Conspiradores pornográficos
En su reciente libro “El príncipe moderno”, el politólogo y profesor universitario español Pablo Simón nos recuerda que más allá de los mecanismos constitucionales existentes en cada país -bien sea bajo un régimen parlamentario o presidencial- para deponer a un jefe de gobierno, existen métodos tan antiguos como la política misma, y que podrían englobarse como “las conjuras de los propios compañeros”.
Un primer dato: en las democracias parlamentarias europeas casi la mitad de los primeros ministros han caído mediante conspiraciones y puñaladas traperas por parte de sus propios socios del partido o de una coalición gubernamental.
Nada menos que la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, que por sí sola acabó con una generación entera de líderes socialistas –James Callaghan, Tony Benn, Michael Foot o Neil Kinnock, entre otros- fue derrocada por un complot tramado dentro del propio partido Conservador, encabezado por dos ex-ministros suyos, Michael Heseltine y Geoffrey Howe, con el fin de sustituirla por John Major. Esta conspiración fue una entre tantas que han llevado a los tories, al partido de Churchill, de Thatcher, de Disraeli, o del vencedor de Bonaparte en Waterloo, el Duque de Wellington, a la actual crisis liderada por ese anti-político llamado Boris Johnson.
Estas maquinaciones se dan en todas las familias ideológicas. Es hora de recordar el muy conocido caso de Willy Brandt, poderoso y prestigioso canciller socialdemócrata alemán, alcalde de Berlín cuando la famosa visita de John Kennedy a esa ciudad, un lugar símbolo fundamental de la Guerra fría entre el Occidente democrático y la Cortina de Hierro comunista. En mayo de 1974 Brandt tuvo que abandonar el poder aunque había ganado las elecciones previas. Le faltó mano dura para controlar las luchas entre las facciones dentro de su partido y, para colmo, se descubrió que uno de sus hombres de confianza, su jefe de gabinete, era un espía de la Alemania comunista. Lo reemplazó su compañero y amigo Helmut Schmidt, quien había sido de los colaboradores más íntimos de Brandt, su Ministro de Economía y Finanzas así como de Relaciones Exteriores. No por nada el poeta inglés William Blake afirmó que era más fácil perdonar a un enemigo que a un amigo (que te apuñala por la espalda, añadamos).
Y es que, claro, para que haya traición debe haber existido primero la confianza; y no se necesita ser Julio César (¿y tú, Bruto?, en palabras de Shakespeare) para saber que en toda lucha por el poder –partidista o no- hay pasiones e impulsos que hacen que algunos olviden con facilidad todas las promesas de amor hechas en tiempos de felicidad plena. Baste recordar un célebre pleito por el control y el poder en el entonces en manos privadas Banco de Venezuela, que hizo ver como pálido y tímido cualquier conflicto en los partidos políticos de entonces. Niños de pecho, los políticos, al lado de nuestros siempre ambiciosos capitanes de la banca criolla.
Vayamos ahora a tierras hispanas, y recordemos a quien su país, en agradecimiento por liderar la hoy tan denostada transición a la democracia, al menos le puso su nombre al aeropuerto de Madrid: Adolfo Suárez. Otro que cayó antes de agotar su mandato, ganado por última vez en 1979, pero con su partido (la Unión de Centro Democrático, o UCD) en minoría en el parlamento. Ya Felipe González y el PSOE estaban preparándose para la toma futura del poder ante las luchas intestinas de ese nido de serpientes en que se había convertido el partido de Gobierno. Doscientos líderes del mismo se atrevieron incluso a publicar un manifiesto crítico, lo que le dio la impresión a la opinión pública de que Suárez era ya pretérito absoluto, tan pasado como la dictadura que había ayudado a enterrar. Acorralado, sin que nadie le diera la mano, ni la prensa, ni el mismo rey Juan Carlos, con una intentona golpista en la cual por activa o por pasiva al parecer estaban casi todos involucrados (recomiendo leer el libro de Javier Cercas sobre el alzamiento militar en febrero de 1981, “Anatomía de un instante”), Suárez dimitió de su cargo y su partido no solo perdió las elecciones de 1982, sino que se partió en pedazos.
Otra lección a aprender es que las divisiones partidistas son penalizadas en las urnas; otras estadísticas: solo un 30% de los primeros ministros que guillotinaron a su antecesor fueron revalidados en las elecciones siguientes.
Para colmo, la introducción del mecanismo de primarias para escoger candidatos se ha puesto de moda (en algunos casos, como en Argentina, incluso es obligatorio), a pesar de que ha contribuido como nadie al cementerio de la política –es un ejemplo perfecto de la vieja conseja de que porque decidan más no necesariamente la decisión es más democrática, justa o positiva-. Con las primarias, se han abierto nuevas y muy ricas posibilidades para los conspiradores habituales. Mencionemos tres ejemplos recientes, todos dentro de la familia socialista europea: Jeremy Corbyn (Partido Laborista, Gran Bretaña), Pedro Sánchez (PSOE, España), y Matteo Renzi (Partido Demócrata, Italia).
Los tres casos son clara señal de que cuando se deja la decisión a las bases –en buena medida formadas por funcionarios sometidos gustosamente a la cultura clientelar- las conspiraciones son de aparición casi obligada.
De los tres, sin duda el italiano es el ejemplo más absurdo y traicionero: Renzi, nuevo líder del partido, conspirando contra su propio primer ministro, Enrico Letta (lo conocí en épocas juveniles; lo recuerdo como una persona seria y de palabra). A Renzi, a la vista de todos, lo único que le faltó fue contratar a la mafia para que despachara al otro mundo a su compañero. Al fin lo sustituyó, convirtiéndose Renzi en el tercer primer ministro que en dos años ocupaba el palacio Chigi sin ser votado como cabeza de lista.
En palabras de Pablo Simón: gracias a las conspiraciones internas “los armarios no dan abasto a tantos cadáveres políticos”. Y el caso italiano mencionado es un ejemplo perfecto de una “conspiración casi pornográfica”.
Igual a la que se está dando, protagonizada por algunos frankensteins y dráculas de la política opositora venezolana contra nuestro presidente (I), Juan Guaidó, con el apoyo de algunos fusileros mediáticos, valientes si solo tienen que disparar sus insultos y sus injurias en las redes sociales. Así, apuntalan a la tiranía, priorizando sus propios intereses sobre los de la nación. Empresarios, políticos y periodistas que solo conciben el éxito como la más grande y sutil de las traiciones. Pero el apoyo al presidente de la Asamblea Nacional se mantiene, a pesar de los pesares, porque su esfuerzo y su coraje son mayores que los de estos conspiradores pornográficos criollos.