Contra la impunidad electoral
Aunque incomode, la relación entre dinero y política es necesaria. Tanto partidos como candidatos necesitan dinero, en el mejor de los casos, para acercarse a los ciudadanos y comunicarles sus propuestas y agendas programáticas, y en el peor, para movilizarlos durante la jornada electoral y tratar de inclinar su voto a favor de alguien. No obstante, en política —y más aún en campañas electorales—, el dinero se ha convertido en sinónimo de abuso y corrupción. Nos parece abusivo que los partidos reciban 6 mil 788 millones de pesos en dinero público para financiar sus actividades en 2018, entre otras razones, por las magras cuentas que nos entregan. Asimismo, nos parece corrupto que gasten —qué va, ¡que derrochen!— estos recursos en contratar consultores y producir spots porque viven en un país de enorme desigualdad y pobreza. ¿Cómo resolver esta paradoja?
El financiamiento público a los partidos políticos fue una enorme victoria de la sociedad civil para abrir el sistema de partido hegemónico. Sin él, la pluralidad en el Congreso de la Unión, la alternancia en la Presidencia de la República y la reñidísima competencia en la mayoría de las entidades no serían posibles. Nos guste o no, el financiamiento público no sólo provee un piso mínimo para competir, sino que también facilita la fiscalización del gasto de los partidos políticos. Además, renunciar al financiamiento público, con instituciones a medio hacer y un Estado tan débil como el nuestro, nos dejaría todavía más vulnerables frente a poderes fácticos, el crimen organizado e intereses particulares ajenos al bien común de los mexicanos.
En este sentido, el debate que debemos tener no es si 19 millones de pesos es un tope de gasto razonable o excesivo para una elección de gobernador, tampoco si la fórmula para definir el financiamiento público a los partidos políticos debe tomar en cuenta la votación recibida en la última elección. Lo que debemos preguntarnos es por qué nuestro sistema de financiamiento público se ha convertido en una causa constante y justificada de ira social, en una fuente de enriquecimiento de dirigentes partidistas y en un obstáculo para sentirnos representados en las instituciones políticas y de gobierno. Todos perdemos cuando el 58 por ciento de los mexicanos considera que el Instituto Nacional Electoral (INE) no es confiable, o cuando la ley es vista como sinónimo de corrupción por cuatro de cada diez mexicanos. ¿Qué podemos hacer al respecto?
Bien pensado, mal implementado
En vez de discutir topes de gasto, fórmulas de financiamiento o mecanismos de fiscalización, proponemos dar un paso atrás y preguntarnos cuál es el eslabón más débil de la cadena de nuestro sistema de financiamiento público a los partidos políticos. Para hacerlo, proponemos caracterizar los procesos electorales como un mercado donde confluyen la oferta de propuestas de políticas públicas y programas de gobierno y la demanda de votos y apoyos a favor de los candidatos. En este mercado las transacciones se realizan con el dinero público que se distribuye a los partidos políticos para financiar las actividades de sus candidatos, con los spots de radio y televisión que reciben a través del tiempo correspondiente al Estado y con los votos que se emiten en la jornada comicial.
En su forma más simple, en este mercado se observan tres jugadores: los candidatos a un puesto de elección popular, que representan a un partido o van por la vía independiente, los ciudadanos, que ofrecen su voto en la demarcación en disputa, y las autoridades electorales (el Instituto Nacional Electoral, los 32 institutos electorales locales, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y la Fiscalía Especializada para Delitos Electorales), que son las encargadas de establecer los términos y condiciones de operación del mercado (por ejemplo, los procedimientos para sancionar a los actores regulados, las reglas para fiscalizar a los partidos políticos y las pesquisas para documentar y probar delitos electorales).
Lo que quiere y ofrece cada quien se puede deducir fácilmente: los candidatos quieren obtener la mayor cantidad de votos posibles, los votantes quieren ayudar a que gane su candidato preferido y las autoridades electorales quieren que la jornada comicial arroje resultados confiables y que las campañas que la antecedan sean equitativas, competitivas y apegadas a la legalidad. El resultado es un equilibrio donde los candidatos invierten el dinero público en comunicar a los votantes sus propuestas de políticas públicas y programas de gobierno, los votantes evalúan y ponderan sus opciones para emitir un voto razonado e informado y las autoridades electorales vigilan que las campañas y la jornada comicial se realicen con estricto apego a la legalidad.
