Cuando Mozart escribía música de relojes para llegar a fin de mes
Muchos otros compositores como Beethoven y Haydn también escribieron partituras de este tipo. Sin embargo, y a juzgar por sus cartas, a Mozart el asunto le arrancaba bostezos.
En aquellos días Mozart necesitaba dinero. Su sueldo de 800 florines como compositor de la corte no llegaba para cubrir la vida en Viena. Los encargos escaseaban y los discípulos también. Con la intención de ampliar sus ingresos, aceptó la petición de componer música para relojes de órgano. El asunto no entusiasmaba demasiado a Mozart, pero su situación rozaba la miseria. Quien solicitaba sus servicios, además, era un hombre acaudalado, con buena posición y una historia un tanto extravagante. Se trataba del conde Joseph Deym von Střitetž. Un militar austríaco que tras dar muerte a su contrincante en un duelo, viajó por toda Europa y se instaló años después en Viena. El aristócrata asumió el falso nombre de Müller y se consolidó como coleccionista y marchante. Tuvo una especie de galería donde vendía obras de arte y objetos de lujo, entre esos … los relojes. Mozart aceptó, a regañadientes. Pero aceptó.
«Me había decidido a escribir el Adagio para el relojero de inmediato, luego depositar en las manos de mi querida mujercita algunos ducados; y también lo hice, pero me sentí tan infeliz»
En una carta que envía a su mujer Konstanze, el 3 de octubre de 1790, exactamente un mes después de comprometerse a entregar la partitura a Müller, a Mozart le flaquea el entusiasmo. Su desdicha no puede ser mayor. A la penuria de ir de un lado a otro, empeñando a prestamistas los objetos que le obsequiaban en las giras, se sumaba aquel compromiso. «Me había decidido a escribir el Adagio para el relojero de inmediato, luego depositar en las manos de mi querida mujercita algunos ducados; y también lo hice, pero me sentí tan infeliz con un trabajo que detesto tanto que no puedo acabarlo -escribo en ello todos los días-, pues tengo que interrumpirlo continuamente porque me aburre. Y si no fuera por una causa tan importante, sin duda dejaría de hacerlo; pero así tengo la esperanza de obligarme a ello poco a poco», rezongó el músico en las líneas de aquella correspondencia recogida por el musicólogo Kurt Pahlen en el libro Cartas de amor de músicos (Turner).
La descripción que hace Mozart en esa carta del reloj para el cual compone la música, alude a un tipo que dista mucho de la forma final que terminaría por adoptar en los años siguientes. Y así lo hace saber a su mujer: «Si se tratara de un gran reloj y el objeto sonara como un órgano, entonces me haría ilusión; pero la máquina la configuran pequeños tubos, que suenan demasiado agudos e infantiles». En la Europa del siglo XVIII proliferaron artefactos de este tipo. La invención como nuevo reino -la razón arrasando al ancien règime– se manifestó, entre otras cosas, en la confección de estos mecanismos que parecían comportarse como objetos del ingenio al mismo tiempo que artilugios dotados con vocación musical.
Los llamados relojes de órgano adoptaron distintas formas y versiones. Mientras en Londres los fabricantes se limitaban a dotarlos de un repertorio de campanas sintonizadas, los vieneses crearon versiones más elaboradas como el Flötenuhr, que se implantó en la corte austríaca. Músicos como Beethoven, Haydn y, por supuesto Mozart, hicieron composiciones para este tipo de artefactos, que terminaron desplazados por el panarmonicón de Mälzel. Según el investigador británico Alexander Hyatt King -quien dedicó casi toda su vida a documentar y estudiar la obra de Mozart-, este tipo de instrumentos quedaron obsoletos, arrimados en su siglo como juguetes ingeniosos. Meras curiosidades. Mozart no llegó a conocer el panarmonicón, pues se creó mucho más tarde, a comienzos de XIX, más de una década después de su muerte. Si hubiesen sido menos toscos aquellos relojes, ¿habría sido distinto el pesar de Mozart? Probablemente no.
A juzgar por su mecanismo, el panarmonicón era una versión decimonónica del sintetizador. Estaba formado por 42 instrumentos, los mismos de una orquesta militar: flauta, clarinete, trompeta, violín, violonchelo, percusión, clavicémbalo, triángulo. Todos se accionaban con un teclado mecánico. El propio Mälzel pidió a Beethoven que escribiera una obra sinfónica para el instrumento que había creado. De ahí salió La Victoria de Wellington (1813), una composición alusiva a la derrota de los franceses ante las tropas comandadas por el Duque de Wellington en la batalla de Vitoria y que selló la salida definitiva de las tropas de Napoleón de España, en mayo de 1813.
En lo que a Mozart respecta, el músico terminó la composición prometida y escribió otras partituras relojeras, también para Müller. La primera de ellas fue el Adagio y Allegro en F Menor / Mayor (K. 594), la misma que describe a su mujer en las cartas y que completó en el transcurso de un viaje a Fráncfort, donde se dirigió entre octubre y diciembre de 1790 para dar conciertos a propósito de la coronación de Leopoldo II como emperador alemán. Aquellos fueron los días en los que Mozart tuvo que componer la ópera La Clemenza di Tito, prevista para la coronación del rey de Bohemia, hermano de María Antonieta de Francia, la reina que amaneció con ganas de ‘comer pasteles’ y vio rodar la cabeza de su marido… y de un estamento completo.
Las otras partituras para relojes de órgano que escribió son Fantasía en F Menor (K. 608) y el Andante en Fa Mayor (K. 616), ambas las entregó en la primavera de 1791, seis meses antes de su muerte, el 5 de diciembre de 1791. Tenía apenas 36 años. Era de esperar, acaso, la profunda antipatía que podía sentir Mozart por aliñar los artefactos que miden y anuncian, tan neciamente, el paso de las horas. Para quien tenía un réquiem en la cabeza, no debió de ser plato de gusto salpimentar con campanitas la poca intendencia de los últimos días. El dinero se iba. El tiempo, también.