Contra la intraducibilidad
Frente al avance del autoritarismo y su monolingüismo, traducir se vuelve un gesto político que no borra la diferencia, sino que la preserva.

Quisiera, aunque sea por un rato, manifestarme en contra de la intraducibilidad.
Esto luego de enterarme de que los alemanes tienen la palabra Drachenfutter, literalmente “comida de dragón”, para referirse a esos regalos que alguien da a su pareja luego de hacerla enojar, esperando ganar con ello su perdón o, al menos, evitar que siga sacando fuego por la boca: una metáfora divertida aunque no por ello menos sintomática de la concepción tradicional del amor, en la que la pareja es a un tiempo el ser amado y el peligro. Sin embargo, el libro en el que me la encontré me advierte –me presume, de hecho– que se trata de una palabra intraducible, pero ello no ha impedido que tanto tú como yo, hispanohablantes, entendamos ahora su significado, su uso y sus fantasmas.
Quiero declararme en contra de la intraducibilidad, aunque tampoco sea la mejor cosa contra la cual declararse, porque descreo de cómo la concepción popular de esta suele implicar un vacío en las estanterías léxicas del idioma materno, el descubrimiento de una tecnología lingüística inventada en otra lengua que evidencia un salvajismo específico en la nuestra.
Quiero manifestarme en contra de la intraducibilidad, sobre todo, luego de leer en Twitter un fragmento de Archipiélago, el libro más reciente de Mariana Enriquez –aún no disponible en México–, donde la escritora argentina reflexiona sobre el verbo inglés to haunt, que Heathcliff usa en Cumbres borrascosas para reclamarle a la ausencia de Catherine: “You said I killed you –haunt me then!” Esa palabra, en opinión de Enriquez, “no puede ser traducida”, puesto que sus equivalentes habituales, como embrujar o perseguir, no alcanzan a concentrar en sí mismos la idea de ocupación del espacio, de allanamiento fantasmal al que se refiere el verbo original –a haunted mansion es, por ejemplo, una mansión embrujada, rondada por espectros, pero una persona embrujada es otra cosa–. La versión española que encontré en mi librero parece confirmar y rendirse ante esta inexactitud, porque traslada la frase como “Si es cierto que yo te maté, persígueme, pues”. Pero decir que una palabra no puede ser traducida implicaría que las palabras se traducen solas, sin compañía, una por una, y no como las notas de una partitura, que se leen en conjunto y no como un catálogo de puntos sobre el pentagrama.
Ignoro el contexto del fragmento de Enriquez, y comparto la fascinación con la que escruta ese verbo escurridizo, pero al mismo tiempo, como traductor, hoy quisiera manifestarme en contra de la intraducibilidad, que me deja un regusto agridulce –como me imagino que le sabe, acaso, la comida al dragón–, porque el encanto de la traducción no radica en la arqueología de equivalencias, sino en el equilibrismo semántico que se ejecuta sobre varios niveles de la lengua: la gramática, la pragmática, la búsqueda, el juego. Una palabra solo es intraducible si se la confina al terreno léxico, pero yo quiero alzar la voz en contra porque el hábitat natural de las palabras es el contexto, no el diccionario.
Me proclamo en contra porque los idiomas –y la traducción, de paso– serían aburridísimos si a cada idea correspondiera una palabra y a cada palabra correspondiera otra a la medida en otras lenguas; porque la intraducibilidad, entonces, iría embarazada de una idea de traducción que se parece a buscar el bloque con la figura geométrica adecuada para la oquedad de idéntica silueta; porque, por el contrario, si en la frase de Heathcliff el verbo to haunt lleva implícito al fantasma, hacerlo explícito en español no es hacer trampa, sino hacer traducción.
