¿Cuál novela distópica tuvo razón: «1984», de Orwell, o «Un Mundo Feliz», de Huxley?
Charles McGrath: Los gobernantes totalitarios en el libro de Huxley dan a sus ciudadanos exactamente lo que ellos creen que quieren. Hace dos meses yo habría dicho que «Un mundo feliz» no sólo es un libro más vivaz que «1984,» sino que es también más profético. Orwell realmente no tenía mucha percepción sobre el futuro; para su mente no era más que otra versión del presente. Su imaginado Londres es más bien una versión monótona y triste de la ciudad, que aún se recupera de los bombardeos nazis, y donde él vivía a mediados de la década de 1940, justo antes de empezar la novela. El principal avance tecnológico es una telepantalla bidireccional, esencialmente una mirilla electrónica.
Huxley, por el contrario, quien escribió su obra casi dos décadas antes que Orwell la suya (por cierto Orwell fue su alumno en Eton), previó un mundo que incluye los viajes espaciales; helicópteros privados; bebés de probeta producidos mediante ingeniería genética; un control de la natalidad optimizado; una droga muy popular que parece combinar las mejores características de Valium y Éxtasis; goma de mascar con hormonas que parece funcionar de la manera que lo hace el Viagra; un sistema completo de entretenimiento sensorial que supera a IMAX; y tal vez incluso los implantes mamarios. (El libro no es claro en este punto, pero en «Un mundo feliz», el mayor cumplido que puede hacérsele a una mujer es llamarla «neumática«).
Huxley no tomó el asunto muy en serio. Comenzó «Un mundo feliz» como una parodia de HG Wells, cuya escritura detestaba, y su libro mantiene un significado tan lúdico como profético. Sin embargo, su novela evoca con mucha mayor precisión el país en el que vivimos ahora – sobre todo en su descripción de una cultura preocupada con el sexo, y el desmesurado entretenimiento popular- que lo que hace el por su parte más inquietante libro de Orwell, que parece estar imaginando un lugar como Corea del Norte.
O lo parecía hasta que Donald Trump comenzó su presidencia. De repente, como muchos comentaristas han señalado, han habido ecos casi diarios de Orwell en las noticias, y «1984» comenzó a ascender en la lista de los libros más vendidos de Amazon. La conexión más obvia con Orwell es la repetida insistencia del nuevo presidente de que incluso sus mentiras más evidentes y sin sentido eran de hecho verdaderas, y luego la explicación de su asesora Kellyanne Conway de que estas declaraciones no eran realmente falsedades sino, más bien, «hechos alternativos.» Como cualquier lector de «1984» sabe, ésta es exactamente la norma que sobre la verdad aplica el Gran Hermano: los hechos son lo que el líder dice que son. Si usted lo está releyendo -al hojear su libro de bolsillo en una vieja edición popular-, esas guerras sin fin que se dan en «1984″, durante las cuales el enemigo sigue cambiando – primero Eurasia, Asia Oriental luego – ya no parecen tan descabelladas como antes, ni las manifestaciones organizadas de odio, en las cuales la ciudadanía caen en un frenesí contra extranjeros sin nombre. Incluso, el vocabulario de 12 años de edad, peculiarmente empobrecido de Trump tiene su análogo en «1984», en el que la neolengua no es sólo el medio para el doble discurso; es un lenguaje afanosamente ocupado en deshacerse de tantas palabras (y de tanta complejidad) como sea posible.
¿Así que tuvo razón Orwell después de todo? Bueno, todavía no. Por un lado, el sistema político de «1984» es una versión exagerada del comunismo anticapitalista de los tiempos de Stalin, y la filosofía de Trump es cualquier cosa menos eso. Trump se sentiría mucho más cómodo en el mundo de Huxley, que se basa en el consumismo desenfrenado y donde hordas de perdedores modificados genéticamente atienden felizmente las necesidades de los ganadores.
