Cuba: ¿Un Concordato entre la Iglesia y el Estado?
Algunas señales parecen indicar que el Gobierno cubano y la Iglesia católica podrían encaminarse hacia la firma de un Concordato. Así parece desprenderse de algunas de las conferencias pronunciadas en el Simposio «Del Padre Varela al Papa Francisco: una Iglesia en salida”, que constituyó uno de los tres eventos con los que la Iglesia en Cuba celebró los 30 años de la celebración del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC). Otro evento tuvo lugar en El Cobre, Santiago de Cuba, y un tercero en la Ermita de la Caridad, en Miami. Además, hace poco tiempo se publicó en la página web de Cuba Posible el texto «Consideraciones sobre la libertad religiosa en Cuba”, del jurista Rafael Morales. En dicho texto el autor aboga (y él mismo esboza) una propuesta de «marco legal” para el mundo religioso cubano que esté a tono con las carencias en este ámbito y, además, esté a la altura de los nuevos dinamismos de la sociedad cubana, a los cuales no escapa su sistema socio-religioso.
La fórmula de un Concordato como elemento «pautador” de los derechos de la Iglesia católica en Cuba y de sus vínculos con el Estado, ha sido un sueño profundamente anhelado por un sector importante de la jerarquía católica insular; y, además, siempre contó con apoyos sólidos en la Secretaría de Estado vaticana. En la imaginación política de las élites católicas cubanas, la firma de un Concordato sería el estado cualitativo superior para el «pleno ejercicio de la libertad religiosa”. Para los actores eclesiales, este debería asegurar, más allá de las garantías para el culto, los dos principales anhelos de la institución en la Isla: el acceso pleno a los medios de comunicación masiva y al sistema de educación. Vale la pena aclarar que la Iglesia católica en Cuba desempeña una multiplicidad de roles y funciones en la sociedad cubana, que desbordan los elementos del culto, y que en la actualidad le garantizan una libertad de acción sin precedentes luego de 1959. También es justo decir que otros actores sociales (no religiosos) cubanos no poseen márgenes de acción y prerrogativas tan amplias como la Iglesia católica y otras instituciones religiosas.
La Iglesia gestiona, para bien del pueblo, muchos centros de formación complementaria, publicaciones reconocidas, centros de atención a personas discapacitadas y de la tercera edad, bibliotecas y centros culturales, etc. La existencia de esta actividad «extra-cultual”, que es un derecho inalienable de la Iglesia en cualquier punto del orbe, ha sido «naturalizada” gracias a una práctica política gubernamental que (en este ámbito) ha sido muy inteligente, flexible y procuradora de sinergias y consensos.
Máxime si —y lo digo con toda la franqueza que se impone— ambas partes (gobierno revolucionario e Iglesia cubana) «hicieron armas” en un gran conflicto nacional, entre 1960 y 1965, que arrojó miles de presos políticos y centenares de muertos y desaparecidos. Esta etapa de nuestra historia constituye una herida aún no cerrada y, además, poco estudiada por la historiografía nacional. Solo recuerdo a los lectores los planteamientos realizados por el presidente Raúl Castro y por monseñor Carlos Manuel de Céspedes en el contexto de la visita del papa Benedicto XVI a la Isla en 2012: los dos llegaron a afirmar que «desde ambas partes se habían cometido errores”. La repartición de la culpa 50/50 desató una tormenta de comentarios contra ambos —desde determinados círculos eclesiales y del gobierno— que tal parecía que aún nos encontrábamos en plena década de los 60, en medio del conflicto. Un potencial Concordato entre la Iglesia y el Estado en Cuba no debería ser visto como «el restablecimiento de derechos conculcados”; sino, más bien, un punto de llegada, luego de varios años de entendimientos entre la Iglesia y el Estado, beneficiosos para la nación cubana.
