Una sensación se generaliza entre los cubanos: tanto los que viven costas afuera como los que sobreviven costas adentro presienten que algo está a punto de pasar. Los del exilio ya lo debaten abiertamente; los del insilio —aquellos en Cuba forzados al silencio— son más conservadores, quizás para no fomentar falsas expectativas, y apenas lo barruntan, pero atestiguan el agotamiento extremo del país e intuyen que la actual crisis del régimen es diferente a otras previas.
Incluso las dudosas estadísticas oficiales dibujan un cuadro estremecedor.
Entre 1990 —año del propagandístico «31 y pa’lante»— y la actualidad, la industria cubana se ha reducido a la mitad. La mayor debacle sucedió en la fabricación de bienes intermedios y de equipo, que cayó, respectivamente, en un 80 y un 94% —casi desapareciendo—, cuando son los sectores industriales tecnológicamente decisivos y de mayor valor agregado.
La agricultura, peor. Con respecto a 2013, se obtienen hoy menos viandas, hortalizas, arroz, maíz, frijoles y frutas… algunos renglones han caído entre un 70 y un 80%. En los últimos seis años, la producción de arroz se contrajo un 60%, la de cerdo un 70%, la de res un 22% y la de harina de trigo un 32%. La oferta agropecuaria total de hoy es la mitad de la de 2018. Hay hambre en Cuba.
Lógicamente, esa reducción brutal de producción agrícola e industrial se refleja en el valor de la circulación mercantil minorista que, medida como porciento del PIB, ha pasado del 38,4% en 2010 al 22,7% en 2021 (aun con un PIB bastante menor), un declive constante donde cada año ha ido peor que el anterior.
Para compensar la improductividad nacional, el Gobierno comprometió la balanza comercial del país hasta un déficit en 2021 de 1.300 millones de dólares. El peso relativo de la producción nacional de alimentos y bienes industriales se reduce con respecto a lo que se importa. Crece la deuda externa.
Caer enfermo espanta a los cubanos. Si en 2018 se pensó que un faltante de 150 fármacos del cuadro básico del Sistema Nacional de Salud era dramático, ahora faltan 324, casi el 40%. Entre ellos hay anestésicos, antibióticos y algunos de los principales medicamentos para controlar la epidemia de trastornos cardiovasculares y psiquiátricos. La gente sufre y muere.
No fue el Covid-19, sino la ruina del sistema de salud, lo que provocó que en 2021 fallecieran 167.645 cubanos, superando en más de un 50% la media histórica. Un genocidio que los medios estatales obvian.
Y ni el Covid-19 ni el «bloqueo» explican por qué, cuando más producción hace falta, los salarios de los obreros agropecuarios e industriales, que antes de la Tarea Ordenamiento superaban la media nacional en un 34 y un 35%, respectivamente, ahora están por debajo, mientras que los salarios en administración pública (burocracia) y en defensa (represión) sí superan la media.
Ni el Covid-19 ni el «bloqueo» explican que de entre seis y ocho millones de toneladas anuales de producción azucarera se haya bajado a menos de medio millón, lo que traducido a precios actuales significa una pérdida de ingresos superior a 3.500 millones de dólares.
Ni el Covid-19 ni el «bloqueo» explican tampoco los apagones, relacionados, sí, con una reducción del 50% de la inversión en suministros de electricidad, gas y agua durante los últimos seis años, al mismo tiempo que la inversión en turismo crecía un 15%, acaparando casi la mitad de la inversión nacional. A más hoteles, más apagones.
La manía hotelera abulta el PIB, pero este agregado macroeconómico no informa sobre la sostenibilidad del crecimiento, por lo que Cuba, aun «creciendo», tiene un costo de oportunidad superior a la utilidad perdida en la descapitalización de sectores vitales que impactan directamente en la población, como la propia agricultura y la industria.
Pero incluso inflando el PIB con el sobredimensionamiento de la planta hotelera (sin hacer inversiones complementarias que la hagan sostenible), la Economist Intelligence Unit, en su serie hasta 2026, estima para Cuba crecimientos inferiores al 5%, mínimo imprescindible que debería crecer la economía para que el pueblo note alguna mejoría. No habrá tal mejoría a corto o medio plazo.