La consecuencia de lo anterior es un mercado relativamente eficiente: el financiamiento público funciona como salvaguarda de la equidad entre competidores durante el proceso, la información que reciben los votantes es equilibrada y representativa de las opciones que tendrán en la boleta y las autoridades electorales detectan y sancionan cualquier conducta ilícita de los candidatos. No sólo eso, las fórmulas de financiamiento facilitan la competencia entre partidos y candidatos, los topes de gasto funcionan como un límite claro para las campañas y los dictámenes de fiscalización son una fuente confiable para conocer lo acontecido en el terreno de juego. Lo que es más, los fraudes son fáciles de detectar y las sanciones son fulminantes y difíciles de atacar por la vía política, inclusive por la judicial.
Sin embargo, los resultados observados en la realidad son distintos a los pronosticados por el modelo imaginado en la legislación electoral. ¿Por qué sucede esto? ¿No se supone que el financiamiento público es la principal fuente de recursos y está debidamente regulado? ¿Acaso no contamos con mecanismos jurídicos e instituciones para resolver conflictos electorales? ¿Será que nuestras leyes no contemplan sanciones a las conductas ilegales de los candidatos? ¿O el problema es que los delitos electorales, como la corrupción, son difíciles de detectar por su naturaleza oculta? Quizá sea momento de reconocer que el sistema de financiamiento público a los partidos políticos fue bien pensado, pero mal implementado, y que cada nueva reforma para “fortalecerlo” y “apuntalarlo” no ha hecho más que erosionar la menguante credibilidad de las autoridades electorales y profundizar el estigma social de la política.
Un mercado de dos lados (carcomido por la impunidad)
En general, pensamos que, si bien la legislación mexicana tiende al modelo de financiamiento ideal descrito arriba, durante décadas el sistema se ha implementado y reformado de tal manera que hoy 1) todos los actores involucrados están dispuestos a tener un cumplimiento acomodaticio de la regulación electoral y 2) las autoridades electorales sancionan las conductas ilegales erráticamente. Es decir, para nosotros, la causa de la disfuncionalidad del modelo es la impunidad.
Con impunidad, el financiamiento público es sólo una fracción del gasto real que ejercen los candidatos, la información que reciben los votantes es función de los espacios y la cobertura que las campañas compran ilegalmente a los medios de comunicación y las autoridades electorales quedan rebasadas para detectar y sancionar las conductas ilícitas de los candidatos. Lo que es peor, con impunidad, la fórmula para calcular el financiamiento público se transforma en un botín para que los partidos mantengan onerosas estructuras burocráticas y sus dirigentes se enriquezcan, los topes de gasto se convierten en el piso mínimo de recursos para poder competir y los dictámenes de fiscalización se transforman en un mecanismo para lavar los recursos ilegales que fluyen a raudales a las campañas. Y el colmo, en este sistema impune, los fraudes son virtualmente imposibles de probar, por lo que las sanciones son mínimas o impuestas con base en consideraciones políticas, alimentando así el círculo vicioso y erosionando la credibilidad de las autoridades electorales.
Esta realidad nos lleva a concluir que el mercado electoral mexicano al que nos enfrentaremos en 2018 —el proceso electoral más grande y complejo de nuestra joven historia democrática— no fue anticipado adecuadamente en las leyes que dieron origen al sistema de financiamiento público a los partidos políticos. De hecho, el mercado electoral mexicano se ha distorsionado a tal grado que hoy las autoridades están altamente centralizadas, concentran más poder que nunca en la historia y tienen un número de atribuciones muy superior al pensado originalmente. La consecuencia ha sido su saturación, creando nuevos espacios para que la corrupción y la impunidad germinen en todo el sistema.
Por lo anterior, proponemos que el mercado electoral mexicano se analice de manera dual: por un lado, el mercado de votos descrito arriba, donde interactúan candidatos y votantes con la mediación de las autoridades electorales, y por el otro, el mercado de apoyos descrito a continuación, donde interactúan candidatos, partidos y agentes económicos sin la mediación de las autoridades electorales. En el mercado de apoyos confluyen dos actores: los candidatos a un puesto de elección popular y los agentes económicos que ofrecen recursos líquidos y en especie a los candidatos. Lo que quiere y ofrece cada quien también se puede deducir fácilmente: los candidatos quieren obtener la mayor cantidad de recursos para sus campañas y los agentes económicos quieren invertir en la posibilidad de hacer negocios con el gobierno. Sobra decir que la existencia de este segundo mercado depende completamente de la impunidad. Es un mercado negro típico, donde las transacciones, ilegales por definición, se realizan en la oscuridad, y los conflictos, propios de la incertidumbre jurídica, se resuelven a través de mecanismos informales.
