Crónica de una Elección Popular
El autor narra la historia de una asamblea popular para elegir una junta de vecinos, en un barrio caraqueño, vivo ejemplo de una de las miles que se han realizado en el país en los últimos 26 años

Ismael Pérez Vigil
Inicio una serie de artículos para recordar lo ocurrido —y lo vivido— en materia política y social en los últimos veintiséis años. No se trata de un acercamiento sistemático y exhaustivo, sino de describir para refrescar en la memoria algunos acontecimientos que viví personalmente, cómo los recuerdo y que en su momento comenté, para que los conozcan tantos venezolanos, más del 35%, que o no habían nacido o eran apenas unos niños y adolescentes que acompañaban, eventualmente, a sus mamás en manifestaciones y protestas por los intentos —Decreto 1011— de controlar la educación privada en el país.
El contexto.
Entre 1999, fecha de la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y el referendo revocatorio de 2004, se vivió en el país un verdadero surgir, una verdadera movilización de lo que hemos llamado —a veces impropiamente— “sociedad civil”, que se desarrolló con la creación de organizaciones de todo tipo, al margen de los partidos, y obviamente del gobierno, para participar de muy diversas maneras en la vida política del país: Asambleas de Ciudadanos, grandes manifestaciones, protestas de ciudadanos comunes por muy variados temas y necesidades. El relato de hoy se desarrolló el 18 de octubre de 2003, en un barrio de la populosa Petare, al este de la ciudad, barriada que muchos consideran la más poblada de América Latina. Obviamente, muchos nombres de persona y lugares están cambiados. No he vuelto al lugar, no sé por tanto cuáles de las cosas que describo aún existen o cuáles han cambiado, que deben ser algunas, desde el año 2003, pero lo que narro —en tiempo presente— es exactamente lo que viví, con dos compañeros Veedores más, y lo que, con ligeros retoques, escribí en ese momento, hace 21 años. Miles de asambleas como esta, se realizaron de extremo a extremo en el país, durante los últimos veintiséis años.
El Barrio Metropolitano.
Por la carretera a Guarenas, paralela a la autopista, desde la altura del Centro Comercial Ávila, hasta casi la entrada a la Universidad Santa María y entre la carretera vieja y una calle interna que lo separa del Barrio Bolívar, está el Barrio Metropolitano. Se le conoce fácilmente porque en su entrada hay una cancha techada, muy bien mantenida por los vecinos y varias casas, perfectamente frisadas y pintadas, con colores muy discretos, pero llamativos, entre las otras de color cemento o bloque sin frisar. La comunidad del Barrio Metropolitano la forman unas 900 familias, según los veteranos del barrio o unas 650, según afirman los más jóvenes, con base en un censo de 1999, pero, aclaran acto seguido, “ya deben ser más”, así que nos quedamos con las 900 de los veteranos, para calcular una población que no debe pasar de 5.000 personas.
Amelia.
Justamente en la cancha, (donde el taxista que nos llevó se negaba a dejarnos, advirtiendo con toda razón: “esto es un barrio…”), nos esperaba Amelia, con dos de sus seis hijos. Amelia es una mujer relativamente joven, que se dedica a la actividad de “maestra comunitaria”; profesión que hasta hoy nos resultaba desconocida y que son personas, con cierto nivel de conocimientos y preparación, que se dedican a dar clases a niños en edad escolar y que no están incorporados a la escolaridad formal. La zona cuenta con dos escuelas, una de ellas la Kennedy, de Fe y Alegría, otra llamada Núñez Ponte, si mal no recuerdo, pero que resultan insuficientes, pues lo que sí hay en el barrio es “bastantes muchachos…” según dice Amelia. Ella y otra “maestra comunitaria”, cuentan con dos “aulas alternativas”; Amelia se ocupa de los muchachos entre 8 y 15 años que no saben leer ni escribir, su compañera se encarga de los otros.
La razón de la reunión.