Más allá de los supuestos beneficios que podría acarrearle a la Iglesia (y a Cuba) la firma de un Concordato entre el gobierno y la Santa Sede, ¿para qué podría servirnos este supuesto «acontecimiento” de cara a toda la nación? ¿Cómo debería re-ordenarse legalmente el «cosmos” religioso, cuando los caminos cubanos hacia el futuro pasarán (irremediablemente) por debates y reformulaciones constitucionales? ¿Sería factible una Ley de Cultos como marco para todos? ¿O sería más operativo gestar acuerdos particulares con las diversas religiones? ¿Qué implica ser un Estado laico en el siglo XXI? ¿Cómo garantizar el acceso equitativo de todo el espectro socio- religioso a los espacios públicos de la nación? ¿Cómo defender y garantizar los derechos de las religiones sin una sólida institucionalidad (como sucede con las religiones afrocubanas)? ¿Deben las diversas religiones tener espacios para culto y para opinión en los medios masivos de comunicación del país? Estas son solo algunas preguntas relacionadas con el tema. Podríamos hacer muchas otras. Quiero yo hacer referencia a la última pregunta, relacionada con el acceso de actores religiosos a los medios de comunicación nacionales.
II
Creo que las condiciones se hacen propicias para que el sistema institucional de medios de comunicación —que ha estado bajo el control del Partido Comunista de Cuba (PCC)— evolucione hacia un auténtico sistema de medios públicos. Igualmente, sería ideal que el Estado cubano fuese capaz de garantizar el acceso ordenado y paritario de todos los actores sociales y políticos de la nación a dichos medios de comunicación masiva. En este contexto, la posibilidad de que se establezca una presencia regular, mediante espacios fijos, para las instituciones religiosas en los medios masivos del país resultaría un gesto de inclusión social significativo. Creo que las condiciones objetivas y subjetivas para este paso están dadas.
No se trata de un área desde la cual se parta de cero, pues desde la visita del papa Juan Pablo II a Cuba, en 1998, comenzó un proceso paulatino que abrió ciertas puertas al mundo religioso a la televisión y la radio nacionales. Con el tiempo, dichos espacios se fueron ampliando, y llegaron a regularizarse algunos de ellos: transmisión de los conciertos de navidad católico y protestante, transmisión del Vía Crucis del Papa en Roma, transmisión de la ceremonia del Viernes Santo desde la Catedral de La Habana, alocuciones de obispos católicos y clérigos protestantes de las diversas denominaciones, cobertura de la visita de líderes religiosos mundiales a la Isla, etc. También, en provincias, se permitieron algunas horas de transmisión radial para programas religiosos. Se ha tratado de una política que ha ido siempre «a más”, pero que podría «ordenarse” mejor en cuanto a distribución de contenidos y regularización de espacios. A todo lo anterior tenemos que sumar los medios de comunicación institucionales o «privados” de las diferentes denominaciones religiosas.
Creo que un principio rector que debería ordenar este proceso debería ser que el Estado cubano garantizase el acceso paritario de todas las religiones al sistema de medios públicos. El asunto en si resulta complejo, pues los actores religiosos se han multiplicado exponencialmente en la Isla (pensemos en el creciente proceso de «pentecostalización” del cristianismo, por solo poner un ejemplo) y, además, existen otros entes poco jerarquizados e institucionalizados a los cuales les sería complicado asumir, material y organizativamente, la preparación de un programa de radio o de televisión.
Por ejemplo, para las denominaciones cristianas, que son las que más conozco, una iniciativa positiva podría ser el establecimiento, en uno de los canales de televisión nacional, de espacios fijos para la transmisión del culto. De esta manera, católicos, bautistas, presbiterianos, pentecostales, etc., podrían ofrecer los domingos, en horarios diferentes, sus respectivas ceremonias religiosas por televisión para sus fieles y para toda la ciudadanía que desee acceder a ellas. Igual iniciativa podría tenerse en la radio nacional, donde se podrían implementar espacios para el culto y para otros programas bajo diversos formatos, asociados a lecturas religiosas comentadas. De estos espacios podría desprenderse una comprensión de la persona, de su interioridad y de la vida cotidiana sumamente importante para la Cuba actual, en la medida que ayuda a la ciudadanía a mirar y a tratar «a los otros” desde coordenadas nuevas.
