lo oigas. Bueno, no me gusta la palabra confesión. Sólo quiero dejar en claro algo que no viste porque estaba en tus narices. Crees que eres el mejor en reclamaciones, que nadie te engaña con una reclamación falsa. Quizá sea cierto, pero hablemos de la reclamación de Dietrichson. Indemnización doble por accidente. Te fue muy bien al principio, Keyes. Dijiste que no fue un accidente. Correcto. Que no fue un suicidio. Correcto. Que fue un homicidio. Correcto. Creías que lo sabías todo, ¿no? Que habías cerrado el caso sin ningún cabo suelto. Todo estaba perfecto. Pero no es así, porque cometiste un error, un pequeño error. Te equivocaste con el asesino. ¿Quieres saber quién mató a Dietrichson? Que no se te vaya a caer tu puro barato, Keyes. Yo maté a Dietrichson. Yo, Walter Neff, vendedor de seguros. 35 años de edad, soltero, sin ninguna cicatriz visible… bueno, hasta hace poco. Sí, yo lo maté. Lo maté por dinero y por una mujer. Perdí el dinero y perdí a la mujer. Estupendo, ¿no?”
Así da comienzo Double Indemnity (Perdición, 1944), con el mejor de los certificados del noir: noche, silencio, un coche lanzado a toda velocidad por las calles vacías, un tipo con gabardina y flexible, sangrando, en el cuerpo y en el alma, flashbacks, un crimen, dinero y una mujer. Guión de Billy Wilder y Raymond Chandler, adaptando una novela de James M. Cain. Dirección de Billy Wilder. Otro día les contaré cómo acaba esta obra maestra. Porque en ese final se cierra de manera magistral el paréntesis de esta historia de lujuria, pasión, traición, bajeza moral… y amistad.
«Llegaron al divorcio con mutuos resentimientos, pero el hijo que parieron era muy sano y hermoso. Ambos tampoco tuvieron reparos para reconocer las cualidades profesionales del otro»
El habitual colaborador y amigo de Wilder, el elegante y aristocrático y muy conservador Charles Brackett, se negó a coescribir el guión de Perdición. Le superaba el clima de lujuria, pecado y pasión que perfumaba la magnífica novela de Cain. Wilder recurrió a Raymond Chandler, el creador del detective Philip Marlowe, el prosista inigualable de las más inteligentes novelas noir, con permiso de Dashiell Hammett y el propio Cain, casi siempre ancladas en ese mismo mundo de corrupción, pecados capitales y dinero. El matrimonio Wilder-Chandler saltó pronto por los aires. Chandler no soportaba las maneras —envió un extravagante memorándum de quejas a la dirección de Paramount—, las incesantes citas sentimentales de Billy, con notoria envidia de por medio, ni su lenguaje directo, ácidamente provocativo. Wilder deploraba las chaquetas de tweed del novelista, su incapacidad para pasar de la elegancia de la prosa a la visualización del texto, y sus remilgos, a su juicio hipócritas, de Ray Chandler. Llegaron al divorcio con mutuos resentimientos, pero el hijo que parieron era muy sano y hermoso. Ambos tampoco tuvieron reparos para reconocer las cualidades profesionales del otro. Así es el cine y así se fabricaban las películas cuando existían el cine y las películas.
2. DESTIERRO
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con los ojos a los muertos.Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o fecundan mis asuntos,
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Josef!, docta la imprenta.En fuga irrevocable huye la hora,
pero aquella el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.
Este hermoso y caviloso soneto podría haber concluido la obra y vida de don Francisco de Quevedo y Villegas, y bien podría así haber sido, por cuanto, como González de Salas escribe en el epígrafe: “Algunos años antes de su prisión última, me envió este excelente soneto desde la Torre”.
«Elegancia cultista, sentimiento personal, escolástica estoica y barroca, dolor ante el paso de la vida y la contemplación de la muerte juez y señora de todo»
“La Torre” es la Torre de Juan Abad, el señorío que había heredado y en la que pasaba, alejado de la corte, largas temporadas; la prisión última, la que sufrió don Francisco en el convento de San Marcos de León entre 1639 y 1643. Posiblemente lo escribió tras haber enviudado de doña Esperanza de Mendoza en 1641.
Hay en este soneto toda la sonoridad y el perfume de nuestro Siglo de Oro con emblema quevediano. Un Quevedo bragado en mil combates, polémicas y desafíos, que jamás eludió unos u otros. Elegancia cultista, sentimiento personal, escolástica estoica y barroca, dolor ante el paso de la vida y la contemplación de la muerte, juez y señora de todo. Ese dolorido sentir que atribuía Azorín al caballero que contempla cualquier campo castellano desde la altura de una torre de iglesia o ventanal de palacio desportillado. Quede, finalmente, ese deseo, tan compartido por algunos de nosotros, de retirarse a la paz de nuestros desiertos, “con pocos, pero doctos libros juntos”.