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Cuando los pirómanos se convierten en los héroes del momento

«Se tienen que ir escupiendo sangre», susurró en 1989 un dirigente peronista luego del arrasador triunfo de Carlos Menem. Se estaba negociando la delicada transición con Raúl Alfonsín mientras el mercado se incendiaba, y el menemista imaginaba que así gobernarían sobre tierra arrasada y tendrían las manos libres y una coartada histórica; incluso un adelantamiento de la entrega del poder que sellaría la suerte simbólica de los alfonsinistas.

La frase se convirtió efectivamente en estrategia oficial, y las llamas devoraron a los argentinos. Esta escena cruel e irresponsable, el acostumbrado modus operandi del justicialismo, logró al final lo que viene sucediendo desde 1928. Que ninguna administración no peronista consiga terminar en tiempo y en forma su mandato. Traspié que instala una y otra vez en nuestro inconsciente colectivo el apotegma según el cual solo el peronismo puede gobernar.

La tentación de repetir esa experiencia debe ser muy grande en los despachos del Instituto Patria. El problema es que las elecciones reales todavía no han tenido lugar y que hoy una sociedad mucho más atenta está observando las corridas devaluatorias y calibrando la pericia del oficialismo y la madurez de la oposición, en una estampida que de reproducir un tercio de lo que provocó la sucedida el año pasado no hará otra cosa que empobrecer aún más y llevar más desdicha a todos y a todas, principalmente a los que el domingo votaron por el kirchnerismo.

Macri no puede rendirse (como De la Rúa) ni dejar de pensar como un estadista, y Fernández no puede echar nafta, porque quedaría asociado con la hoguera. A pesar de que la pulsión del neocamporismo, siempre afecto a ir por todo, le acerque carretillas de leña y bidones de gasoil.

Ante la sorpresa de los hechos, en ambos campamentos parece faltar hasta ahora algún nivel de reflexión institucional y político. Se impone la necesidad de acordar ciertas reglas, como por ejemplo el inquietante uso de las reservas del Banco Central, que el Gobierno podría «quemar» por el camino o preservar para que su sucesor no se encuentre con la nada misma que Cristina le dejó alegremente a Mauricio.

Aun aceptando que tal vez quede alguna chance de dar vuelta las cifras en octubre y hasta en un lejano ballottage, hay tres metas de mínima para el oficialismo: lograr una retirada y no un desbande, y no por ellos ni por su destino personal, sino por el bien de la alternancia republicana, siempre acechada por la supuesta inevitabilidad del «partido único».

La segunda meta podría consistir en obtener, aun perdiendo de nuevo, un número en los próximos comicios que al menos le permita convertirse en una oposición consistente en medio de un populismo hegemónico y de un Congreso que de nuevo tendrá mayorías automáticas. Y retener finalmente la ciudad de Buenos Aires, donde el antimacrismo de la hora sumado a la ola triunfalista podría amenazar incluso a Horacio Rodríguez Larreta.

Despejada la hojarasca de la campaña y de su fulminante triunfo, digamos que Alberto resultó un gran producto electoral. Salvó a la arquitecta egipcia de su sarcófago de cristal y le permitió absorber votantes, dirigentes y aparatos que se encontraban fuera de su alcance. Su táctica quedó impresa en un instructivo que recibieron varios visitantes del comando; repasar esas caracterizaciones a la luz de los acontecimientos muestra la tremenda efectividad del kirchnerismo para capturar a esos indecisos. En su introducción, aquel paper explicaba que el objetivo estratégico de la última etapa consistía en persuadir a quienes «todavía no expresan voluntad de votarnos en primera vuelta a pesar de su total desacuerdo con los resultados de la actual gestión». El perfil socioeconómico de ese universo era calificado de «medio bajo»: mujeres mayores de 40 años con hijos o adultos mayores a cargo, y jóvenes. Que rechazaban los planes sociales, les preocupaba la inseguridad, «nos identifican con prácticas de corrupción y, a pesar de estar en contra del oficialismo, no se consideran opositores. También nos responsabilizan del contexto actual y mantienen una alta imagen negativa de nuestro gobierno». Ese segmento distante, que se demostró muy amplio en todo el país, reclamaba «dejar de caer y de perder calidad de vida; que se les garantice el trabajo, que el sueldo les alcance, poder irse de vacaciones con la familia y darse algún gusto». Y que no les exigieran más sacrificios.

La descripción revela al menos tres cuestiones. Primero, la falta de empatía del Gobierno para entender que había tirado demasiado de la cuerda y que su reacción tardía estaba centrada en meros paliativos. Segundo, la precisión con que Alberto leyó la cruda realidad, y luego, la razón por la que en las últimas encuestas era imposible detectar a este particular votante, capaz de describir su bronca por la economía macrista y, a un mismo tiempo, reconocer la pesada herencia y los enjuagues turbios del kirchnerismo.

Pero, claro está, remiso también a nombrar en voz alta su opción por «el mal menor». Ese voto oculto y vergonzante de «los invisibles», que para derrotar a Drácula despertaron al Hombre Lobo, sepultó a María Eugenia Vidal y entronizó al PJ bonaerense, una de las corporaciones más retrógradas de la historia política moderna, esta vez al mando de un manager de La Cámpora.

Confundidos por los sondeos, propios y ajenos, que no registraban la decisión secreta de estos «invisibles», los muchachos del Gobierno se sintieron más competitivos de lo que eran. Ya se sabía, no obstante, que en cualquier país de Occidente una gestión que da tantas malas noticias, que ha ajustado las tarifas en un 800% y que ha caído en una estanflación para contener el dólar usualmente no tiene chances reales de ganar.

La competitividad se la daba su oponente: la Pasionaria del Calafate era, fuera de su grey y por contraste, una figura altamente tóxica y resistida. Ella logró crear un señuelo (Alberto) y él consiguió esconderla entre los cortinados, hasta el punto de que muchos votantes se sintieron habilitados a creer que el gerente era distinto de la accionista y que podría dominarla sin problemas.

Y el truco funcionó. El problema es que Macri era la garantía de que los mercados se mantendrían aproximadamente calmos y de que no regresaríamos a la corrida del año pasado, que duró cinco meses, destruyó el empleo y el poder adquisitivo, y provocó en su dinámica que la recesión se profundizara y que los «invisibles» perdieran toda ilusión y toda fe.

La vuelta completa de esta historia puede resultar fascinante para un extranjero que arribe hoy a este país surreal. Los mismos personajes que vaciaron las cajas y los stocks destruyeron la soberanía energética, dejaron un déficit de 7 por ciento y un país postrado por el populismo cultural, se sentaron a erosionar cada medida del Gobierno que venía a solucionar esas inconsistencias y a rasgarse las vestiduras por cada sufrimiento que producía la siempre traumática operación normalizadora.

El dolor, como se preveía, fue tan agudo que las víctimas se hartaron y llamaron de nuevo a quienes originaron el problema para que lo solucionen. Estos últimos se escandalizan una y otra vez por la deuda contraída, que Cambiemos tomó precisamente para graduar el ajuste y evitar dolores mayores, hasta que un pánico internacional acabó con el gradualismo y causó un shock no deseado y una laceración masiva. Los pirómanos no se reconocen como responsables del incendio, critican a los bomberos y finalmente los derrotan: son los héroes del momento. Chapeau.

 

 

 

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