Si el mercado de apoyos sólo sirviera como una fuente de recursos adicionales para los candidatos y los partidos políticos quizá no habría mayor problema. Se gastaría más, sin duda, pero sin pasarle factura al erario. No obstante, la realidad es que el mercado de apoyos tiene efectos sumamente perniciosos en el mercado de votos y, por ende, en los resultados que arrojan los procesos electorales. Por ello, proponemos que el análisis del sistema de financiamiento de campañas se haga bajo la teoría de plataformas en mercados de dos lados. La plataforma, como puede deducirse, es cada campaña. Los dos lados del mercado son, primero, el mercado de votos, donde los candidatos compiten para obtener más votos que sus adversarios, y segundo, el mercado de apoyos, donde los candidatos compiten para obtener recursos adicionales para financiar sus campañas.
No obstante, en contraste con el mercado de votos, el de apoyos es ilegal y poco vigilado. Su existencia es posible debido a que la probabilidad de que la descubran y sancionen es baja, así como el riesgo que corren los candidatos por aceptar dinero proveniente de estos apoyos es muy limitado. Además, al ser un mercado ilegal, existe el riesgo que los inversionistas cobren a través de contratos futuros con el gobierno para proveer bienes y servicios. Probablemente esta sea una razón por la que se observa un encarecimiento en las compras públicas. Si la autoridad impusiera castigos como anular elecciones o quitar el registro a los partidos políticos, el riesgo de participar en el mercado negro de apoyos incrementaría tanto que tendería a desaparecer o se reduciría hasta el punto en el que sólo participarían agentes económicos con una alta tolerancia al riesgo.
Lo anterior nos obliga a reflexionar sobre avenidas posibles para permitir la entrada de agentes económicos al financiamiento de campañas de forma confiable y transparente. Es innegable que estos agentes ya participan y seguirán participando en el mercado electoral mexicano. Se ha visto, por ejemplo, que la base monetaria crece tres veces durante los periodos electorales comparado con el crecimiento normal que tiene cada año. Lo que tiene que hacerse no es negar la existencia de este mercado, sino vigilar que el dinero adicional que llegue a las campañas no afecte la equidad de la contienda.
La autonomía es necesaria, pero no suficiente
Habrá quien diga que reducir la impunidad en el mercado electoral mexicano depende, sobre todo, de la autonomía e imparcialidad de las autoridades electorales. Este argumento nos merece dos comentarios. Primero, colocar a las mejores personas —las más preparadas, con las trayectorias más deslumbrantes y con las reputaciones más intachables— en instituciones que no sirven para sancionar, sólo abona al cinismo y el desencanto público con las autoridades electorales. La gente concluirá, con justa razón, que ni los mejores pudieron hacer bien las cosas. Es más, se podría decir que ya probamos esta solución. Los resultados están a la vista de todos. Sentir nostalgia por un pasado de autoridades presuntamente imparciales y capaces es evadir la discusión sobre el problema de fondo.
El segundo argumento, sobre la autonomía, es más interesante. La autonomía del INE, de la FEPADE y del Poder Judicial —del cual forma parte el TEPJF— debe funcionar como un blindaje contra las presiones de los candidatos y los partidos políticos. Sin esas presiones, en teoría, las autoridades electorales deberían de sancionar, con toda libertad y apego a derecho, las conductas ilegales de los candidatos y los partidos políticos. No obstante, eso no siempre sucede. ¿A qué se debe?
Por un lado, hay quienes aseguran que la designación de los integrantes de los cuerpos colegiados del INE y el TEPJF por “cuotas y cuates” los condena a servir los intereses de los partidos políticos durante su encargo. Por el otro, hay quienes aseguran que las jugosas prebendas que conlleva ser consejero o magistrado son suficientemente atractivas como para dejar pasar las conductas ilegales de los partidos políticos. En el caso de la FEPADE, el argumento más común es que su titular depende directamente del Procurador General de la República, quien, como vimos recientemente, puede removerlo en cualquier momento sin mayor resistencia.
