Cuidemos el ring
Si no vamos a acabar con las diferencias, al menos es posible cuidar el ring en el que estas se enfrentan. Ese ring son las instituciones democráticas.
El presidente mexicano le sopla al fuego con mucha frecuencia y su actitud ante periodistas, opositores y críticos (no son lo mismo) alimenta la exasperación en la calle, la polarización en los bares y el rompimiento de la colaboración social. Eso le sirve. Es una buena estrategia para mantener el poder con todos esos mexicanos (seis de cada diez) que están de acuerdo con él y con su visión.
El problema es que aplasta a los demás, a los que piensan diferente. Y si aplasta a unos, rompe la convivencia y pone en peligro la paz y la colaboración que se necesita para construir prosperidad. En el largo plazo, generar división es mal negocio.
Eso se sabe desde hace tiempo y en muchos otros lugares. Aquí cerca, hace dos siglos, lo vio James Madison, ese genio que no necesitaba de mucha altura para ver de lejos. Madison entendió que la polarización era uno de los mayores riesgos de la nación que construían.
No le llamaba así. Él hablaba en el siglo XIX de facciones, y faccionalización es un término que desde mi perspectiva funciona mejor que el de polarización. El primero remite a la idea de separación, de rompimiento. El segundo hace pensar en radicalización de ideas. Y el peligro no es la radicalización de las ideas. El enorme monstruo es el rompimiento de la colaboración social. Esa que nos permite a todos subirnos al metro, comprar leche, dar una propina, recibir un pago, entrar a una taquería, ofrecer un servicio, jugar futbol.
Romper la colaboración social por considerar que el otro no es digno de participar del grupo es el peor riesgo nacional. No las ideas distintas, por favor. Desde que andamos por aquí erguidos, algunos piensan que el mal es rojo y otros que es gay. El problema no es ese. El problema es que los que ven el infierno gay creen que quienes lo ven rojo son una amenaza para su vida y deben ser excluidos.
James Madison le pensó mucho y le pensó bien para combatir ese riesgo social. Me interesa, más que su solución específica para Estados Unidos, su proceso intelectual. Madison decía: o combatimos las causas o controlamos los efectos. ¿Cómo hacemos lo primero? Eliminando las diferencias. Logrando que todos piensen igual, opinen lo mismo y sanseacabó la rabia.
No es que la humanidad no lo haya intentado. Los fascismos y los genocidios son los resultados de esos experimentos. Matanzas inútiles porque las diferencias no se terminan nunca.
Otra forma de combatir las causas es eliminando la pasión. Que nadie alce mucho la voz cuando se hable de Dios o de la pobreza, de la desigualdad o el machismo, de las virtudes del veganismo o los impactos negativos de la militarización. Que nadie se acalore si le quitan su propiedad privada o le impiden usar pantalón. Todo en zen. Con ello se evitaría el rompimiento de la colaboración humana. Si todos los comunistas pidieran por favor la propiedad privada y los liberales lo aceptaran con cortesía, estaríamos tranquilos.
Pero quién puede lograr eso. No sé ni siquiera si hay ejemplos históricos. Siempre hay alguien que se molesta, se incomoda, se defiende.
Como Madison era realista, no vio camino por ahí. Pasó a analizar las posibilidades de controlar los efectos de la diferencia de opiniones y de la pasión que con esta llega. Se le ocurrió que lo único posible era meter diversidad de intereses y acotar la pelea a un tablero con reglas. La pasión, las diferencias y el alejamiento del otro se contienen si se cambia constantemente de lucha (a veces por un impuesto, a veces por un deporte, a veces por un amor), si hay rotación de actores y si se acepta que todos, rojos, blancos y violetas, tengan ciertas reglas para pelear. Eso conduce a la posibilidad de convivir.
Ahí se inventaron las instituciones democráticas norteamericanas. Los pesos y contrapesos. Las reglas para cambiar de canallas gobernantes cada tanto y la posibilidad de que las ideas de las minorías sigan respirando y soñando con ser mayorías en la siguiente confrontación. Cuando pienso en esas reglas, me gusta pensar en un ring. Las instituciones democráticas son un ring.
¿Qué tienen que ver una jornada electoral, una competencia entre partidos, el voto de las mujeres o el INE con el control de la polarización? Mucho, muchísimo. Las campañas exacerban los ánimos. Pero trataré de explicar cómo funciona esto.
La democracia es un ring que ofrece muchas peleas simultáneas. Sobre el aborto. Sobre la mujer. Sobre las motos y su velocidad. Sobre la educación. Sobre la energía. Sobre el deporte. Sobre los recursos para las vacunas. Sobre los aeropuertos. Sobre los impuestos. Sobre la solidaridad social. Sobre el ingreso digno. Sobre los castigos a los homicidas. Sobre el papel del ejército. Sobre las placas de los autos. Sobre el agua. Sobre los gringos. Sobre los inmigrantes. Sobre las etiquetas de la comida. Sobre la edad para beber tequila.
La democracia es la rotación de canallas, pero es mucho más que eso: es la certeza de que las ideas volverán a pelear en un ring y, mientras eso sucede, se puede comprar leche en la esquina a un diferente, comprar ropa en la tienda de un distinto, ir a una escuela y jugar con los que no son nosotros en el terreno ideológico.
Sí, la polarización tiene causas estructurales. Sí, la exacerban la desigualdad y las injusticias, pero el principal instigador es siempre el que tiene poder y no quiere rotarlo.
No vamos a acabar con las diferencias, pero es posible cuidar el ring en el que estas se enfrentan. El ring son las instituciones democráticas.