Cuando el mundo está en manos de un niño
David Brooks – 16/5/2017
En distintos momentos, Donald Trump ha parecido un autoritario en ciernes, un símil de Nixon corrupto, un agitador populista o un corporativista.
Sin embargo, a medida que se asienta en la Casa Blanca, también ha dado una serie de entrevistas largas y, al leer las transcripciones, queda claro que no es ninguna de esas cosas.
Es infantil. Hay tres cosas que la mayoría de los adultos han logrado más o menos manejar para cuando cumplen 25 años; Trump parece no haber logrado ni una de ellas todavía. La inmadurez es el componente más claro de su presidencia, su leitmotiv es la falta de autocontrol.
En primer lugar, la mayoría de los adultos han aprendido a quedarse quietos. Pero mentalmente Trump es como un niño de 7 años que se la pasa saltando por el salón de clases. Las respuestas de Trump en esas entrevistas nunca son muy largas —rondan las 200 palabras—, pero usualmente menciona cuatro o cinco temas antes de decir que los medios de comunicación son muy injustos con él.
Su incapacidad para concentrarse le dificulta aprender hechos. Está mal informado sobre sus propias políticas y se tropieza cuando habla de sus propios temas de discusión. Se le hace difícil controlar su propia boca; por impulso promete una reforma de hacienda cuando su personal todavía no ha podido trabajarla.
En segundo lugar, la mayoría de las personas que están en edad de beber legalmente tienen un sentido de quiénes son y poseen algunos criterios para medir sus propios méritos o falta de estos. Pero Trump parece tener una necesidad constante de validación externa para establecer su propio valor; siempre parece desesperado por recibir aprobación y se vuelve un fabulador de sí mismo.
“En poco tiempo entendí todo lo que podía saber alguien sobre el sistema de salud”, le dijo a la revista Time. “Mucha gente ha dicho, alguna gente dice, que es el mejor discurso que se ha hecho en la historia de esa cámara”, le dijo a The Associated Press sobre su pronunciamiento frente al congreso.
Como él mismo asegura, sabe más sobre tecnología de aviación que la Marina. En una entrevista con The Economist sugirió que él inventó la frase “alimentar la bomba” (en referencia a una política económica para aumentar el gasto público; la frase se hizo famosa en 1933). Trump no solo quiere engañar a otros: sus falsedades son intentos de construir un mundo en el que él se puede sentir bien por un instante y engañarse a sí mismo.
Sin duda cumple con las descripciones del efecto Dunning-Kruger, un fenómeno según el cual una persona incompetente es demasiado incompetente para entender su propia incompetencia. Trump pensó que sería celebrado por despedir a James Comey. Pensó que la cobertura mediática de su presidencia se volvería positiva en cuanto consiguiera la candidatura republicana. Vive en la sorpresa perpetua porque la realidad no encaja con sus fantasías.
En tercer lugar, la mayoría de los adultos logran percibir ligeramente qué piensan los demás sobre ellos. Por ejemplo: pueden exhibir una falsa modestia para no ser percibidos como repulsivos.
Pero Trump no ha desarrollado ese hábito mental. Las demás personas son cajas negras que solo le proveen afirmación positiva o desaprobación. Es lo hace muy transparente. Quiere que la gente lo quiera, y por eso siempre le dice a los entrevistadores que es muy querido. Tal como él lo cuenta, cada reunión está programada para durar 15 minutos, pero sus invitados se quedan dos horas porque disfrutan de su compañía.
Eso nos lleva a los reportes que dicen que Trump expuso a una fuente de inteligencia y filtró datos clasificados a funcionarios rusos que lo visitaban en la Casa Blanca. Según lo que se sabe hasta ahora, Trump no lo hizo porque es un agente ruso o porque tiene malas intenciones. Lo hizo porque es descuidado, porque no puede controlar sus impulsos y, sobre todo, porque es un niño que desesperadamente quiere recibir la aprobación de quienes admira.
Pero la historia sobre la filtración a Rusia revela una cosa sobre Trump: lo peligroso que es un hombre vacío.
Las instituciones estadounidenses dependen de gente que tiene suficiente carácter para cumplir con sus funciones. Pero Trump deja en evidencia que en su persona hay menos para escarbar de lo que parece. Cuando analizamos las declaraciones de un presidente suponemos que, detrás de sus palabras, hay un proceso sustancial, que su discurso tiene una intención estratégica.
Pero las declaraciones de Trump no necesariamente provienen de algo ni llevan a nada, ni están ligadas una realidad más allá de su deseo de ser querido.
Tenemos una situación perversa en la que los poderes analíticos de todo el mundo se están esforzando por tratar de entender a un hombre cuyos pensamientos son tan sustanciales como seis luciérnagas rebotando dentro de un frasco.
“Queremos tanto entender a Trump, captarlo”, escribe David Roberts para Vox. “Nos daría un sentido de control, o al menos la habilidad de predecir qué hará ahora. ¿Pero qué tal si no hay nada qué entender? ¿Qué tal si no hay nada ahí?”.
Y ese vacío generó un descuido en el que posiblemente traicionó a una fuente de inteligencia y puso en peligro a un país.