Quiero manifestarme en contra de la intraducibilidad, aprovechando, porque la saudade portuguesa, su presunta soberana, se anuncia como impune y sin embargo para Cervantes se podía estar soledoso de alguien, y Gil Vicente le decía a su tierra soledad tengo de ti, y los gallegos sienten morriña por Galicia, y en Nicaragua la gente se sigue acabangando, y si ninguna de estas funciona, pues ya nos inventaremos otras, y si todo falla pues nos la robamos y la vestimos de fonética española.
Y si la geometría de to haunt no cabe en los contornos del texto en español, remodelamos los contornos. “Si es cierto que yo te maté, que tu fantasma me aceche”, podría decir un Heathcliff al que le gusten las subordinadas del español como le gustan los imperativos telegráficos del inglés. Si no convence el verbo, podemos probarnos otros como prendas por comprar: que el espectro de Catherine ronde a Heathcliff, que lo asedie, que lo atormente. Que lo persiga, como la propia Enriquez hace decir a un personaje en Nuestra parte de noche, haciendo eco de Brönte: “persígueme como un fantasma” (aunque, consistente con su insatisfacción, añade después la frase inglesa, haunt me!). “Si es cierto que yo te maté, conviérteme en el lugar de tus apariciones”, podría decir también, si uno es mucho más licencioso y fan, además, de Juan José Arreola. De hecho, ya entrados en gastos, podría repartirse el sentido de to haunt entre cualquiera de las alternativas verbales de la primera frase y el verbo de la siguiente: “The murdered do haunt their murderers, I believe”: los asesinados rondan, habitan, se aparecen o se enquistan en las mentes de sus asesinos, porque la traducción es la ecuación, no el signo de igual.
Quiero plantarle cara a la intraducibilidad, que la novelista estadounidense R. F. Kuang convierte en fuente de magia para su novela Babel: al escribir en una tablilla de plata dos versiones de la misma idea –digamos, haunt/perseguir, saudade/nostalgia, cringe/ñáñaras–, la fuerza del hechizo surge de la tensión semántica entre ambas. Originalísima novela que sin duda se habría convertido en mi personalidad entera a los veintidós, y por la cual tengo un gran cariño, pero hoy quiero enfrentarme a ella también, nada más por el gusto de llevar la contra, y porque la verdadera magia está en convertir la plata en un material distinto, pero igualmente valioso.
Quiero manifestarme en contra de la intraducibilidad porque no es más que el descubrimiento de una falla en un sistema de equivalencias perfectas que nadie nos prometió; porque intraducible por lo general solo quiere decir traducible con pasos extra, y en esos pasos extra –en esa tensa distancia, como en las tablillas plateadas de Babel– está el tuétano de esta realidad que no tiene más remedio, ni más privilegio, que ser plurilingüe.
Sobre todo, quiero declararme en contra de la intraducibilidad, así, un día cualquiera, porque un mundo de palabras intraducibles sería un mundo enfermo de uniformidad, y porque traducir no es desdibujar la diferencia, sino acercarla; porque frente al ascenso de los autoritarismos –y el autoritarismo siempre es monolingüe– quisiera más traducción y menos intraducibilidad; porque incluso frente a las palabras saturadas de su propio contexto –como Drachenfutter, o como tsundoku, ese japonismo que nombra la costumbre de comprar libros cuando no se han terminado de leer los que ya se tienen– prefiero robarlas o trocarlas o estirarlas o despedazarlas y servirlas en sopa antes que aceptar que son intransportables, inaccesibles, y con ellas sus hablantes.
Quizá afirmar categóricamente que la intraducibilidad no existe es una invitación al ridículo; quizá, en efecto, lo único a lo que podemos aspirar los traductores es a ser prestidigitadores, nunca magos de verdad. Quizá, por el resto de la vida, esta posibilidad nos asedie, nos atormente, nos persiga y nos aceche, como un fantasma. Pero no importa. Por un ratito, quiero manifestarme en contra de ella, porque la realidad es, ante todo, una palabra de innumerables traducciones. ~
