Europa era un continente hecho a la medida humana; no presentaba el imponente paisaje americano propio de atlantes nativos o conquistadores, la belleza salvaje e inhóspita de África, ni las desiertas longitudes asiáticas. Por eso era un continente diseñado para ser descrito a pie.
Debo confesar que siento una debilidad literaria por los caminos de Europa, ya sean militares, espirituales o aventureros, y por los caminantes que narraron esos viajes, un poco antes de que aparecieran los raíles, aquellos otros caminos de hierro y toda su inmensa literatura de velocidad moderna, que vinieron a cambiar la fisonomía de la Tierra, la manera de mirar el mundo y la forma de entender el tiempo. Este primer peregrinar inaudito no ocurre, sin embargo, en Europa, pero conforma lo que fuimos y todavía hoy somos: El Éxodo.
Primer viaje inaudito: Los caminantes bíblicos
El primer camino de tierra literario está, como todo lo que organiza nuestra cronología, en la Biblia. Aquel camino oriental contado en el Libro Segundo del Antiguo Testamento determinó para siempre el curso de los hechos de la civilización occidental, y por eso nos pertenece, no geográficamente, pero sí en todos los demás aspectos. Desde entonces las palabras salida, camino, éxodo o liberación se mueven en una misma memoria semántica, pronunciada por aquellos primeros inmigrantes cruzando el desierto, de lado a lado de la península del Sinaí, dejando atrás el agua de un viejo río para buscar el agua de un mar desconocido. Ellos serían el referente fundacional y literario de todos los caminantes posteriores.
«Varias generaciones murieron desesperadas creyendo que Dios había faltado a su palabra»
Casi mil años antes de Salomón, a mediados de la Edad del Hierro, Yaveh había prometido a Abraham que su simiente recibiría la tierra de Canaán como herencia, incluyendo el territorio del norte hasta el Éufrates, pero esta promesa no se cumplió de inmediato, y varias generaciones murieron desesperadas creyendo que Dios había faltado a su palabra. Ésta finalmente llegó en la época del rey Salomón, quien había extendido el dominio de Israel desde el mar Rojo al sur hasta el Éufrates al norte. La escapatoria de los emigrantes, como sigue siendo hoy en día, era nadar o morir, pero la fe y Moisés los acompañaba. Sin embargo, como sabemos, no lo tuvieron nada fácil, pues las instrucciones habían sido bastante ambiguas: “Acampen delante de Pi-Hahirot” («entre peñascos», «boca o cañón») (Ex 14:2). Antes de llegar al lugar indicado, los israelitas tuvieron que recorrer el «Camino del Desierto» (Éxodo 13:17-18), girar a la derecha y marchar a lo largo del Wadi Watir hasta alcanzar finalmente la playa de Nuweibaa. Las llegadas masivas de los cayucos a nuestras playas canarias o andaluzas del siglo XXI nos pueden dar una idea de aquel panorama de entonces: más de dos millones de personas, incluidos 600.000 hombres, además de mujeres y niños, reunidos allí, en la orilla, entre el mar y la libertad. Afortunadamente, Dios aprieta, pero no ahoga, nunca mejor dicho, y la playa elegida, frente a la costa saudita a través del golfo de Aqaba, ofrecía un enorme lugar para acampar antes del atrevido cruce marítimo hacia la seguridad de la antigua Arabia, también conocida como la tierra de Madián. Según Éxodo 14:1-2, aquella extensa playa dorada era exactamente donde debían instalar sus tiendas siguiendo las instrucciones de Dios y la intuición de Moisés.
Aquella playa bíblica permaneció en la memoria espiritual, pues siglos después fue utilizada como un lugar de descanso y de reunión para los viajes de peregrinación desde África a La Meca y de regreso, permaneciendo durante siglos como puerto de referencia para los peregrinos musulmanes en ruta a la ciudad de Mahoma. Hoy en día, las playas magníficas de Nuweibaa Muzeina y los arrecifes de corales son el atractivo más común, y la bahía es el referente de varios centros turísticos y caros resorts egipcios.
«Aquel verano del 84 Ron Wyatt buceó bajo el mar Rojo y encontró los restos de los carros egipcios de oro»
Pero estas playas escondían algo más que arena y mar. Allí se hizo un descubrimiento fascinante: una columna de granito rojo que recordaba a la antigua arquitectura israelí y otra columna gemela en la costa saudita opuesta, ambas grabadas con las enigmáticas palabras de «Mizraim (Egipto)», «Salomón», «Edom», «muerte», «Faraón», «Moisés» y «Yahvé». Estos dos trozos de piedra desafían la fe de los escépticos viajeros de hoy que han de enfrentarse a una pregunta emocionante: ¿fueron éstas las columnas salomónicas levantadas para conmemorar el milagroso cruce del mar Rojo? Y es que en el siglo X aC el rey Salomón, gran viajero, había colocado allí unas columnas para no olvidar aquel camino ni a aquellos caminantes. Flavio Josefo, otro gran viajero romano, hablaba de imaginar la emoción de este pueblo miserable y esclavo al pisar finalmente las arenas de la playa de Nuweibaa en el mar Rojo. Doce siglos más tarde, en el año 1984, el viaje por el asombro y la memoria tendría otro gran protagonista: el arqueólogo Ron Wyatt, quien encontró aquellas columnas salomónicas enfrentadas exactamente en el lugar que decían las crónicas: una señalando la playa egipcia y la otra las orillas de Arabia Saudí. También encontró en las profundidades de aquel mar bíblico algunos restos de ruedas de carros egipcios, con sus ejes de oro brillando bajo el agua, pues en el metal precioso no pueden crecer los corales. Aquel atardecer, sentado con su traje de neopreno todavía mojado sobre las arenas amarillas de la playa de Nuweibaa, el arqueólogo vivió uno de los viajes más intensos que puede experimentar un ser humano: el camino de vuelta de la duda a la fe.
Ronald Eldon Wyatt (1933-1999) no era un buzo profesional, ni siquiera un arqueólogo titulado; era un anestesista de Ohio aficionado a la arqueología que llegó a conocer las Sagradas Escrituras y todos los casos de investigaciones arqueológicas en Tierra Santa como la palma de su mano. Sus antecedentes no eran cualquier cosa, pues se había hecho un nombre en el mundillo con sus famosos estudios sobre las evidencias arqueológicas de algunas historias bíblicas, como la del Arca de la Alianza. Aquel verano del 84 buceó bajo el mar Rojo y encontró los restos de los carros egipcios de oro, además de huesos fosilizados de caballos y hombres. Encontró, además, la evidencia del paso de los emigrantes: en esta playa, como en la lejana playa venezolana conocida, precisamente, como “Camino de Moisés”, existe un paso o camino descendente en una cuesta gradual de 6 grados a una profundidad solamente de cien metros por debajo del mar; un puente natural de novecientos metros de dura arena sumergida. Un fuerte vendaval tuvo que actuar para retirar la fina capa de agua salada y dejar a la vista aquel puente submarino, y así ocurrió. Los carros egipcios, retenidos entre las rocas de los estrechos desfiladeros, necesitaron un tiempo para avanzar sobre la arena; tiempo que para los esclavos israelitas fue precioso, pues lo aprovecharon para salvar la distancia de más o menos quince kilómetros que hay de una orilla a la otra.
Hoy en día, el recorrido por el desierto del pueblo judío del Éxodo se puede realizar en cinco horas en coche o siete en bus, desde El Cairo hasta el Hotel Resort de la playa de Nuweibaa. Por suerte para algunos, nuestro tiempo es veloz; aquel, tan sólo el tiempo de los milagros.