Huxley creía que su versión de la distopía era la más plausible. En una carta de 1949, dando las gracias a Orwell por enviarle una copia de «1984«, le señaló que él realmente no creía que toda esa tortura y bota militar eran necesarias para someter a una población, y que su propio libro ofrecía una mejor solución. Todo lo que necesita hacer, dijo, es enseñar a la gente a amar su servidumbre. Los gobernantes totalitarios en el libro de Huxley no hacen esto mediante la opresión a sus ciudadanos, sino dándoles exactamente lo que quieren, o lo que ellos creen que quieren – que es básicamente sexo, drogas y rock ‘n’ roll – y adormecerlos en su complacencia. El sistema implica una cierta sospecha –a la Trump– de la ciencia, y el rechazo de la historia, pero eso es un precio que los habitantes del mundo de Huxley pagan felizmente. Ellos no lamentan su libertad perdida, a la manera que Winston Smith, en 1984, hace; ni siquiera saben que la han perdido.
Charles McGrath – Ilustración por R. Kikuo Johnson
Siddhartha Deb: Hay muchas cosas en la novela de Orwell que se traducen mal a los tiempos contemporáneos. Abunda un enfoque cómodamente predecible y, en mi opinión, sin inspiración, para una novela distópica y sus poderes de pronóstico, una respuesta pavloviana que consiste en tomar a una copia de «1984» de George Orwell, o «El mundo Feliz», de Aldous Huxley, siempre que una extrema turbulencia aparece en Occidente. Juntos, conforman una lista corta de lectura, bastante familiar, con aroma de las clases de literatura de la escuela secundaria y que se amplía, si lo forzamos, a la obra de Yevgeny Zamiatin «Nosotros» (We), y a Ray Bradbury y su «Fahrenheit 451.» Eso es todo, ya hemos terminado – un breve recorrido en cuatro libros de distopías donde el sentido de la libertad del individuo está siempre bajo amenaza del estado totalitario.
Los últimos meses han sido difíciles, sin duda, cada hora trae noticias más preocupantes, pero todavía hay algo perversamente repleto de «pensamiento grupal», en el hecho de que el impulso hacia la resistencia nos lleva al mismo libro, y que una medida de la oposición a la horrores de la administración Trump es el ascenso de «1984» al puesto número 1 en ventas de Amazon. Hay muchas cosas en la novela de Orwell, de hecho, que se traducen mal a los tiempos contemporáneos. Desde su manejo de la privación material, los cigarrillos mal empaquetados y las coles hervidas, que recuerdan el racionamiento en tiempos de guerra en Gran Bretaña, o su retrato de Ingsoc, el Gran Hermano y varios Ministerios (Verdad, Paz, Amor, Abundancia), todos los cuales asumen el control de un Estado muy centralizado, «1984″ es una obra en buena medida parte de los años 40, como fueron experimentados por un intelectual inglés.
En «Divirtiéndonos hasta morir» (1986), el crítico de medios estadounidense Neil Postman, de hecho argumentó que la novela de Huxley era mucho más relevante que la de Orwell cuando llegó a los Estados Unidos, donde el modo dominante de control sobre la gente era a través del entretenimiento, la distracción, y el placer superficial, más que por modos evidentes de vigilancia y control estricto sobre los suministros de alimentos, al menos cuando se trataba de manipular las clases medias. Tres décadas después de la narración de Postman, cuando podemos añadir la «reality TV», el Internet y las redes sociales a las diversiones mortales disponibles, «Un mundo feliz» puede todavía parecen sorprendentemente relevante en su descripción de la búsqueda incesante de placer. Desde el uso del soma como una especie de droga para la felicidad hasta la eliminación del pasado, no tanto como una amenaza para el gobierno, como es el caso de la distopía de Orwell, sino como algo simplemente irrelevante ( «La historia es una tontería«), Huxley destacará las atracciones y la superficialidad como los botones que controlan el comportamiento.
La constante prioridad que le da al cuerpo, también, parece inspirada en su comprensión de lo que Michel Foucault identifica como «biopolítica«, que se extiende al cuerpo individual, así como a las poblaciones enteras y, en «Un mundo feliz» aparece como un sistema eugenésico basado en la casta, clase, raza, apariencia y tamaño. En cuanto a su descripción de la «reserva salvaje» en Nuevo México, parece presagiar la fetichización de lo natural por parte de una de las poblaciones más influenciadas por lo artificioso en la historia del mundo.
