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Cuando lo nuevo se hace viejo

En lo que respecta a la política y los políticos, es la historiografía la que acabará haciendo su propia criba respecto lo que merece ser rescatado

¿Qué hiciste durante el confinamiento? Esta será una de las preguntas que nos haremos cuando al fin podamos reencontrarnos en torno a una buena mesa, o cuando no sepamos cómo entrar en una conversación con alguien. Yo diré que al fin le perdí el miedo y la pereza a cocinar y que la relectura de la mayoría de los libros que en su día me entusiasmaron acababan cayéndoseme de las manos. Me quedo en esto último, porque, aunque ya lo había observado con anterioridad, esta vez me permitió constatar del todo lo bien traída que es esa observación de que los clásicos son aquellos —libros, películas, pensadores— que superan la prueba del tiempo; lo viejo que todavía nos gusta o tiene algo que decirnos. A sensu contrario, lo que devoré porque en aquel momento era vanguardista, “moderno” o estaba de moda, ahora me resultaba casi insoportable, estaba apolillado.

¿Puede trasladarse esta misma idea a la política y los políticos? No de la misma forma, desde luego, porque es la historiografía la que acabará haciendo su propia criba respecto lo que merece ser rescatado. La política la vivimos siempre en el presente. Aun así, la dialéctica nuevo/viejo tiene todo el sentido aplicada a la política del momento. ¿Se acuerdan de la rapidez con la que envejeció la así llamada “nueva política”? Ante nuestros mismos ojos y de forma acelerada. Por el contrario, algunos políticos, como por ejemplo Rubalcaba, nunca nos pareció que fuera “viejo”. O, en el escenario internacional, la propia Merkel.

Traigo esto a colación porque mi impresión personal es que todos o la mayoría de los líderes españoles envejecen a una velocidad de vértigo. O, como el Benjamin Button de la película de Brad Pitt, se infantilizan. Son cada vez más previsibles. La pregunta es ¿por qué? La respuesta puede que resida en que han caído víctimas de la economía de la atención. Y aquí importa el impacto, el hacerse siempre presentes, el jugar con el factor de la novedad y la sorpresa. Y, paradójicamente, ahí está la trampa. Al subordinarse a la lógica de los medios de comunicación, cuya dinámica consiste precisamente en aportar novedades, participan de ese continuo y acelerado envejecimiento de todo. Las noticias, por definición son “nuevas”; los personajes, por el contrario, siguen siendo los mismos. Como la propia moda, participan de ese paroxismo por la novedad. Walter Benjamin decía que no hay eternización más perturbadora que la de lo efímero y la de las formas de la moda. O, en palabras de P. Valérie, la moda “asigna a los esfuerzos el objetivo más ilusorio y los orienta a crear lo más perecedero por esencia: la sensación por lo nuevo”.

Cambiemos la pregunta, ¿por qué hay otros que sí consiguen escaparse a esta dinámica? ¿Por qué hay políticos más inmunes a este envejecimiento prematuro? Seguramente por su autenticidad. Porque son ellos o ellas, no lo que las políticas de comunicación se esfuerzan por construir como tales. Son los que hacen con total naturalidad su propia política de comunicación, no la que les endilgan los expertos. Porque no necesitan fingir ni sujetarse a las supuestas leyes de la omnipresencia y la patológica búsqueda de impacto. Porque son creíbles por sí mismos. Por eso son nuestros clásicos contemporáneos.

 

 

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