Cuba, el gran engaño de América
Algún día debiéramos estudiar los proyectos de nacional-socialismo que rondaron por la mente de Fidel Castro en su juventud. En aquella época, era un asiduo lector de Mi lucha, de Adolf Hitler; después viró hacia textos más leninistas que marxistas en sus años de matrimonio con una burguesa cuyo hermano le conseguía botellas (puestos ficticios muy bien remunerados) en el Gobierno de Fulgencio Batista y Zaldívar, el mismo que le salvó la vida, y al que el gordito pesado de Birán dejaría chiquito.
Esos sueños del «Novio de la patria» -como el propio Castro se hizo llamar a inicios del tumbe castrocomunista, cuando empezó a autodenominarse «el Papá de todos los cubanos»-, cundieron en la febril mente del joven Hugo Chávez antes de ser entrenado ideológica y militarmente en Cuba y de convertirse en un militar golpista, años más tarde. Devenido entonces presidente bajo una dictadura constitucional (sueño truncado del castrismo con Salvador Allende en Chile, preferían la anhelada guerrilla), declaraba su socialismo nacionalista del siglo XXI, revivido por el bolchevique Raúl Castro, hermano de la Bestia de Birán, y tan bestia y sanguinario como él, o más.
Las relaciones entre Cuba y Venezuela no siempre fueron tan retorcidas ni estuvieron dominadas por un carácter tiránico como las que hoy observamos.
La bandera cubana fue concebida en 1849 por el militar venezolano Narciso López, en Nueva York. La Asamblea Constituyente de Guáimaro la adoptó en 1868, y en 1902 se convirtió en el símbolo de la Cuba independiente. Es la misma enseña que, sin saber su origen, hemos visto quemar por opositores venezolanos como muestra de odio a los invasores castristas. Una pena; los invasores castrocomunistas se han adjudicado la bandera como se han apropiado de una isla, pero esa bandera no representa a la tiranía. La bandera cubana es la bandera de los cubanos, libres o no.
Venezuela y Cuba siempre se mantuvieron aliados. La sólida y genuina cultura cubana que tanto admiraban los venezolanos, al igual que numerosos latinoamericanos, era sin embargo lo que menos interesaba a los que se adueñaron del destino de la isla y expulsaron a sus artistas y escritores al exilio, fusilaron a los defensores de la libertad y persiguieron y apresaron a tantos inocentes por el mero hecho de opinar en contra de lo que se avecinaba: el odio. Y, con el odio, el castrocomunismo.
El producto de marketing creado por Fidel Castro, la revolución comunista tropical plena de aversión y rencor, llegó y triunfó allá donde se predicó. Por el contrario, su revolución interna fracasó. Una rabia urdida frente a un enemigo inventado no podía llegar a nada.
Durante más de 58 años, el gran lobo feroz se ha llamado «el imperialismo yanqui». Con el odio a ese ogro supuestamente amenazador, los Castro ganaron el fervor de América Latina y del resto del mundo.
Sin embargo, 30 años de férrea invasión soviética en Cuba no sensibilizó a los libertarios del mundo. A nadie le importó esa desastrosa invasión. Todos, eso sí, deploraron aquella otra invasión traicionada por J. F. Kennedy, conducida por un grupo de cubanos patriotas que intentaron en vano, abandonados por el Gobierno norteamericano, de defender su país del totalitarismo. Como tampoco nadie apoyó la guerrilla que emprendieron miles de cubanos en las lomas del Escambray en contra del comunismo; muchos de ellos habían combatido a Batista. Los dejaron solos.
La soledad de Cuba es épica. Así y todo, pocos escriben la verdad. Ni antes ni ahora reconocen que los cubanos llevan 58 años batallando contra un monstruo que ha conseguido extender sus tentáculos a través de América Latina y del mundo; también hacia Estados Unidos: sus universidades, sus instituciones y al mismísimo Gobierno. El castrismo se apoderó de Nicaragua, de El Salvador, de Argentina, de Bolivia, del Perú, de Ecuador, de una parte de México, y, por fin, de Venezuela entera, la niña de sus ojos.