Mucho más divertido, sutil y oscuro que el libro de Orwell, la sátira de Huxley, sin embargo, tiene sus limitaciones. Un Estado Mundial? Juegos de escaleras mecánicas? En cualquier caso, ¿por qué detenerse en uno de dos libros, como si la esfera literaria debiera imitar las degradadas opciones entre-dos-males de la política electoral? Hay otras poderosas distopías de ficción que hablan a los Estados Unidos de hoy, incluyendo una parte importante de la obra de Philip K. Dick y Octavia E. Butler. Está el alucinante»Hello America», ubicado en la era de Reagan, y escrito por JG Ballard , con un futuro Estados Unidos que tiene muchos presidentes contendientes, incluyendo al presidente Manson, que juega a la ruleta nuclear en Las Vegas. ¿Por qué no leer «The Road» (El Camino), de Cormac McCarthy, y «El País de la Estrella-Helado«, de Sandra Newman, o «America Pacifica», de Anna Norte, o la ‘Estación Once», de Emily St. John Mandel así como «Gold Fame Citrus«, de Claire Vaye Watkins y « Zazen» de Vanessa Veselka, o «The Water Knife» de Paolo Bacigalupi? Si el mundo se está oscureciendo, quizá debamos leer tanto como sea posible antes de que alguien apague la luz.
Siddartha Deb. Ilustración por R. Kikuo Johnson
Charles McGrath fue el editor de «Book Review» de 1995 a 2004. El libro más reciente de Siddhartha Deb es «Los Hermosos y los Malditos: Un retrato de la Nueva India».
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The New York Times
Which Dystopian Novel Got It Right: Orwell’s ‘1984’ or Huxley’s ‘Brave New World’?
Charles McGrath – Siddartha Deb
Charles McGrath The totalitarian rulers in Huxley’s book give their citizens exactly what they think they want. TWO months ago I would have said that not only is “Brave New World” a livelier, more entertaining book than “1984,” it’s also a more prescient one. Orwell didn’t really have much feel for the future, which to his mind was just another version of the present. His imagined London is merely a drabber, more joyless version of the city, still recovering from the Blitz, where he was living in the mid-1940s, just before beginning the novel. The main technological advancement there is the two-way telescreen, essentially an electronic peephole.
Huxley, on the other hand, writing almost two decades earlier than Orwell (his former Eton pupil, as it happened), foresaw a world that included space travel; private helicopters; genetically engineered test tube babies; enhanced birth control; an immensely popular drug that appears to combine the best features of Valium and Ecstasy; hormone-laced chewing gum that seems to work the way Viagra does; a full sensory entertainment system that outdoes IMAX; and maybe even breast implants. (The book is a little unclear on this point, but in “Brave New World” the highest compliment you can pay a woman is to call her “pneumatic.”)
Huxley was not entirely serious about this. He began “Brave New World” as a parody of H.G. Wells, whose writing he detested, and it remained a book that means to be as playful as it is prophetic. And yet his novel much more accurately evokes the country we live in now, especially in its depiction of a culture preoccupied with sex and mindless pop entertainment, than does Orwell’s more ominous book, which seems to be imagining someplace like North Korea.
Charles McGrath – Credit: Illustration by R. Kikuo Johnson
Or it did until Donald Trump was inaugurated. All of a sudden, as many commentators have pointed out, there were almost daily echoes of Orwell in the news, and “1984” began shooting up the Amazon best-seller list. The most obvious connection to Orwell was the new president’s repeated insistence that even his most pointless and transparent lies were in fact true, and then his adviser Kellyanne Conway’s explanation that these statements were not really falsehoods but, rather, “alternative facts.” As any reader of “1984” knows, this is exactly Big Brother’s standard of truth: The facts are whatever the leader says they are. If you’re a rereader, thumbing through your old Penguin paperback, those endless wars in “1984,” during which the enemy keeps changing — now Eurasia, now Eastasia — no longer seem as far-fetched as they once did, and neither do the book’s organized hate rallies, in which the citizenry works itself into a frenzy against nameless foreigners. Even President Trump’s weirdly impoverished, 12-year-old’s vocabulary has an analogue in “1984,” in which Newspeak isn’t just the medium of double talk; it’s a language busily trying to shed itself of as many words (and as much complexity) as possible.
So was Orwell right after all? Well, not yet. For one thing, the political system of “1984” is an exaggerated version of anticapitalist, Stalin-era Communism, and Trump’s philosophy is anything but that. He would be much more comfortable in Huxley’s world, which is based on rampant consumerism and where hordes of genetically modified losers happily tend to the needs of the winners.
