No es casual la pasión por los mundos grecorromanos. Hay una pregunta ahora viral en internet que da lugar a muchas respuestas y, por qué no, a muchas risas: cuántas veces al día piensas en Roma. Hay muchas razones para pensar en Grecia y Roma. La riqueza de sugerencias de las fuentes que nos legaron ofrece mucho donde mirar. Si no buscamos en ellas antepasados o legitimaciones, siguen sorprendiendo y también en los temas que se refieren a hombres y mujeres. Algunas nos aparecen en lugares esperados e inesperados, así cuando en el año 195 a.C. las matronas de Roma tomaron la ciudad para que se abrogara una ley. No es un acontecimiento cualquiera ni un tiempo cualquiera.
Un griego lúcido que escribe sobre esta época de la historia del mundo, Polibio, se plantea la pregunta clave que lo guía: quién puede no sentir curiosidad por saber cómo es que Roma en apenas cincuenta y tres años –de 219 a 168 a.C.– había conquistado el mundo conocido.
Llama la atención que en medio de ese periodo tan dedicado a guerras y expansiones otro historiador, Tito Livio, más de un siglo y medio después, encuentre lugar para contarlo. El escenario es la Ciudad, la Colina Capitolina y las calles que llevan al Foro donde los hombres debatirán esa abrogación. Las mujeres romanas de la elite y otras muchas lo bloquean todo y la apoyan con todas sus fuerzas.
Veinte años antes, en plena guerra con los cartagineses, con Aníbal dando vueltas por Italia y con el Estado en dificultades financieras, se habían tomado medidas de control del lujo, en particular en oro, púrpura y carruajes, que las afectaban directamente. Ahora dos tribunos se proponen abrogarla y otros dos se proponen vetar esa abrogación. Adelanto el resultado: tras el debate, al día siguiente todavía más mujeres fueron a las puertas de las casas de los dos tribunos que vetaban la propuesta y no pararon hasta que cedieron y se pudo acabar con la ley.
En la historia ellas ponen mucho más que la presión de fondo. Hay sobre la mesa una cuádruple ruptura: salen a las calles y las ocupan, lo hacen contra la opinión de al menos parte de sus esposos, dirigen la palabra en plena calle a otros hombres, incluyendo cónsules y pretores, y presionan en el terreno masculino de las decisiones políticas. Nos dibujan, a la contra, lo permitido y lo no permitido, el marco del buen orden y de su ruptura, temporal, pero ruptura.
La historia la escribe Livio, un hombre, y nos la cuenta presidida por los discursos de dos varones, el famoso Catón el Viejo, cónsul, que quiere mantener la ley, y Lucio Valerio uno de los dos tribunos que proponen su abrogación.
Catón dibuja toda una guerra en curso. La presencia de esas mujeres en las calles es índice de la derrota de una autoridad legítima, la de sus maridos en su propia casa, y ahora se extiende a la República entera: ellas en su locura femenina están dedicadas a conspiraciones y reuniones clandestinas, a sediciones y secesiones que sientan precedente, a ocupar las calles, forzar votaciones y desbordar todo límite.
Son animales indómitos dispuestos a romper sus riendas. Éste no es sino el primer paso en la ruptura de las leyes que las someten y con las que, a pesar de todo, es casi imposible sujetarlas. Cuando sean iguales querrán ser superiores. Espera una guerra sin límites de competencia entre ellas y hasta la destrucción del imperio por el lujo.
Sería tentador seguir la finura de los argumentos que Livio pone en boca de Valerio. Para empezar, aduce que, si todos disfrutan de las nuevas condiciones de prosperidad, ahora que el imperio se expande, por qué ellas no. Es, sin embargo, más instructivo seguir el lugar de la mujer y el hombre en sus palabras.
No se niega el sometimiento femenino, pero se afirma que ellas lo aceptan de buen grado si se las trata con benevolencia. Eso implica entender y aceptar cuáles son su lugar y perspectivas en él.
La base de la república romana, dice, es la competencia reglada de sus elites masculinas, bien visible en estos momentos de exaltación imperial. Los timbres de gloria de esa elite y sociedad son las magistraturas, sacerdocios públicos, triunfos, condecoraciones, botines de guerra y demás méritos por los que compiten. Esos espacios les están vedados a las mujeres. El suyo es otro: elegancia en las ropas, joyas, adornos o carruajes. Y si ése es su mundo de competencia y distinción, qué sentido tiene negárselo.
Si las palabras de Catón muestran los rasgos más crudos de la dominación masculina, las de Valerio muestran una imagen más medida de lo mismo. Y la acompaña un golpe de lucidez que muestra una vez más que no son las perspectivas actuales las que proyectan sobre el pasado los análisis de la desigualdad de hombres y mujeres, ni los contextos jerárquicos en los que se juega todo. La imagen de lo que se les niega y la de (la minucia de) lo que se les concede lo preside todo.
Pero si lo suyo, efectivamente, no es lo trascendente, el poder imperial y sus glorias, hay otro momento en las palabras de Valerio que las reubica en un espacio no menos imperial. Catón defiende una igualdad en la vestimenta y aparato de las mujeres romanas, pero Valerio hace ver sus límites: a Roma vienen mujeres de ciudades vecinas, no romanas, que no se ven afectadas por esa ley. Se puede entender muy bien, recalca, el dolor y la indignación de las romanas a pie viéndolas en sus carruajes exhibir el oro y la púrpura que a ellas se les niega, como si el poder imperial estuviera en sus ciudades y no en Roma. Si nos afectaría a nosotros, qué menos que a ellas, frágiles mujercitas a las que tocan cosas nimias. Al mundo de esas mujeres de la elite no les es nada ajeno ni la competencia ni la ciudadanía imperial de la que gozan.
Un texto aparentemente banal nos abre una ventana al marco del buen orden y de su ruptura, temporal, pero ruptura, y a los valores masculinos, femeninos y hasta imperiales de una sociedad que no nos es ajena. Ninguna lo es.
Quien haya leído esto al menos tendrá una posible respuesta a quien le pregunte sobre cuántas veces al día piensa en Roma. Y, si le siguen preguntando, hasta por qué. Sus mujeres tomaron la Ciudad en una ocasión.