Cuando el sentido común se vuelve subversivo
Tengo la suerte de que, con cierta frecuencia, me aborden por la calle personas para comentar alguna de estas Pequeñas infamias que semanalmente comparto con ustedes. Es algo que me da especial alegría porque, como ya les he comentado en alguna ocasión, pienso que nosotros los escribidores nos parecemos mucho a esos náufragos varados en una isla desierta que tiran al mar una botella con un mensaje dentro sin saber adónde ni a quién pueden llegar sus líneas.
Cierto que ahora con Twitter, Facebook e Instagram es más fácil saber quién nos lee, e incluso puede uno departir (o polemizar) con los lectores, pero yo me mantengo bastante al margen de las redes, de modo que continúo llevando una vida a lo Robinson Crusoe. En vez de pluma de ganso, uso ordenador y mi papiro es una memoria USB, pero aquí sigo garrapateando mensajes que entrego a las olas sin saber a qué playa –o a qué afiladas rocas– pueden llegar.
El sentido común no requiere inteligencia ni perspicacia, tampoco talento, no tiene brillo ni relumbrón, es pequeño, doméstico, obvio, palmario
Tengo la impresión, además, de que las redes, en vez de tender puentes y acercar a personas, han llenado el ciberespacio y el mundo en general de billones de minúsculas islas con otros tantos náufragos lanzando mensajes que nadie lee porque todos están muy ocupados escribiendo los suyos. Por eso, y como antes les contaba, me hace ilusión cuando alguien se me acerca para decir, por ejemplo, que tal o cual artículo le hizo ver un punto de vista distinto al suyo o le sirvió de ayuda en un momento triste, o simplemente le hizo sonreír.
Sin embargo, lo que más resaltan de ellos los lectores es un rasgo al que en otras épocas de mi vida ni siquiera le habría dado mucho valor: el sentido común. Al fin y al cabo, ¿qué es el sentido común? Algo muy de andar por casa. No requiere inteligencia ni perspicacia, tampoco talento, no tiene brillo ni relumbrón, es pequeño, doméstico, obvio, palmario. Y, sin embargo, me da la impresión de que de un tiempo a esta parte el sentido común ha empezado a convertirse en algo subversivo. También contracultural y revolucionario, si me apuran. La corrección política nos ha amordazado de tal modo que nadie se atreve a opinar nada que quebrante sus estrictas y paralizantes Tablas de la Ley.
Imposible decir cosas antes tan normales como, por ejemplo, que el hecho de que los niños, a diferencia de tiempos pasados, puedan dar su opinión no implica que de ahí en adelante sean ellos quienes decidan adónde hay que ir de vacaciones o qué se come en casa. O argumentar que, por mucho que arrecie el #MeToo, un piropo no es necesariamente una agresión y que no todos los hombres son unos sátiros ni unos redomados machistas. O recordar que palabras como ‘respeto’, ‘consideración’ o ‘educación’ no son términos fascistas, sino límites que la sociedad ha ido trazando a lo largo de siglos, de milenios. Y no para controlar o mortificar al personal, sino, simplemente, para hacer posible la convivencia.
Todo esto antes era una obviedad. Hoy es una extravagancia, es ir a contracorriente, es ser un antisistema. Como también lo es recordar que la imposición del pensamiento único en áreas tan sensibles como la educación, o privadas e íntimas como la religión que cada uno elija profesar, no solo es una estupidez, sino una tiranía. No hay nada peor que un converso, por eso resulta paradigmático que quienes más piaban por suprimir la estricta –y sin duda excesiva– moral cristiana de otros tiempos se hayan convertido ahora en sacerdotes de esa nueva e intransigente fe laica que condena a los infiernos de la cancelación, también a los de la burla o del escarnio a todos aquellos que no la abrazan devotamente.
Y como no me da la gana comulgar con sus ruedas de molino, y como tampoco pienso hacer o pensar lo que me dicten, aquí me tienen clamando en el desierto como un bautista o un jeremías. O como Robinson Crusoe en mi islote, tal como antes les comentaba. Feliz de hacerlo, además, porque ahora sé que hay por ahí multitud de otros náufragos de la corrección política que también practican la más vieja, compasiva y ahora revolucionaria y subversiva de todas las creencias: el sentido común.