Huxley believed that his version of dystopia was the more plausible one. In a 1949 letter, thanking Orwell for sending him a copy of “1984,” he wrote that he really didn’t think all that torture and jackbooting was necessary to subdue a population, and that he believed his own book offered a better solution. All you need to do, he said, is teach people to love their servitude. The totalitarian rulers in Huxley’s book do this not by oppressing their citizens but by giving them exactly what they want, or what they think they want — which is basically sex, drugs and rock ’n’ roll — and lulling them into complacency. The system entails a certain Trump-like suspicion of science and dismissal of history, but that’s a price the inhabitants of Huxley’s world happily pay. They don’t mourn their lost liberty, the way Orwell’s Winston Smith does; they don’t even know it’s gone.
Siddharta Deb: Illustration by R. Kikuo Johnson
Siddhartha Deb There is much in Orwell’s novel that translates poorly into the contemporary moment. There exists a comfortably predictable and, to my mind, uninspired approach to the dystopic novel and its powers of prognosis, a Pavlovian response that involves reaching for a copy of George Orwell’s “1984” or Aldous Huxley’s “Brave New World” whenever extreme turbulence hits the West. Together they make up a short reading list, if a rather familiar one, redolent of high school literature classes and expanding, if forced, to Yevgeny Zamyatin’s “We” and Ray Bradbury’s “Fahrenheit 451.” That’s it, we’re done — a brief tour in four books to dystopias where the individual’s sense of freedom is always under threat from the totalitarian state.
The last few months have been hard, no doubt, the news more distressing by the hour, but there is still something perversely groupthinkish in the fact that the impulse of resistance has homed in on the same book, and that a measure of opposition to the horrors of the Trump administration is the climb of “1984” to No. 1 on Amazon. There is much in Orwell’s novel, in fact, that translates poorly into the contemporary moment. From its texture of material deprivation, the loosely packed cigarettes and boiled cabbages recalling wartime rationing in Britain, to its portrayal of Ingsoc, Big Brother and various Ministries (Truth, Peace, Love, Plenty), all of which assume control by a heavily centralized State, it is a work very much of the ’40s as experienced by an English intellectual.
In “Amusing Ourselves to Death,” the American media critic Neil Postman in fact argued that Huxley’s novel was far more relevant than Orwell’s when it came to the United States, where the dominant mode of control over people was through entertainment, distraction, and superficial pleasure rather than through overt modes of policing and strict control over food supplies, at least when it came to managing the middle classes. Three decades after Postman’s account, when we can add reality television, the internet and social media to the deadly amusements available, “Brave New World” can still seem strikingly relevant in its depiction of the relentless pursuit of pleasure. From the use of soma as a kind of happiness drug to the erasure of the past not so much as a threat to government, as is the case in Orwell’s dystopia, but as simply irrelevant (“History is bunk”), Huxley marked out amusement and superficiality as the buttons that control behavior.
His relentless focus on the body, too, seems inspired, his understanding of what Michel Foucault identified as “biopolitics,” extending to the individual body as well as to entire populations and, in “Brave New World,” playing out as a eugenic system based on caste, class, race, looks and size. As for his depiction of the “savage reservation” in New Mexico, this seems to foreshadow the fetishization of the natural on the part of one of the most artifice-ridden populations in the history of the world.
A great deal funnier, subtler and darker than Orwell’s book, Huxley’s satire nevertheless has its limitations. A World State? Games of escalator squash? In any case, why stop at one of two books, as if the literary realm must mimic the denuded, lesser-of-two-evils choices of electoral politics? There are other powerful fictional dystopias that speak to the United States of today, including a significant portion of the oeuvre of Philip K. Dick and Octavia E. Butler. There is J.G. Ballard’s hallucinatory Reagan-era “Hello America,” with a future United States that has many contending presidents, including President Manson, who plays nuclear roulette in Las Vegas. Why not read Cormac McCarthy’s “The Road” and Sandra Newman’s “The Country of Ice Cream Star” and Anna North’s “America Pacifica” and Emily St. John Mandel’s “Station Eleven” and Claire Vaye Watkins’s “Gold Fame Citrus” and Vanessa Veselka’s “Zazen” and Paolo Bacigalupi’s “The Water Knife”? If the world is going dark, we may as well read as much as possible before someone turns off the light.