Fidel Castro quiso enseñorearse de Venezuela desde los años 60. Allí envió a sus guerrilleros, allí murió Antonio Briones Montoto. Hoy sus sobrinos viven como pachás en Miami, y hasta son dueños de restaurantes y clubes de moda, en lo que ha sido la invasión castrista de Miami más onerosa con la anuencia y el apoyo del Gobierno de Barack Obama. ‘Su intercambio cultural’ unilateral ha servido para que los hijos, nietos y sobrinos de los militares castristas se asienten con sus millones, y los multipliquen, en la ciudad odiada por sus abuelos, padres y tíos, corazón de la mafia del exilio cubano.
Volviendo a Venezuela. Castro la quería a todo coste, primero que a los demás países de América Latina. La perdió en los 60 cuando su guerrilla fracasó. Entretanto, se metió en Chile, y allí tuvo a Salvador Allende -a pesar de que éste ganara en unas elecciones y no por los embates de una guerrilla-. Su plan era otro, cual un Napoleón, más que un Bolívar, el de usurpar más que liberar. Entonces citaba a Napoleón y a Romain Rolland en sus cartas a Celia Sánchez, antes de verse descubierto en su obsesión hitleriana-leninista.
Tras Chile con Allende y el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), Argentina y sus montoneros hoy devenidos millonarios, vinieron Nicaragua y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (desde el ICAIC y el ICAP de Cuba se les enviaba armamento), El Salvador y su Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, el Uruguay de los tupamaros, el Perú y Sendero Luminoso, Colombia y las FARC, y así sucesivamente, hasta Angola, Etiopía, Granada, Panamá, y todas las guerras y movimientos injerencistas y batallones de narcoguerrillas y movimientos terroristas. De todo eso los Castro han sido los creadores.
Venezuela no caía. Venezuela con sus gobiernos difíciles se resistía. No perdieron tiempo. Tanto Hugo Chávez como Nicolás Maduro formados en la isla, fueron entrenados para que un día tomaran el poder y convirtieran al país en el horror que es Cuba. Con el tiempo, paciencia y sus entretejidos tentáculos, lo lograron.
Ya lo decía aquella marcha compuesta por el esbirro castrista Agustín Díaz Cartaya a inicios de 1959, autor del himno del 26 de julio, primer movimiento guerrillero dirigido por Fidel Castro, en el peor estilo soviético, la Marcha de América Latina, donde se resume el papel hegemonista de la isla caribeña: «De pie, América Latina… Marchemos junto al socialismo… Cuba, faro de América toda… América revolución». China y Corea del Norte han llamado siempre a Cuba «el pequeño hegemonista»;el grande era la URSS.
Desde el primer día en que Chávez tomó las riendas se vio el carácter de marioneta en sus intenciones. Los venezolanos no oyeron a los cubanos que les advirtieron lo que se proyectaba, lo mismo que en Cuba: hambre, desolación, odio, división de las familias, exilio, represión, persecuciones. Comunismo, en una palabra.
Muerto Chávez, el mejor discípulo de los Castro, heredaron el poder Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, designados por Chávez, entrenado el primero también en la isla, y todavía más adocenado y súbdito del máximo poder del Comité Central del Partido Comunista cubano, dirigido por los temibles hermanos y por generales tan asesinos como ellos, Ramiro Valdés y toda su cohorte, que a través del Gobierno narco-castrista hacen y deshacen a su antojo.
Han pasado 18 años de dictadura. Hoy muchos vuelcan su mirada hacia el terror de Venezuela. En Cuba, una tiranía de 58 años conmueve solamente a unos cuantos. Pocos reconocen que el foco de esa atrocidad está en La Habana. Que Cuba ha sido el engaño de América toda, parodiando al himno. Que ese núcleo de oprobio continuará extendiéndose por el mundo.
Venezuela fue convertida en la provincia de ultramar castrista, la provincia rica, bajo la coacción y sometimiento de miles de militares cubanos.
De qué vale que la Unión Europea tome medidas en contra de Venezuela si a Cuba, el meollo del horror, la dejan intacta y le facilitan todo. De qué vale que la ONU condene a Nicolás Maduro si ensalza a los Castro y los reconoce como mediadores entre la narco-guerrilla de las FARC y el Gobierno colombiano.
Sacar a los Castro y a toda su casta significaría liberar a Cuba y a Venezuela, acabaría de una vez y por todas con esa maldición que lleva más de medio siglo acechando y destruyendo por donde pasa y se instala, ahora con su nueva máscara de falsa democracia.