Cristina Casabón: Ana Obregón y la maternidad egoísta
Hablamos de un mercado que no trafica solo con la ética del cuerpo de la mujer sino también con seres humanos
En lugar de obstinarse en negar la evidencia del progreso y los avances en la igualdad entre hombres y mujeres, deberían informarse sobre las sofisticadas formas de opresión de la nueva modernidad. Deberían navegar por internet y consultar páginas en las que las mujeres, por necesidad de dinero, se ofrecen para alquilar su vientre a famosos multimillonarios, baronesas yeyé y futbolistas. Los servicios de una madre muestran sus precios de forma precisa y detallada. Algunos incluso llevan incorporado un seguro de cancelación. Lo que demuestra el caso de la maternidad de Anita Obregón, a su avanzada edad, es que hay una maternidad incompatible con la naturaleza humana y con nuestra propia legislación. Sin embargo, algunos van al extranjero, donde se tolera o es legal la compra de una esposa (Afganistán) o de un hijo (EE.UU.). Es una maternidad egoísta, concebida como un derecho. La gestación subrogada transforma la vida en una mera sociedad del mercado, algo muy alejado del liberalismo humanista. Este nuevo biopoder, como lo denominaba Foucault, ha sido denunciado como el dominio de los cuerpos. O bien, como ha dicho la filósofa Sylviane Agacinski, es el poder que convierte al vientre de la mujer en un ‘horno de pan’.
Las neofeministas tienen mil veces razón cuando dicen que el combate por la igualdad no ha finalizado, pero no hay que equivocarse de siglo. No podemos negar que los problemas de igualdad también proceden de mercados poco éticos y nada altruistas. Se va afianzando una economía enormemente rentable, impulsada por la necesidad de dinero, como ha escrito Donna Dickenson en ‘Body Shopping’. El deseo de tener un hijo se convierte en derecho, porque el derecho ha echado raíz en todo. Se dice que la mujer presta un «servicio de gestación», pero en este intercambio monetario la mercancía es el ser humano que alberga el vientre materno. Ese servicio implica dar vida a un ser humano, por mucho que adoptemos el sentimentalismo de una máquina. Un sueño acuático del niño con sonrisa de pez es creado en ese proceso, se trafica con su cuerpo y por lo tanto con la persona.
Hablamos de un mercado que no trafica solo con la ética del cuerpo de la mujer sino también con seres humanos. El humanismo cristiano, base ideológica de la vieja Europa, implica creer que cada persona tiene un valor intrínseco y que, contrariamente a las cosas y a los bienes intercambiables, no tiene precio. A los modernos que creen que la maternidad es un derecho, les diría que esta maternidad egoísta no encaja dentro del espíritu de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789. Me refiero aquí al derecho a no ser objeto de compraventa en una clínica o en una pescadería. Nos pasamos la vida modificando la naturaleza, gracias a lo cual hemos descubierto la bomba atómica, pero llevar el cuerpo humano al mercado es llevar allí a la persona. Por suerte, todavía se alumbran en España muchas luces pequeñas de forma natural. Ellas son la ortografía del cielo.