Entre mala inversión y poca renta, una formación bruta de capital crónicamente negativa ha llevado el país a la actual desinversión, descapitalización, desindustrialización y desconexión de las cadenas de valor internacionales, que diferencia esta crisis de las anteriores. Ahora, a la ineficiente gestión centralizada de la economía, se suma un capital físico improductivo, corroído y obsoleto.
Y no es solo material lo envejecido e improductivo. Casi uno de cada cinco cubanos supera los 60 años, que es lo esperable cuando, en 2021, nacen 34.000 niños menos que una década antes. De 2016 a la fecha, el país perdió 126.009 habitantes; de estos, más de la mitad desaparecidos en 2020, un récord que, debido a la emigración, se superará este año, confirmándose que la situación actual es peor y distinta a cualquiera de las previas agudizaciones de la sempiterna crisis que desde 1959 padece la nación.
La extrema urgencia económica y demográfica se potencia con una degradación antropológica, obra y gracia de un sistema de adoctrinamiento que comienza en el útero y se corona con un diploma universitario cada vez más insignificante. El alma cívica de la nación es sensiblemente corrupta, notablemente soez y agresivamente insolidaria. La arcilla de la Revolución resultó un fango pestilente en el que apenas creen algunos nostálgicos recalcitrantes. Cuba hoy es descreimiento y desesperanza, pero también anhelo de cambio.
Aun en medio de esta tormenta perfecta de la cual es difícil ver salida, el castrismo conserva intacta su estructura política. Su monopolio informativo, adoctrinador y propagandístico, ensombrece cualquier pequeña libertad que se cuele por las redes sociales; sus órganos de vigilancia y represión están afilados y, lo más importante para su sostenibilidad, la sociedad civil cubana permanece atomizada por un sistema curtido por 62 años de experticia totalitaria.
No parece que baste el absoluto fracaso económico y moral de la Revolución cubana; el castrismo no se rendirá. Concretar esa sensación de que queda poco, depende de un levantamiento popular sostenido o una fractura en la cúspide del poder. De momento, ambas alternativas parecen precarias, aunque es cierto que el río está sonando: cada vez más gente le planta cara al régimen, y cada vez es más palpable la tensión entre las facciones mafiosas de la cúpula castrista.
Pero lo «cercano» en términos políticos e históricos puede ser lejano para la perspectiva individual. Un riesgo enorme es caer en la desilusión luego de esta semieuforia que hoy se respira, peor aún sería si la impaciencia se traduce en culpabilizaciones mutuas. ¡Aquí hay un solo culpable!
Desde Dionisio de Siracusa a hoy, todas las tiranías han caído. Todas. El castrismo se está desmoronando desde el día en punto, hace bastante tiempo ya, en que la mayoría de los cubanos dejaron de creer en él, pero eso no quiere decir que vaya a terminar de caerse ya o que vaya a caer por su propio peso.
La Revolución sobrevivió a los 60 porque llegó Kruschev, sobrevivió al Periodo Especial porque apareció Chávez; nada garantiza que no surja ahora otro mecenas internacional, o una coalición de pequeños interesados (China, Rusia, Brasil, Venezuela, México) que pueda coordinarse —formal o informalmente— para sostener al régimen. Tampoco es descartable que algo de inversión foránea cuaje en más aceite, pollo, detergente y una disminución de los apagones que provoque que la gente vuelva a resignarse a su infortunio conocido, el cual puede parecer menos amenazador que una libertad jamás experimentada.
Es cierto que el castrismo es hoy más débil que nunca, pero el pueblo aún no tiene fuerzas. El pueblo es un gigante dormido; que despierte depende tanto del hartazgo material, como de aprender a soñar con libertad y prosperidad. Ustedes, los que lograron escapar, pueden manejar esas dos palancas. No se cansen de hacerlo, no nos dejen solos… aunque a veces lo merezcamos.