Cristina Casabón: La opereta climática
«El presidente invoca el antifascismo ambiental, como si quienes dudan de su retórica fueran negacionistas a la manera de los totalitarios del pasado»

Pedro Sánchez comparece en su visita a la zona afectada por el incendio en Jarilla (Cáceres). | Europa Press
La modernidad política se disfraza estos días de urgencia climática. Políticos como Pedro Sánchez han descubierto en el cambio climático el escenario perfecto para invocar todos los males, incluido los incendios forestales. Se trata de un enemigo global, inabarcable, intangible, irresponsable. No importa que las medidas concretas para erradicar y prevenir incendios sean desatendidas, aplazadas o diluidas: la sola invocación de la «emergencia climática» basta para situar al presidente en el lado luminoso de la Historia.
Como vemos en el caso que nos ocupa, lo moderno no siempre es lo científico ni lo contemporáneo: en los últimos tiempos suele ser bastante anacrónico. Y Sánchez, en esto, es un artista riguroso. Toda su inteligencia se concentra en repetir mantras, en insuflar la ideología, hinchado de retórica sobre políticas medioambientales mientras las fisuras permanecen intactas.
Este tipo de comunicación retórica y poco realista pretende ser símbolo de esperanza, pero acabará siendo fetiche risible, un simulacro que solo mantiene su forma mientras lo sostenga el aire caliente de la comunicación gubernamental, mientras haya a quien usar para azuzar el miedo o quien se preste al sainete tertuliano.
De ahí la necesidad de voces como la de Gonzalo Miró (el nuevo flamante presentador de la televisión pública) y otros periodistas que orbitan en el aparato de la propaganda gubernamental. Su función no es iluminar la realidad, sino impedir que se cuele la más mínima ráfaga de aire frío que pudiera desviar el relato. Son los guardianes del decorado, los encargados de explicar al público la ideología latente en cada asuntillo práctico de nuestra asistencia. Y así, los debates sobre soluciones, sobre recursos o conservación del campo; en fin, todo lo que tenga que ver con respuestas concretas y prácticas cae del lado del «negacionismo», de la extrema derecha y demás espantajos para ahuyentar la realidad.
Algo absurdo ha venido a pudrir en el alma española esa pasión por mejorar aquello que no funciona y buscar la solución a los problemas reales, que era la única justificación posible de la política. Lo mismo ocurre con la pasión cívica: ya no se trata de admirar la valentía de quien afronta la realidad, sino de prosternarse ante quien logra mantener intacta la ilusión. Sánchez fabrica eslóganes chillones. Y sus tertulianos mantienen el artificio de que esto es ejercer una mirada crítica sobre las cosas.
La política climática se ha convertido en el enésimo banderín de enganche de una izquierda desnortada. Este es el mismo espíritu «comprometido» que invoca al negacionismo para señalar a quienes disienten de las políticas que arrasan el campo y desatienden la España vacía. La palabra negacionista vuelve como comodín. El presidente invoca el antifascismo ambiental, como si quienes dudan de su retórica fueran negacionistas a la manera de los totalitarios del pasado. Así, el adversario queda neutralizado de antemano.
«La política climática se ha convertido en el enésimo banderín de enganche de una izquierda desnortada»
Pero, ¿qué representa el fascismo hoy? Un recurso para los inútiles. ¿Y qué representa el cambio climático para Sánchez? Un comodín para los anacrónicos. Un aval providencial para los resistentes quiméricos que, a falta de coraje reformista y políticas de prevención, inflan la pompa conceptual del Apocalipsis ecológico.
El verdadero contemporáneo sería aquel que aceptara la intrusión de la realidad en el relato: que mirara de frente la eficacia real de las políticas desplegadas con el esfuerzo del contribuyente. Un liberal sabe que lo único que importa son los resultados de las políticas, no las buenas intenciones con que se envuelven. Queremos saber en qué se gastan nuestros impuestos, por qué España ha abandonado el campo de Castilla mientras llena las arcas de Cataluña.
Y, sin embargo, en lugar de pedir responsabilidades, la izquierda ha preferido el simulacro: inflar el globo abotargado de su superioridad moral y rodearse de guardianes mediáticos para impedir que alguien lo pinche.