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Cristina Casabón: La Europa que defendía Scruton

«El problema es borrar las diferencias y las culturas en nombre de una igualdad sin alma. Europa ha querido ser todos iguales y ha acabado siendo todos nadie»

La Europa que defendía Scruton

Ilustración de Alejandra Svriz

 

He estado leyendo a Roger Scruton, sí, el hereje elegante, el facha culto, el británico con flema de párroco y puñal de pensador. Le leo y me digo: este hombre lo vio todo antes que nadie, cuando los otros aún estaban organizando congresos de buena conciencia en Bruselas, con café aguado y ponencias de PowerPoint.

Scruton escribió lo que nadie quería oír: que Europa se está suicidando de progreso, se ahoga en su propia superioridad moral, se ha olvidado de lo que la hizo grande, que no son los fondos estructurales ni las directivas del pepino, sino las naciones con su cultura, su lengua, su tradición y sus cementerios.

Bruselas ha querido inventar un hombre nuevo, un europeo sin país, sin barrio, sin arraigo ni abuela que le cuente historias. Y eso no existe. Lo que existe es el francés que se siente más francés cuando protesta, el español que se acuerda de España cada vez que discute en un bar, el polaco que reza y trabaja y vota y muere.

Porque vamos a decirlo ya: nadie se levanta por la mañana diciendo “hoy voy a darlo todo por Bruselas”. Uno se levanta por el hijo, por el acento, por el barrio que aún no han llenado de Starbucks, por esa patria íntima que no es una ideología sino un olor.

Y en eso Scruton tenía razón: sin nación no hay ciudadanos, y sin ciudadanos no hay democracia ni ilustración, no hay nada más que las tribus y lo identitario. Para evitar todo lo anterior han inventado mucha literatura institucional, retórica barata, cartelería multilingüe. La Europa que quería ser universal se ha vuelto tecnocrática, burocrática, rígida e infecunda.

Los europeos votamos menos, nos indignamos menos, porque ya no sentimos que tengamos nada propio que defender. Nos han dejado en el recibidor de un edificio gris. Bruselas no emociona.

Y mientras tanto, los Estados vuelven a estar de moda. Vuelven porque la gente quiere mayor soberanía, sí, pero también quiere afectos con acento. La Declaración de Zugspitze —firmada hace apenas unos días por Austria, Francia, Alemania, Polonia y otros países europeos— es una declaración donde no hay épica federalista. Solo hay ministros con cara de viernes que piden orden, que piden realismo, que piden volver a hablar como países.

«Las naciones no son el problema. El problema es querer borrar las diferencias y las culturas en nombre de una igualdad sin alma»

Zugspitze es la montaña más alta de Alemania. Desde arriba, Europa parece más pequeña y más irreal, pero los firmantes no hablaban en abstracto. No prometían lo imposible. Hablaban de saturación, de inseguridad, de polarización, de una Europa que se ha hecho frágil por olvidar de dónde viene. Ni una mención a la ciudadanía europea, ni un brindis a la bandera azul.

De un tiempo a esta parte nos han querido convencer de que lo nacional es vulgar, provinciano, poco inclusivo. Pero el Estado-nación, cuando es cívico, cuando es ilustrado, cuando es amor y no desprecio, es lo único que sostiene la política como algo humano. Las naciones no son el problema. El problema es querer borrar las diferencias y las culturas en nombre de una igualdad sin alma. Europa ha querido ser todos iguales y ha acabado siendo todos nadie.

Estamos atrapados entre dos fantasmas: el nacionalismo cutre y llorón de Cataluña y Euskadi, que dice “nosotros primero” sin saber quiénes son, y el europeísmo de azafata de congresos, con su “todos iguales” y su folleto institucional plastificado.

Y en medio, el patriotismo cívico que el pasado viernes volvía a aparecer en la agenda europea. Ese que dice: esto no va de romanticismo. Esto va de política. La Europa de las Naciones que dialogan es preferible a un europeísmo sin raíces que es una flor de plástico: no se marchita, pero tampoco huele.

El Estado-nación, con todos sus defectos, ha sido el único que ha sabido juntar ley y emoción, voto y vínculo, razón y arraigo. Ha sido la única estructura que ha sabido organizar derechos y deberes con acento humano.

Defender el Estado-nación es no pedir disculpas por tener identidad. Es cuidar la lengua sin convertirla en arma. Es invertir en historia, en símbolos, en la arquitectura emocional del pueblo. Es hacer menos powerpoints en Bruselas y más plazas con niños que sepan quién fue su abuelo. Es enseñar en las escuelas que el Estado nación moderno no es un capricho de fachas, sino un invento de finales del XVIII y principios del XIX que nos permitió encontramos, vivir juntos sin matarnos, compartir sin fundirnos.

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