
Ilustración de Alejandra Svriz.
El pasado tiene ecos de resonancia y las ideas de ese genio resentido, Jean-Jacques Rousseau, siguen configurando el imaginario colectivo. Este petit bourgeois de Ginebra se enfrentó a la sociedad de su época y a pensadores ilustrados como Voltaire, quien lo caricaturizó como un «vagabundo al que le gustaría ver a los ricos robados por los pobres». Se ha dicho que Rousseau es «el protagonista central de la revuelta antielitista que actualmente reconfigura nuestra política» (Pankaj Mishra) y un profeta del totalitarismo (Isaiah Berlin). Para madame de Staël, «Rousseau no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo».
El pensador Isaiah Berlin se preguntaba en La traición de la libertad dónde radica la inmensa influencia y centralidad de las ideas de este pensador, y concluye que fue la singularidad o el atrevimiento de Rousseau de denunciar a las élites ilustradas lo que «afectó profundamente la conciencia del siglo siguiente».
Las enseñanzas de Rousseau van quedando como papeles sucios en la senda del filósofo, y de eso se alimentan los genios resentidos durante generaciones. Todos los pensadores del siglo XIX hasta hoy que son abiertamente antintelectuales y en cierto sentido niegan la cultura son descendientes naturales de Rousseau. Esto es lo que hace a Jean-Jacques, a ojos de Berlin, pionero de tantos otros movimientos posteriores, del socialismo y el comunismo, del autoritarismo y el nacionalismo. «Casi de todo, salvo de lo que podría llamarse la civilización liberal, con su exigente amor a la cultura».
Voltaire y otros ilustrados habían apostado por la libertad individual, la «emancipación» del hombre mediante la ciencia y la cultura. Contra esta revolución moral e intelectual, Rousseau lanzó una contrarrevolución antiilustrada y antielitista. En su opinión, la clase intelectual y tecnocrática recién emergente hizo poco más que proporcionar una cobertura moral para los poderosos y los injustos. Hoy podemos observar el regreso de estas posiciones rousseaunianas en toda Europa, el mal habla ahora la lengua del bien y se ha invertido la jerarquía de valores.
«Los jacobinos, Robespierre, Mussolini, comunistas y dictadores socialistas, al igual que Rousseau, desarrollan el mismo argumento de desmantelar el poder»
Las izquierdas modernas han heredado de Rousseau ideas como que la sociedad pervertiría a los hombres y ponen en duda la idea de progreso, centrándose en una metanarrativa en torno a la desigualdad y la injusticia social. Paradójicamente, muchos de los que promueven estas narrativas son miembros de las élites de izquierdas. La propia dinámica de la «competencia intraélite» genera el modelo de liderazgo antielitista, ya que suelen buscar aliados en los colectivos promoviendo una poderosa narrativa que se centra en sus agravios sociales y culturales.
El modelo de liderazgo antielitista, o las llamadas élites-contraélites, son herencia de Rousseau y son más populares en tiempos de crisis porque saben canalizar estallidos de descontento y reivindicaciones sociales de estos colectivos.
Una vez instaladas en el poder, estas élites subvierten cada vez más las reglas del compromiso político y de la democracia liberal. Sobre la base de sus doctrinas, realizan una revisión radical de la democracia y de la sociedad, que normalmente gira en torno a una visión reduccionista obsesionada con los agravios de Occidente. Toda la cultura queda reducida a un pasado oscuro, solo hay instituciones de memoria del agravio y el horizonte cultural queda reducido a la lucha contra las opresiones y las desigualdades. La cultura está pagando este precio y los clásicos ya no obligan, ya no los leen. Como escribe Finkielkraut es su último ensayo Pescador de perlas, «la burguesía culta se ha unido a la aristocracia en el basurero de la historia».
Es contraproducente desestimar las expresiones culturales o identitarias y las aspiraciones de justicia social que hoy dominan el panorama cultural. Estos rasgos se envuelven en las vestiduras de la democracia del pueblo, en la voluntad de satisfacer las demandas sociales y en la apelación constante a la injusticia, al dolor de las víctimas. Paralelamente, estos valores y sensibilidades encuentran resonancia y aliados en la religión de lo woke, que apuesta por desmantelar el «poder y privilegios perpetuados» de unos individuos sobre los otros. Todo esto se impone bajo la máscara del pensamiento crítico, rousseaniano.
Los jacobinos, Robespierre, Mussolini, comunistas y dictadores socialistas, todos ellos, al igual que Rousseau, desarrollan el mismo argumento de desmantelar el poder y los privilegios. Para Berlin, esta es la doctrina central de Rousseau, y es una doctrina que conduce a la auténtica servidumbre, pues por alguna siniestra paradoja, siempre ha allanado el camino a los enemigos de la libertad.
Por este camino, que parte muchas veces de la deificación del concepto de libertad, alcanzamos gradualmente la noción de despotismo absoluto, dice Berlin. Se altera la jerarquía de la naturaleza, se esconden los talentos y las virtudes heredadas. El cúmulo de saberes, del saber hacer y del saber decir, patrimonio de la burguesía y su transmisión doméstica ya ha quedado fulminada, cualquier capital inmaterial ha pasado a la historia. Parece pertinente señalar que las ideas contraculturales siempre triunfan cuando consiguen despertar el resentimiento y logran constituirse como garantes de la igualdad.