A mediados de los años 70 un pariente cercano tuvo la oportunidad de viajar a la República Democrática Alemana (RDA). Por ser el primer familiar que salía y retornaba a la Isla, ofreció una suerte de conferencia de prensa rodeado de tíos, primos y sobrinos.
Los ojos le brillaban cuando nos contaba las maravillas que allí vio. Mercados donde había comida, familias que obtenían un apartamento con menos de un año de espera, posibilidad de adquirir un vehículo para los profesionales, círculos infantiles al alcance de todas las madres. «¡Ese será nuestro futuro!», decía tan emocionado como convencido.
Veinte años después, cuando ya el muro era historia, tuve la oportunidad de hacer mi primer viaje fuera de Cuba y fue casualmente a Alemania. Entre las inolvidables experiencias de aquella primera «salida al exterior», recuerdo que en Berlín unos amigos me invitaron a ver una exposición. Como nadie me explicó antes de entrar de qué se trataba la muestra, hice mi recorrido por aquellos pasillos sin entender cuál era el objetivo de una exposición dedicada a productos básicos.
Aquello, me explicó el amigo Christoph ya en la puerta de salida, era una muestra de las mercancías estrella que se distribuían en la extinta RDA, y «la gracia» de la muestra consistía en burlarse de los rústicos acabados, de los envases maltrechos, las descoloridas etiquetas y la pésima presentación, además de cuestionar la presunta utilidad de aquellos productos del socialismo real. «Con el permiso de ustedes», dije a quienes me habían invitado tras conocer el motivo de aquella vitrina, «tengo que repetir el recorrido».
En esa hipotética exposición futura aparecerán otros productos para servir de ejemplo la humillación a la que hemos estado sometidos los consumidores bajo este sistema ineficiente
Un cuarto de siglo más tarde, fantaseo con una exhibición similar donde los curadores de exposiciones del futuro se burlen de nosotros, mostrando especialmente lo que nos toca por el racionamiento y lo poco que se puede comprar con el salario que el Estado asigna a la clase trabajadora.
He elegido, casi al azar, dos candidatos para esa exposición: el detergente para la vajilla y el jabón de lavar que recién fueron vendidos a los usuarios a través del sistema de mercado racionado.
En un publirreportaje aparecido en el diario Juventud Rebelde en agosto de 2018 se promocionaba el detergente líquido marca Limtel. Allí se alababa la etiqueta, el frasco, el color del líquido y el cierre de la tapa, que había sido motivo de quejas de los consumidores por la facilidad con que se podía adulterar el producto.
Pero estamos en 2020 y el frasco de Limtel llega con la etiqueta despegada, una nada despreciable disminución de su contenido y una tapa fácil de abrir. La justificación para tal menoscabo no es una búsqueda de la simplicidad, ni siquiera se puede apelar al concepto naturista y rústico que impulsan otros mercados fuera de la Isla, puesto que evidentemente se trata de fórmulas que no responden ni encajan en ningún marco de respeto al medioambiente o protectores de la salud humana. La indigencia de su presentación no es modestia industrial, sino irrespeto al comprador.
De la pastilla de jabón de lavar no doy detalles por respeto a la inteligencia de los lectores. Basta mirarla, con sus afilados bordes, porque –afortunadamente– el olor no logra ser captado por la instantánea. Lamentablemente, hay mucha gente en este país que se deja la piel y las uñas, literalmente, lavando con semejante pedrusco, la mayoría mujeres, que pierden horas de superación, felicidad personal y profesional, por tratar de darle lustre a una sábana con esta piedra.
En esa hipotética exposición futura aparecerán otros productos para servir de ejemplo la humillación a la que hemos estado sometidos los consumidores bajo este sistema ineficiente. La lista será larga: las almohadillas sanitarias de las mujeres que parecen lija entre sus muslos; el picadillo, que de solo mirarlo mueve más a la repulsión que a la salivación; los juguetes de plástico para bebé, con unos bordes afilados que pueden cortar sus finos labios. Todo eso con un marketing y una estética que mueve más a la lágrima o a la depresión que al impulso de comprar.
Pero todavía nuestro muro se mantiene en pie, aunque ya podemos almacenar imágenes e historias para esa rocambolesca exposición. Los espectadores no necesitarán explicaciones adicionales. Todo lo comprenderán de haberlo oído o vivido.