“No tenemos local… el que teníamos no tiene ni muebles y las aguas negras corren por allí… por eso queremos hacer un local comunitario, para tener allí la escuela… tenemos el terreno, pero nos ha costado mucho mantenerlo sin que nos lo invadan… la Asamblea la vamos a hacer allí, si no llueve… si comienza a llover, nos vamos para la cancha… pero no queremos, porque si lo hacemos allí, los del barrio más arriba no vienen, así que es mejor hacerlo en el terreno …”
Olivia y Sonia.
En el camino nos encontramos con Olivia, una mujer delgada, muy animosa y simpática, venía con un megáfono, “perifoneando” y recordándole a la gente que se iba a realizar la asamblea. Allí cerca se nos juntó Sonia, una señora mayor, de lentes, pelo negro liso, poco canoso, delgada y con una curiosa mezcla de empastes dorados y plateados en su dentadura. Bordeamos la carretera, entre talleres de reparación de todo tipo de cosas —automóviles, neveras, televisores—; improvisados “abastos” en mesas, en la calle, con tostitos, Harina Pan, dulces, algo de arroz, café, etcétera… verdaderas fortunas al sol, cambiando de mano. Subimos por una calle, que va paralela a la principal y llegamos al terreno en donde quieren construir la sede comunitaria. Es un terreno sólido, de unos 20 por 25 m. Por los alrededores comienza a aparecer gente; vienen, observan quiénes están, se van, vuelven.
La escuela.
Amelia nos va dando más detalles. “La gente de la Universidad —se refiere a la Metropolitana— nos está ayudando a formar la Asociación. ¡La profesora M es… lo máximo!… ella (dijo un nombre que no recuerdo) nos dijo que los llamáramos a ustedes, los Veedores —y sonríe pícaramente— y los invitáramos para que vinieran a la Asamblea… los ingenieros de la Universidad nos hicieron los cálculos, vinieron e hicieron el estudio de suelo. Ya está metido el proyecto en CABEMA (Electric, C.A), pero como no tenemos una Junta de Vecinos, no nos dan los reales… por eso es la Asamblea hoy, para elegir una Junta nueva… tenemos una, pero la presidenta se fue por un problema personal, hasta tuvo que vender la casa. Se encargó otra, pero Juan es el que tiene el libro de actas y los sellos de la Junta y no se los quiere dar…”, volvimos a su trabajo de maestra… ¿Cuántos alumnos tienes?, ¿Y a ti te pagan por dar las clases? —le pregunté—. “Este año tengo 22, el año pasado llegué a 34, pero qué va… aunque ya tengo como dos más… uno es ese con el que hablamos ahorita…” Se refería a un muchachito que subía con medio cartón de huevos y un refresco de dos litros… “Fulano… ¿Cómo está tu mamá?… ¿Por qué no has ido a la escuela? – “El lunes voy, maestra”. A la entrada del barrio se paró a hablar con una vecina y le preguntó por el hijo – “¿Ya empezaste?… El lunes te lo mando”, dijo la vecina.
“El Ministerio paga a los maestros comunitarios… pero ponen muchos problemas, ellos quieren reducir la cosa, que no sean muchos, así que se pusieron con que teníamos que estar estudiando psicopedagogía o algo así… yo ahora no estoy estudiando, pero no quiero que me paguen nada… y no quiero pedirles colaboración a los padres, en dinero… si quieren que traigan tiza, o lápices o cuadernos, si hay, bien, les escribo en la pizarra, sino, les hago dictado… pero no quiero plata… mire, ve allá, aquella es mi casa, da para acá, pero se le entra por el otro lado, subiendo por esas escaleras… a la izquierda; es la de la ventana salida con la reja negra… no quiero que nadie diga que yo me hice mi casa con lo que me dieron para la escuela”.
Juan.
A medida que transcurría el tiempo se le notaba la angustia a Amelia de que la gente no aparecía. El que apareció fue Juan. El de las actas y el sello. Un tipo joven y alto, fuerte, atlético, es el que se encarga de la cancha y del deporte. (Al final de la jornada nos confesó que tenía que correr para llegar a su juego de futbolito con la policía de Sucre). Nos invitó a su casa para contarnos de la Junta. Su casa está al lado del terreno donde se construirá la escuela.