El acceso de las diversas religiones a los medios públicos en Cuba, en mi opinión, posee dos dimensiones: una «cultual” (a la que ya me he referido) y otra relacionada con las opiniones que los religiosos cubanos tienen sobre los procesos socio-político-económico-culturales que tienen lugar en el país. Es decir, que debería también darse la posibilidad de que los cristianos, babalawos, judíos, animistas y espiritistas, en cuanto ciudadanos, proyecten un discurso sobre la realidad en la que viven: opinen sobre ella y contribuyan, desde sus respectivas espiritualidades, a iluminarla. Estos podrían compartir espacios de análisis político y de opinión en la televisión nacional, junto a no creyentes. O participar de columnas de opinión en los diarios de tirada nacional. Monseñor Carlos Manuel de Céspedes ocupó la columna católica del periódico El Mundo hasta el cierre de este medio de prensa, y desde sus páginas no solo se dedicó a opinar sobre la marcha del Concilio Vaticano II, sino que también polemizó con Aurelio Alonso sobre asuntos bien terrenales. Cuba también necesita que sus religiosos opinen sobre asuntos terrenales.
III
No creo que nadie, que sea defensor de una sana laicidad del Estado, pueda rechazar radicalmente las propuestas realizadas en el acápite anterior. Sin embargo, sería cuasi infantil de mi parte, no problematizar las propuestas realizadas y contextualizarlas en el escenario cubano: que no es otro que el de un modelo sociopolítico en fase transicional, donde la confrontación entre adversarios aún está a la carta del día, y donde la dimensión religiosa ha intentado ser utilizada para la promoción de un «tipo” muy específico de transición en la Isla. Lo que afirmo anteriormente lo han demostrado los hechos: va más allá de mis preferencias personales. Intentar deslindar el análisis en esta área de su dimensión política, sería como convertir estas cuartillas en papilla para niños. Entonces, ¿qué hacer ante esta disyuntiva? Creo que tanto el gobierno cubano como las denominaciones religiosas deben asumir esta nueva etapa construyendo unos marcos de honestidad, transparencia y respeto, sin los cuales sería imposible avanzar hacia un escalón cualitativamente superior.
Creo que el Estado debería velar porque los espacios que se entreguen sean gestionados genuinamente por religiosos, y no por actores externos que asuman su conducción a cambio de un salario. Por ejemplo, si una iglesia cristiana dispusiera de un programa radial, este debería ser gestionado por actores clericales y laicales nacionales. Estos «gestores” deberían ser creyentes «probados” o «clásicos” en dichas denominaciones. Primera cosa: creo que las voces religiosas en la radio, la prensa y la televisión (referidas al área de culto) deben corresponder a personas de nacionalidad cubana de probada pertenencia a sus respectivas comunidades. Sus proyecciones públicas deben ser respetuosas de todos los miembros de la comunidad nacional; deben ser voces plurales, pero que hablen de Cuba y para Cuba. Sin que ello imposibilite la presencia de nacionales que viven fuera de nuestras fronteras geográficas.
En segundo lugar, a los espacios de opinión socio-político-cultural gestionados por religiosos cubanos, deberían poder asistir personas de todos los credos e ideologías. Es bueno el contraste de visiones. Sin embargo, para estos deberían existir otros espacios en los medios públicos; en los espacios para los religiosos deberían ser asumidos preponderantemente los criterios y visiones emanados de sus respectivas doctrinas o creencias. Este elemento adosa a la cuestión una complejidad añadida, pues el diapasón de «visiones” dentro de una misma institución religiosa en torno a cuestiones seculares (piénsese, por ejemplo, en el catolicismo y en tópicos problemáticos como el aborto, los métodos anticonceptivos y la homosexualidad, etc.) podría ser de una dimensión amplísima; donde, por lo general, unos actores son más cercanos que otros a los intereses y las agendas promovidas por las jerarquías locales. ¿Cómo actuar en estos casos? ¿Las voces que serían «colocadas” en esos espacios mediáticos deben ser designadas por las jerarquías religiosas? Creo que el Estado debería garantizar el acceso de toda la pluralidad posible de voces presentes dentro de un mismo espectro religioso.
Epílogo
Asumir el paso de dar un acceso equitativo y permanente a las diferentes denominaciones religiosas presentes en Cuba a los medios de comunicación, además de ser un acto de justicia e inclusión social, despejaría definitivamente el «fantasma” que coloca sobre los hombros del Estado cubano una presunta falta «de libertad religiosa en el país”. Además, abriría las puertas para que las diferentes comunidades religiosas muestren, realmente, sus verdaderas potencialidades para interpelar a todos los cubanos, y para también dejarse interpelar ellas por los anhelos de nuestra sociedad.
Texto aparecido en cubaencuentro.com