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Cristina Casabón: Los demonios de Europa

«Europa no puede permitir que las identidades nacionales se conviertan en un arma arrojadiza en manos de los nacionalismos excluyentes»

Los demonios de Europa

Una bandera de la Unión Europea. | Christian Lue (Unsplash)

 

Cuidar de la cultura europea implica conectar con las distintas sensibilidades nacionales, particularismos e identidades que conforman Europa. Se hace obvia la ausencia de estos elementos cuando se alude a este carácter más sublime de Europa, la política europea de nuestro siglo XXI solo vende globalismo y así no va a ninguna parte. Es decir, la «vida continental» se construye a costa de perder la interior pluralidad y los singularismos, que constituyen la riqueza de Europa como supo ver Ortega. Se habla mucho de los demonios de la identidad nacional, pero también, hoy, deberíamos hablar de los demonios de un cosmopolitismo sin raíces y empobrecedor.

«Donde estoy yo está la cultura alemana», dijo Thomas Mann a la prensa en 1938 cuando emigró a Estados Unidos. George Steiner escribió que no hay arrogancia contenida en esta frase, sino responsabilidad. Es la responsabilidad bien entendida, digo yo, de la cultura. Pero cada vez más, ser europeo es intentar negociar moral, intelectual y existencialmente los ideales, las pretensiones de ese globalismo, por un lado, y la reacción nacionalpopulista que hoy vuelve a las raíces, el arraigo y presenta rasgos muy tradicionalistas sin asumir la tradición liberal europea.

Los europeos de cabezas toscas no entienden que los europeos descendemos simultáneamente de Atenas y de Jerusalén, de la razón y de la fe, de la tradición que trajo la democracia y la sociedad laica, y al mismo tiempo la que produjo los místicos, la santidad y también, las cruzadas. La verdad es que la gran cabalgada hacia la Europa profunda se está haciendo cada vez más evidente, algunos no se han preocupado mucho por entender dentro de su propia tradición las nociones de tolerancia y coexistencia, el pensamiento crítico y la tradición cosmopolita en Europa.

Quizás el pensamiento histórico puede ayudar a recuperar esa doble tradición. Los nombres de nuestras calles y nuestros monumentos recuerdan a hombres y mujeres del arte, la literatura, a filósofos y hombres de Estado, pero a cada paso que damos Europa también levanta una catedral medieval que apunta a algo más profundo, más espiritual. ¿Qué juicio puede hacer cualquiera de nosotros acerca de la inmensidad del legado europeo, cuando éste es a tale of two cities?

Europa, como un un mausoleo brutal, va quedando sepultada por su ambigua herencia, el peso del tiempo anterior. Y esa ambigüedad procede de su dualidad, de esa doble herencia de Atenas y Jerusalén. Esta relación, a la vez conflictiva y sincrética, es difícil de compaginar y hoy genera divisiones que nos llevan a posturas radicales. Es una Reconquista a la inversa y una movida innecesaria y peligrosa, pues estas cosas suelen acabar en un conflicto civil. Quizás el pensamiento histórico puede ayudar solucionar, de paso, la crisis de identidad de un tipo de ciudadano atrapado en la tiranía de esta elección identitaria, ya sea en la trampa de los nacionalismos excluyentes propia de partidos nacionalpopulistas o en la idea de un liberalismo totalmente desenraizado que abraza todas las modas del globalismo.

«Si la política sigue exhortando a la gente a trascender completamente sus lealtades y sus raíces, podemos generar sociedades desconectadas»

Europa no puede permitir que las identidades nacionales se conviertan en un arma arrojadiza en manos de los nacionalismos excluyentes y tampoco debe aspirar a eliminar el sentido de pertenencia. Es decir, para vencer los fantasmas del nacionalismo se requiere resistencia al nacionalismo exaltado y excluyente pero resistencia también a la creencia de que el patriotismo no debe existir. Un patriotismo cívico, modernizado y que va ligado al concepto de Estado-nación no solo es necesario, sino que aporta un sentimiento de pertenencia y promueve la participación ciudadana. Si la política sigue exhortando a la gente a trascender completamente sus lealtades y sus raíces, podemos generar sociedades desconectadas, lo cual implícitamente reconocería a los identitarios europeos la facultad exclusiva, única, de representar y dotar de significado al concepto de nación.

Nadie sensato habrá creído seriamente que este problema de la supranacionalidad versus el Estado-nación se había solventado de forma definitiva. Aunque, quizás, esta paradoja es como un experimento químico y todo depende de la fórmula: el grado de integración, del respeto a la sensibilidad de la cultura nacional o la alteración de la demografía con la llegada de millones de inmigrantes, cuestiones que hoy son el elefante en la habitación. Es importante conocer los singularismos de cada nación y el riesgo de no tenerlos en cuenta revierte en estallidos de «nacionalismo virulento». No nos engañemos. La cultura es frágil; parece vivir un periodo de irreversible decadencia y lento declive cultural y moral. Solo un puñado de conservadores y liberales se hacen cargo de este problema, pero hoy están divididos y tristemente enfrentados.

 

 

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