Entramos a una sala pequeña, con dos sofás, nos sentamos y comenzó su historia. “La junta estaba vencida, se hicieron unas elecciones, pero la que ganó se tuvo que ir y la mamá que también había quedado en la junta renunció como a los tres meses, todos fueron renunciando… un día llegaron y que habían hecho una elección y eligieron a X… imagínese, eran como 20 personas y eligieron a una tipa que es medio loca, hasta drogadicta… vive tomando… yo también me meto mis tragos, cuando bebo, bebo, pero en esto hay que ser serio… no le iba a dar los sellos y las actas a esa señora… si me hubiera llegado Sonia, con todo gusto… pero a esa, no… además, 20 personas, ¡quién dijo!… los estatutos dicen que tienen que ser 50 más 1… y propietarios, no inquilinos, porque con el inquilino quién sabe cuándo le van a pedir el desalojo y se tiene que ir”. Al poco rato llegaron Sonia, la Sra. mayor y Johana, una señora por encima de los cuarenta, pelo rojizo, de lentes, piel morena, muy bien arreglada, con una voz muy fuerte y muy extrovertida; en unas bolsas de Éxito traía varias carpetas, papeles de la Junta, y nos fue completando la historia de Amelia, con respecto al terreno, el local, etc. y la de Juan, con respecto a las características de los integrantes de las juntas anteriores.
Nuestra curiosidad por conocer los estatutos y aquella regla peculiar del 50 más 1 era inmensa, pero Juan no tenía los estatutos, sólo un acta de la última asamblea y algunos papeles más, constancias de las que emiten en la Junta, que al parecer la más importante y solicitada es una carta o constancia de que el vecino vive allí y tiene buena conducta.
Llega la gente.
Al poco rato, nos dijeron que ya había mucha gente y que saliéramos porque se iban a ir. En efecto, comenzaba a congregarse un grupo más o menos numeroso. La angustia de Amelia persistía porque no se fuera a llegar al mítico 50 más 1. Pasaban dos papeles para que la gente firmara, uno diciendo que querían que allí se construyera el local y otro, que era una especie de acta de asamblea en donde firmaban que habían asistido a una Asamblea en donde se modificaba el número de integrantes de la Junta y se elegía una nueva. “Tienen que ser cuatro, —decía Juan— … porque si no son muchos y no se consiguen: Un presidente, un Vicepresidente, un Secretario General y un Tesorero…”.
Cuando se llegó a reunir una buena cantidad de firmas y de personas en los alrededores del terreno, Juan tomó el megáfono y comenzó la reunión. Entre él y Johana se alternaban el megáfono, la dirección de la reunión y las directrices. Mientras, nosotros leíamos los estatutos, cuya misteriosa copia había aparecido. No pude ver el año, anterior al Reglamento de la ley orgánica del Poder Municipal, que se ocupa del tema de la participación de los vecinos; pero era en papel sellado y obviamente elaborado de acuerdo con algún patrón o modelo establecido. No pude contar cuántos, pero eran tres páginas de nombres y cédulas de identidad que se constituían en asociación de vecinos y elegían por un año, una directiva. En vano busqué la regla del “más de 50 más 1”, que no apareció, pero en su lugar había una norma de oro, práctica y realista: en esta asociación hay reuniones ordinarias y extraordinarias y las decisiones se toman por la mayoría de votos de los que asisten. Eso resolvía la “legalidad” y legitimidad del problema.
Aquella asamblea, allí reunida, era válida de acuerdo con los estatutos y, de acuerdo con lo que es más importante, con la voluntad de los que allí se congregaban… y la consabida anuencia de los que no fueron. El que calla otorga. Que nadie osará cuestionar, salvo en los chismes de esquina o cuando se presente alguna disputa seria.
La reunión arrancó, a pleno sol, sin sillas ni mesas, todos de pie, sin discursos ni oradores, sólo la presencia de tres extraños —nosotros— que nadie presentó y que le daban una cierta solemnidad a aquel acto básico, pero primordial de democracia.
Se desarrolla la Asamblea Popular.