Si bien ambas explicaciones parecen plausibles, no resultan convincentes, sobre todo considerando que la autonomía está sustentada legalmente y que enfrentarse a los partidos políticos puede traducirse en un prestigio social tan relevante como capitalizable profesionalmente. Pero no somos ingenuos, violentar la autonomía de las autoridades electorales, como sucedió con el INE (entonces IFE) en 2007 y con la FEPADE en semanas recientes, sí puede sentar un precedente que desincentive la imposición de sanciones por parte de las autoridades electorales. A raíz de estos antecedentes, en la mente de los consejeros, fiscales y magistrados siempre estará la posibilidad de que los destituyan como venganza por haber sancionado a algún candidato o partido. La autonomía, por lo tanto, es una condición necesaria, pero no suficiente, para reducir la impunidad.
Una ruta crítica
Desde nuestra perspectiva, la solución a la paradoja entre dinero y política no depende de disminuir el financiamiento público a los partidos, tampoco de dotar a las autoridades electorales de mayores atribuciones para regular el mercado de votos, mucho menos de que la Unidad de Fiscalización del INE contrate más contadores para fiscalizar los recursos que ejercen los partidos políticos. Ni hablar de los topes de gasto, incrementarlos o disminuirlos es tan fútil como hacer un cambio en el minuto 90: son montos que dicen poco sobre el costo real de las campañas y que en la práctica sólo sirven como referencia para estructurar la contabilidad doble que necesariamente llevan los equipos de campaña.
La solución a la paradoja entre dinero y política en el mercado electoral mexicano depende de que las autoridades sancionen a los candidatos y los partidos políticos que incurran en delitos electorales; para ser precisos, depende de que las autoridades electorales apliquen sanciones que incrementen sustancialmente la prima de riesgo que pagan los agentes económicos en el mercado de apoyos. En la medida en que la impunidad se mantenga constante y la prima de riesgo sea baja, financiar campañas ilegalmente siempre será una inversión sumamente rentable para los agentes económicos. No hay salida, reestructurar el mercado electoral mexicano requiere de reducir la impunidad, lo que a su vez requiere de la aplicación consistente de sanciones suficientemente duras como para reducir la rentabilidad del mercado de apoyos. La prima de riesgo de apoyar a un candidato ilegalmente debe ser prohibitiva para los agentes económicos, de la misma manera que recibir apoyos ilegales debe ser riesgosísimo para los candidatos.
También resulta fundamental que las autoridades electorales cuenten con herramientas diseñadas no sólo para regular el mercado de votos, sino también para regular e imponer sanciones en el mercado de apoyos, partiendo de que las campañas funcionan como plataformas en un mercado de dos lados. Mientras la legislación electoral no contemple los dos lados del mercado, las autoridades seguirán funcionando como certificadoras de conductas ilícitas y, hay que decirlo, de elecciones francamente inequitativas por los recursos ilegales que fluyen a las campañas a raudales y a la vista de todos.
El menú de sanciones para lograr este efecto disuasorio en el mercado electoral mexicano es tan amplio como nuestra imaginación lo permita (quizá anular elecciones y retirar el registro de los partidos sean las sanciones más atractivas). Lo importante, estamos convencidos, es que las sanciones se apliquen consistemente y con estricto apego a derecho, hasta que se conviertan en una amenaza real a los candidatos y agentes económicos que participan en el mercado de apoyos. Y no sobra decirlo, la metodología y los castigos deben ser totalmente transparentes.
Por otro lado, también debemos estar abiertos a la posibilidad de integrar a los agentes económicos en la fórmula de financiamiento de las campañas electorales, no sólo como una manera de regular el mercado de apoyos, sino también como un mecanismo para incrementar la transparencia, incentivar la rendición de cuentas y reducir la impunidad en los procesos electorales. Ejemplos como la fórmula de financiamiento alemán pueden ser la respuesta, un sistema que iguala fondos públicos con los obtenidos por la vía privada y que además premia la transparencia y la rendición de cuentas.
El invierno electoral está a la vuelta de la esquina, vayamos sentando las bases de un sistema de financiamiento que sirva. Aferrarnos a dogmas, refugiarnos en formalismos legales y hacernos de la vista gorda frente a lo evidente sólo ha contribuido a la estigmatización de la política, a la desconfianza en las autoridades electorales y al desprestigio de la democracia en México. Mientras no reconozcamos que la impunidad electoral es el talón de Aquiles del sistema, cualquier debate o propuesta de una nueva reforma será poco más que una trampa o una pérdida de tiempo.
Gustavo Rivera Loret de Mola y Carlos Martínez Velázquez