Crisis griega: Política de altura
El ‘no’ griego es un éxito nacionalista que exige una respuesta hábil y firme
Una confluencia del populismo nacionalista de extrema izquierda y extrema derecha, unido a la terca política de austeridad de la troika que condujo a los griegos a una situación desesperada, produjo ayer un resultado que representa un serio desafío para el proyecto europeo y, más aún, una gran amenaza para el futuro de Grecia.
Europa se encuentra ante una hora decisiva que puede marcar varias décadas. Todos los pasos a dar son arriesgados y comprometidos. Pero es importante no dejar que el porvenir sea decidido por un grupo de demagogos en Atenas y otros muchos, a izquierda y a derecha, que querrán sumárseles en los próximos días, en varios países del continente. Se precisa una respuesta hábil y firme al mismo tiempo. El resultado del referéndum exige a todos, al Gobierno de Alexis Tsipras y a la eurozona, habilidad, sabiduría y altura de miras para que la política impere sobre los automatismos y evitar el súbito desplome de la economía griega y su negativo efecto sobre el euro.
La mediocridad de esa consulta, por la extraña pregunta, el corto plazo, el ambiente emocional y la gran división ciudadana es evidente. Y es aún peor si se computa no ya el alborozo de los radicales griegos, sino el deleznable apoyo del partido nazi Aurora Dorada y el repugnante aplauso del antieuropeísmo ultra simbolizado en el lepenismo: la victoria táctica de Tsipras y sus planteamientos nacional-populistas suponen una triste jornada para el europeísmo.
Ello suscita una situación de emergencia. Si los dirigentes europeos no trascienden ese revés contra el planteamiento común, y no intervienen políticamente de modo excepcional, la secuencia está escrita: hoy o mañana los bancos griegos se quedarán sin dinero, y de ahí a la quiebra del Estado y a una salida de facto (incluso no formal) de Grecia del club de la moneda única habrá muy pocos pasos.
Eso supondría el desplome de la economía griega, pero también cuestionaría la irreversibilidad del euro ante los mercados (si sale un socio, también podrían salir otros en el futuro) y la credibilidad de la UE para resolver un problema nada gigantesco. La responsabilidad exige evitar ese escenario. Para ello se necesita tiempo, que la situación financiera no regala. La salida factible menos mala sería acordar algo así como una parada de relojes —se ha hecho en otras ocasiones graves—, evitando o posponiendo decisiones dramáticas (el automático corte de liquidez) hasta encontrar, si hace falta mediante reuniones permanentes de las instituciones pertinentes, una salida que desatasque el múltiple embrollo y la polarización de los socios.
Porque el embrollo es enorme, económico y democrático. Hay que encajar la voluntad de los griegos con la de los otros europeos, que juegan con la desventaja de no haber celebrado ningún referéndum, pero cuyos Gobiernos les representan con igual legitimidad. Es una ecuación aparentemente imposible —porque las posiciones son diametralmente contradictorias—, ante la que no es consuelo lamentarse por la frivolidad de su principal causante, el Gobierno griego. Así no se hallan soluciones, y menos, excepcionales.
La historia europea está llena de referencias útiles, como los acomodos encontrados para Irlanda o Dinamarca tras referendos negativos sobre reformas del Tratado de la UE. Aunque esto sea mucho más difícil, porque entonces no jugaba un componente de desafío a una decisión común, sino la negativa a un proyecto, a un diseño. Salvar las dignidades de los distintos actores es ahora un rompecabezas. Solo si se logra algo parecido, la UE saldrá reforzada de esta lamentable y amenazadora crisis.