Juan dirigió magistralmente la reunión, sin ningún tipo de técnica complicada de académica dinámica de grupos. Con la autoridad que confiere al que todo el mundo reconoce su trabajo. Insistió en que eran necesarios dos candidatos para presidente… Sonia, que era aclamada por la gente; pero, que “no, no basta con Sonia”, —decía Juan—. Apareció entonces Jully, una muchacha joven, un tanto robusta, que se prestó a ser la competidora de Sonia. Resuelto ese problema, lo demás fue más fácil: Johana, candidata a Vicepresidente; un señor que Juan promovió con maestría, Secretario General; y Olivia, la flaca del megáfono, Tesorera… pero como se quejó, sin mucha convicción, de que no podía, que hacía falta alguien más, apareció otra candidata, una señora morena, muy colaboradora, que habló varias veces animando a los vecinos. De repente, apareció una urna electoral. No puede haber elección sin urna, sin ese símbolo de que se va a votar y algo se va a elegir, de que el pueblo va a decidir. Pero no hizo falta, por bien disimulada insistencia nuestra con Johana y Juan, se acordó que la cosa, dado el número de asistentes, podía ser a mano alzada, se nombraban los candidatos y la gente votaba. “Muy bien… —dijo Juan— … pero los señores aquí, los Veedores, van a contar”. Isabel del lado derecho, yo del lado izquierdo, mientras Carlos ayudaba y daba indicaciones de cómo tenían que elaborar el acta, las cosas que tenían que poner, etcétera.
La votación.
Comienza la votación y para Presidente Sonia sacó 57 votos (afortunadamente, para tranquilidad de Juan y de todos, se cumplió el mítico “más del 50 más 1”), Jully un solo voto, el de Sonia; Johana, Vicepresidente por mayoría, sin contrincante; el Sr. promovido por Juan, Secretario General, también por mayoría y sin contrincante; y Olivia, a pesar de sus “protestas”, ganó, por amplia mayoría, como Tesorera. Luego, vino el acto cumbre; según Juan, el acto más importante de la jornada, el acto en el cual se confiere con todo su simbolismo, la majestad del cargo, la representación, el poder. Juan hizo entrega a Sonia, en frente de sus vecinos, la famosa acta de constitución, el resto de las carpetas con papeles que él tenía y el sello, convertidos en verdaderos símbolos de la institución y el poder.
Conclusión.
Este sábado tuvimos una lección de democracia básica. Democracia rudimentaria y efectiva. Una muestra de los principios arraigados en el pueblo venezolano. Donde estaban presentes, con toda la seriedad y majestad, todos los ingredientes que se han convertido en el símbolo de la democracia: Un acta constitutiva, señal inequívoca de un acto que es más que una formalidad; convocatoria a los vecinos a reunirse, con un propósito determinado; se postulan unos candidatos y se vota; alguien imparcial cuenta esos votos (en presencia de una urna, aunque no se utilice, urna que muchos se cuidaron en revisar para comprobar que no había nada adentro), se elige a aquellos que sin duda, más han trabajado por esa comunidad; se proclama a los ganadores; se aplaude y se entrega a ellos, a los ungidos popularmente, los símbolos de la autoridad y el poder, que pasarán de mano en mano y por muchos años. Allí se celebró la ley primordial y el fundamento del derecho: el contrato básico entre iguales.
Nuestros amigos, varios de los directivos de la nueva directiva, nos acompañaron hasta donde pudimos tomar un taxi. En el camino, Amelia estaba ya tranquila y feliz, ya tiene la Junta de Vecinos que les abrirá las puertas de la burocracia, en donde está el dinero con el que construirán unas aulas por donde no correrán las aguas negras; en donde, seguramente, habrá tizas, lápices, cuadernos y papel con que escribir los muchachos, esos signos maravillosos que iluminarán y disiparán las sombras, la oscura ignorancia.
Mañana de sábado distinta, donde la palabra “revocatorio” fue solo un chiste en boca de un muchacho para recordar a los recién electos que, si no daban la nota, “los revocamos”. Los Veedores, por una vez más, tuvimos el atisbo de esa maravilla que es enfrentarse de una manera simple, a uno de los actos más complejos del mundo moderno: votar y elegir.-